Y el Oscar 2022 a la mejor película es para…
Esta noche, en el Teatro Dolby de Los Ángeles, se entregan los premios más importantes de Hollywood, en su edición 94. Como es habitual en estas páginas, hacemos una revisión crítica de las candidatas a mejor película (que este año son 10). De yapa, compartimos una lista de las cintas que la RAMONA desearía que ganen en la gala, aun a sabiendas de que probablemente no le achunte en ninguna de las categorías.
Belfast (Kenneth Branagh)
Belfast era una ciudad maravillosa en los años 60 donde las familias vivían en barrios llenos de niños y jóvenes. Donde la música te mecía y te inflamaba. Te preparaba para lo que vendría, lo difícil, lo doloroso. Belfast era en los 60 la ciudad de la lucha obrera, de los cambios culturales, del odio interreligioso, de las bombas molotov, de los enfrentamientos en las calles. Belfast en Belfast (2021) es la ciudad de la infancia y de la alegría. La ciudad donde a un niño, antes de salir de casa, se lo despedía con una frase a manera de escudo: “Si no puedes ser bueno, sé cuidadoso.”
Belfast es la ciudad del director irlandés Kenneth Branagh (1960), que en esta película retrata su infancia. Es un drama ambientado en la tumultuosa Irlanda del Norte de finales de los años 60 que sigue al risueño Buddy, quien vive como esquivando bombas refugiándose en el amor de sus padres y sus abuelos, en su pasión por el cine, en las trenzas doradas y largas de una niña de su clase. Es claro que, en medio de los cráteres que dejan las explosiones sociales y políticas y las esquirlas volando por el barrio, no se puede vivir y ser bueno, toca ser cuidadoso. Toca irse.
Como le tocó irse al escritor Ricardo Piglia de su barrio en un suburbio de Buenos Aires a los 16 años. Esto lo sabemos porque en su diario recuerda cómo su vida cambió un día cuando su padre, médico, peronista y perseguido, decidió que se iban de la casa en Adrogué donde habían vivido siempre. Ese día se hizo escritor. El joven Piglia, dos días antes de irse, empezó a escribir como reclamo, como un rebelde, un diario que su primera entrada dice: “3 de marzo de 1957 (Nos vamos pasado mañana.) Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver. (…) Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez”. Después nunca pudo llamar a ninguna de sus casas hogar. Esa fidelidad con la casa de la niñez, con el país, esa lealtad inquebrantable con lo que uno es y con lo que, más tarde, será -escritor o cineasta- , es el agua que corre bajo Belfast. (Alba Balderrama)
CODA (Siân Heder)
Como ocurre con la serie Ted Lasso, hay en CODA una apuesta por la inocencia y la bondad generalizada, por moldear un mundo vaciado de cinismo e ironía donde los problemas se resuelven sin demasiadas complejidades, que sintoniza a la perfección con su tiempo. Cuesta pensar una película de este tipo escindida de su contexto: si todo alrededor parece desmoronarse como un castillo de naipes mal armado, Siân Heder propone un relato optimista y entrador, de digestión fácil y hecho a pura fórmula. Lo cual, en este caso, no tiene nada de malo. Al contrario: cuando prodigan las películas armadas en base a algoritmos, CODA tiene las dosis justas de cada uno de componentes elegidos por su directora. Hay algo de romance juvenil, algún que otro apunte social sobre la precarización laboral en las alas más artesanales del mundo del trabajo, ciertos pasos de comedia incluidos con precisión para airear el relato y, claro, una fuerte creencia en el cine como un terreno donde los sueños pueden cumplirse. Y eso que lo que sueña Ruby (la británica Emilia Jones, un hallazgo notable) no es nada fácil de materializar. (Ezequiel Boetti/Página 12)
Drive my car (Ryûsuke Hamaguchi)
Casi a la manera del maestro coreano Hong Sang-soo, el japonés Ryusuke Hamaguchi estrenó en un mismo año, 2021, dos largos de celebrada trascendencia: Drive my car y La ruleta de la fortuna y la fantasía. La primera de ellas, estrenada y premiada en Cannes, es la adaptación de una obra de Haruki Murakami de 169 minutos de duración, que narra la épica de un duelo contenido que solo estalla en llanto en su desenlace. Su protagonista es un actor y director de teatro que acaba de quedar viudo y que, a manera de seguir adelante, monta Tío Vania, de Chejov, en una residencia artística en Hiroshima. Su rutina creativa la altera una joven chofer que le asignan y con la que va trabando una amistad que remueve el pasado, el dolor y las culpas de ambos. En este relato que, por su duración y tono, podría hundirse en el tedio y la pesadumbre, se impone una intensidad que no claudica en ningún momento, dosificando con precisión quirúrgica revelaciones argumentales y emocionales que desembocan en un final eminentemente redentor, aun en sus guiños al desasosiego imperante en la era de la peste. (Santiago Espinoza A.)
