Zelig, camaleón
A propósito de la película que Woody Allen estrenó en 1983, a la cual el autor del artículo califica como una “obra maestra que interpela, conmueve e instruye a la vez”
En la llamada Era del Jazz -ritmo sincopado, morales flojas y alcohol barato si podías conseguirlo-, un extraño hombre camaleón disputó el protagonismo a Charles Lindbergh, primer piloto en cruzar el Atlántico, a Joséphine Baker, vedette y espía, y al archiconocido Al Capone, según un “documental” burlón que Woody Allen estrenó en 1983. El cineasta pasea por las décadas del 20 y 30, juega con la Historia y retrata a su sociedad banal insertando entre acontecimientos y personajes reales a Leonard Zelig, un tímido judío capaz de transformar su cuerpo y sus ideas para fundirse en la masa y así escapar de la mirada que singulariza y excluye.
Su insólita condición camaleónica genera interés en el escritor Scott Fitzgerald, el primero en escribir sobre él. Describe una fiesta en los Hamptons donde conoció a un curioso hombre que, entre aristócratas, hablaba con el acento de la clase alta de Boston, y entre el personal de cocina y limpieza enunciaba, con acento áspero, un discurso en favor de los derechos laborales. A partir de entonces se suman más noticias asombrosas sobre este personaje: aparece en un partido de los Yankees, vestido de pitcher, esperando su turno para lanzar detrás de Babe Ruth; también en un speakeasy en Chicago, con la mirada dura y una cicatriz en la barbilla, sentado en una mesa de gangsters y, minutos después, parado en el escenario, con la piel cada vez más morena, tocando la trompeta en una banda de jazz. Tras meses de búsqueda, la policía lo captura en Chinatown, mimetizado entre asiáticos y maldiciendo en chino.
Zelig permanece recluido en un psiquiátrico, atendido por la doctora Eudora Fletcher, interpretada por Mia Farrow. La cautiva desde la primera sesión, presentándose como un psiquiatra que trabajó con Freud en Viena. “Actualmente estoy tratando a dos parejas de hermanos siameses que sufren de doble personalidad, así que me pagan ocho personas”, le dice. Tras varias sesiones en las que con mucho esfuerzo logró arrancarle una que otra confidencia –“de niño me molestaban los antisemitas”; “mi primera mentira fue afirmar en la escuela que había leído completa la novela Moby Dick”-, ella concluye en que la metamorfosis tiene un origen psicológico, pues Zelig solo busca caerle bien a la gente. Desdeñando la teoría del “hombre-camaleón”, un equipo de doctores lo somete a exámenes despiadados sin coincidir en el diagnóstico: uno se decanta por un problema glandular, otro por una mala alineación vertebral e incluso hay quien atribuye su problema al exceso de comida mexicana. Finalmente, en un claro ejemplo de la picardía de Woody, el doctor que le diagnostica un tumor cerebral fallece al poco tiempo precisamente por ese motivo.
Como era de esperar, el judío desgarbado se convierte en fenómeno mediático: sale en primera plana de los diarios, se componen canciones en su honor –“You may be six people but I love you”, entre ellas-, asiste junto a Charles Chaplin a las excéntricas fiestas del millionario William Hearst e incluso recibe las llaves de la ciudad, como si la metamorfosis fuera un mérito digno de premiación. Sin embargo, como toda celebridad, genera numerosos y variados detractores. Los comunistas, por ejemplo, lo consideran un símbolo de inequidad, un capitalista que “toma varias formas para lograr su cometido”. El Ku Klux Klan va aún más lejos: un judío capaz de transformarse en negro o indio es, para ellos, una triple amenaza. También aparecen mujeres que dicen estar casadas con él e incluso tener hijos suyos; personas que lo acusan de haber fungido como pintor y haber realizado un pésimo trabajo en sus casas, o de haber pretendido ser dentista y haber extraído muelas innecesariamente, o peor aún, de haberse infiltrado en un hospital y haber practicado una operación de apéndice. Zelig se disculpa humildemente y declara que quizás aún conserve aquel apéndice en su refrigerador y se ofrece a devolverlo. En vísperas de su inminente detención, el camaleón desaparece.
Años después, en una sala de cine que proyectaba noticias sobre el ascenso de Hitler, la doctora Fletcher lo reconoce en medio de soldados con camisas pardas. Piensa, acertadamente, que el nazismo le devolvió a Zelig la posibilidad de regresar al anonimato. Se embarca a Alemania y, en un mitin en Múnich, lo descubre en el escenario sentado entre altos mandos SS. Cuando él la divisa entre el gentío, se exalta de tal manera que interrumpe el discurso del Führer justo cuando éste estaba contando un buen chiste sobre polacos. Tras una huida cinematográfica, en la que Zelig y la doctora cruzan el Atlántico volando una avioneta cabeza-abajo, la sociedad norteamericana lo recibe con los brazos abiertos y con las demandas extinguidas gracias a un perdonazo presidencial, y además aprueba y celebra su matrimonio con Eudora Fletcher.
Los escritores Susan Sontag y Saul Bellow y el psicoanalista Bruno Bettelheim se prestan a la travesura de Woody Allen, dejándose entrevistar en el falso documental y reflexionando sobre la vida de Zelig y sus circunstancias. Declaran que su enfermedad fue la raíz de su salvación y que su trastorno lo convirtió en héroe, y afirman, además, que no fue la aprobación de la gente, sino el amor de una mujer, lo que finalmente le cambió la vida.
Zelig fallece tras muchos años de estabilidad y sin metamorfosis. En su lecho de muerte, confiesa que lo único que le molestaba de fallecer era que acababa de empezar a leer Moby Dick y quería saber cómo terminaba.
La vasta cultura, el talento narrativo y el humor crítico de Woody se complementó a la perfección con la fotografía de Gordon Willis (1931-2014), que, para lograr autenticidad, utilizó lentes, cámaras, iluminación y equipos de sonido de 1920, e incluso llegó a sumergir los negativos en la ducha, arañarlos y pisotearlos para darles el deterioro de un documento antiguo.
Zelig es una obra maestra que interpela, conmueve e instruye a la vez, y en la que el gran Woody se burla nuevamente de su sociedad y de sí mismo.
Dennis Lema Andrade
Arquitecto en Atelier Puro Humo