Dune (Denis Villeneuve)
Con Dune, Denis Villeneuve entra al grupo de directores —del que también pueden ser parte Christopher Nolan, Sam Mendes o Steven Spielberg, por ejemplo— que realizan películas para el gran público, con un multimillonario presupuesto, pero con cierto sello autoral que no invisibiliza una intención estética. El cineasta canadiense aúna sus mejores esfuerzos para transformar en imágenes la épica de la saga literaria de Frank Herbert sobre el hijo de una familia noble que deberá buscar recuperar el trono de su padre sobre el planeta Arrakis, después de que se viera envuelto en una maraña de traiciones.
Villeneuve cada vez se relaciona más con un cine de ciencia ficción moderno, tras sus experiencias en Arrival (2016) y Blade Runner 2049 (2017), y lo cierto es que encaja bien con su estilo e intención de entregar apabullantes y voluminosas imágenes que se vieron en esos dos filmes mencionados. También se ven en Dune, principalmente en aquellas escenas del árido Arrakis, llegando a transmitir al espectador la sensación de calor asfixiante. Pero, es cierto que Villeneuve se muestra contenido y complaciente en algunas escenas, sobre todo en las oníricas que experimenta en sus sueños el joven Paul Atreides.
En Dune, el espectador no encontrará una película que reverberará en su conciencia después de los créditos finales o lo lleve a cuestionar su entorno, pero tampoco podrá negar que está al frente de un filme bien hecho, disfrutable, en las manos de quien debería realizarse y que promete una importante saga cinematográfica en lo que algunos ya llaman en “el señor de los anillos sci-fi”. (Caio Ruvenal)
King Richard (Reinaldo Marcus Green)
Entre el relato de autoayuda y el manual de marketing, King Richard es una película que se inscribe dentro de la tradición del cine autoindulgente de Hollywood. Su director, Reinaldo Marcus Green, es apenas un mercenario más puesto al servicio de la historia “real” que cuenta. Esa historia es la de Richard Williams, padre de las hermanas Venus y Serena, dos de las mejores tenistas de la historia. Es al progenitor a quien el filme insiste en atribuirle casi todo el éxito conquistado por las deportistas. Su obstinación en aplicar a pie juntillas el plan que ha diseñado para hacerlas atletas de élite es el valor “americano” machaconamente enarbolado a lo largo de los casi 150 minutos de metraje. Al “rey Richard” del título lo interpreta un Will Smith que hace de la sobreactuación tosca un método de trabajo tan efectista como bochornoso, que muy probablemente le dé su primer Oscar, a costa de Benedict Cumberbatch. Casi nada hay que merezca recordarse de esta película, que pasó por cartelera comercial y está en grilla de HBO Max. Sus formas y valores corresponden a un cine convencional, cuando no conservador, que procura rentabilizar la corrección política (unos negros humildes que se hacen de un deporte de blancos) y la variante deportiva del sueño americano. Nada nuevo ni bueno bajo el sol. (SEA)
Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson)
Licorice Pizza, noveno largometraje escrito y dirigido por Paul Thomas Anderson, es una película a la que en muchos sentidos le cabe el adjetivo de atípica en la filmografía del californiano. Atípica porque trabaja dentro de los códigos genéricos de la comedia romántica con una benevolencia que no había en Punch-Drunk Love (2002), probablemente la cinta suya que más se le parece en términos de género. Atípica, también, porque tiene un tono predominantemente luminoso, que elude deliberadamente cualquier excursión por los costados más oscuros de sus personajes y tramas, cosa que hace en sus otros filmes. Atípica, cómo no, porque sus protagonistas son unos adolescentes-jóvenes que, con más o menos convicción, burlan los cantos de sirena de la adultez inminente. Aun sin personajes oscuros ni atmósferas corruptas, el cine de Anderson continúa afianzando un estilo autoral que ya no necesita de las alusiones a Altman o a Scorsese para justipreciarse cinematográficamente. Un estilo en el que el movimiento puede representar la codicia insaciable del espíritu capitalista, el descenso a la locura autodestructiva, la búsqueda accidentada de la redención o, por qué no, el atolondramiento juvenil que rehúye de la parálisis adulta. El suyo es un estilo en el que el sentido no está en el punto de partida ni en el de llegada, ni siquiera en el camino que se recorre, sino en el movimiento. El movimiento es la respuesta. (SEA)
Nightmare Alley (Guillermo del Toro)
El onceavo largometraje del mexicano Guillermo del Toro es un clásico relato del ascenso de un hombre al poder y su aparatosa caída a causa de su propia ambición, ornamentada con una atmosfera circense/noir y con una exhibición de una batalla por entrar a la psique humana entre el mentalismo y el psicoanálisis. Tuvo un paso discreto en salas y la crítica no terminó de consensuarle una valoración positiva, reprochándole, sobre todo, su “inflado” o “estirado” metraje de 150 minutos.
Sin embargo, y a gusto personal, debo confesar que me convenció más el monstruo humano que crea Del Toro con Stanton Carlisle (interpretado por un gran Bradley Cooper que cierra un excelente año con otra memorable actuación en Licorice Pizza) a sus usuales bestias exóticas. Y es que el cineasta mexicano pone principal énfasis al tortuoso recorrido moral que hace Carlisle, desde su aprendizaje del mentalismo en el circo hasta su empleo para aprovecharse de supersticiosos y se junta con la gente equivocada.
Sí se ha aplaudido bastante su gran factura que le ha ganado tres nominaciones técnicas y que respira un ambiente neo-noir, no solo por estar adaptada en los 40, en la época de la guerra/posguerra y ser un remake de Nightmare Alley (1947), de Edmound Goulding —periodo en el que noir dejó los relatos detectivescos para contar relatos de marginados en situaciones extremas —, sino por su fábula (a)moral de la condición humana. Mención aparte merece el logradísimo plano final, que es de los mejores que he visto en los filmes nominados. (CR)
No miren arriba (Adam McKay)
Se podría decir que la película es una metáfora de cómo funciona el star system hollywoodense cuando está a punto de derrumbarse por una catástrofe improbable como la pandemia. Un montón de estrellas del cine, desde los personajes principales a los más pequeños figurantes brillando y exponiendo, o vendiendo, su privacidad en los principales cuartos públicos de la respetable Norteamérica: los noticieros, la Casa Blanca, los supermercados y centros comerciales, el centro de control de la Nasa, los estudios de las cadenas de televisión.
La película trata sobre un grupo de científicos mediocres, Randall Mindy (Leonardo DiCaprio) y Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence), que descubren que en cuestión de meses un cometa impactará la tierra destruyéndola toda. Deciden avisarles a las autoridades, pero todos lo toman con ligereza, tienen cosas más presentes de que ocuparse. Mientras el meteorito se acerca y el tiempo se acaba para la raza, los científicos encuentran que su tarea será inútil, pues para la humanidad es más importante brillar y negarle el brillo a cualquiera que quiera hacerlo más que ella. Incluso si es un inminente, gigantesco y absoluto cuerpo celeste. Entre las películas sobre catástrofes, No miren arriba va un paso más adelante; no hay nada peor que una catástrofe en la que nadie quiere creer. (AB)
El poder del perro (Jane Campion)
En el más reciente film de Jane Campion, El poder del perro, un piano emerge nuevamente. Ahora, a principios del siglo XX, en el viejo oeste, en Montana, en 1925, en un rancho manejado por los hermanos Phil (Benedict Cumberbatch) y George Burbank (Jesse Plemons), que salen a la pradera montados en sus caballos dirigiendo cientos de cabezas de ganado hacia el arroyo. Mientras se escuchan los silbidos de los cowboys y nos rodea un paisaje igual de indómito que el de las costas aquellas de Nueva Zelanda en El piano (1993), llega a la casa principal del rancho un gran piano que George ha comprado como regalo a su esposa, la viuda Rose (Kirsten Dunst). En ambos escenarios salvajes —uno verde, selvático y torrencial (El piano), y otro ocre, árido y agreste (El poder del perro)— , Campion parece insistir en la misma idea; aquella de que uno de los pasos hacia la civilización, o lo civilizado, pasa por la administración de lo sensible. El piano como metáfora de lo sensible, de lo indomable. Lo sensible, la vida de los sentimientos es inútil si no hay un propósito, la civilización en estos dos casos. Los dos pianos son, para los otros, inútiles si es que no sirven para lograr algo más que solo dar voz a las emociones, o al deseo, o al alma humana. (AB)
West Side Story (Steven Spielberg)
La gran sorpresa de la versión de Steven Spielberg de West Side Story (Amor sin barreras) no es que el creador de E. T. haya filmado un musical. Varias de sus películas previas contenían números coreográficos, tuvieran o no música y bailes. Lo novedoso es que el autor de La lista de Schindler le pone firma a un musical reacio a toda fantasía. La elección de West Side Story -segunda remake de su carrera luego de La guerra de los mundos– es coherente con el paulatino giro hacia el realismo que su obra viene mostrando desde Rescatando al soldado Ryan. A fines de los 50, el autor Arthur Laurents, el letrista Stephen Sondheim, el coreógrafo Jerome Robbins y el músico Leonard Bernstein -a quienes para la versión cinematográfica se sumó el realizador Robert Wise- habían forzado la entrada de lo real a través de la vedada mirilla del género. Spielberg da un paso más y extiende el realismo a la propia forma de la película, incorporando el musical a un campo cinematográfico aparentemente adverso. (Horacio Bernades/Página 12)