La invención de la compañía
Uno de los fundadores de la RAMONA rememora un nuevo aniversario de este suplemento, que salió a la luz un 1 de mayo de 2005, al tiempo que despide a Paul Auster (1947-2024), el gran escritor estadounidense muerto en días pasados a los 77 años
Este texto rompe con algunas de las reglas que suelo enseñar. Suelo repetir una y otra vez, en clases de literatura, de escritura académica y de periodismo narrativo, que a la hora de escribir uno debe trazar un objetivo claro y debe saber quién será su destinatario, su lector ideal. Sin embargo, no estoy seguro de si esta breve nota está dirigida a los aficionados a la literatura, a los editores de este suplemento y/o no es más que un soliloquio dedicado a mí mismo. Por otro lado, el objetivo no está del todo claro, por un lado, busca ser un breve y humilde homenaje a Paul Auster, pero también es una celebración de la RAMONA. Pretende ser un discurso fúnebre y, a la vez una, canción de cumpleaños.
Paul Auster acaba de fallecer, a los 77 años, este 30 de abril, en Nueva York. Como cientos de notas de medios de todo el mundo lo han repetido, deja un legado literario amplio y asombroso que abarca medio centenar de obras: narrativa, poesía y ensayos, pasando por algunos de los guiones cinematográficos que más me impresionaron en mis cada vez más lejanos años de juventud. Por otro lado, la RAMONA cumple 19 años, en un contexto nacional y global cuando menos desafiante. Los medios de comunicación tradicional están en una profunda crisis y, en nuestro país, este suplemento cultural dominical parece desafiar a la lógica y a las tendencias. Aunque desde su fundación sus páginas han menguado, por momentos, su aliento rebelde sigue soplando con una intensidad que recuerda a la de sus primeros meses, cuando Sergio de la Zerda, Santiago Espinoza y yo nos embarcamos en esa larga aventura.
No creí que la muerte de Paul Auster detonaría reflexiones y sentimientos que me empujan a escribir estas líneas. Entre otras cosas, recordé que en las primeras charlas de sobremesa que teníamos para planificar las ediciones, el cine era uno de los temas recurrentes. Acababa de transformar un hábito cotidiano, el de ver películas, en un camino de vida. Junto a mis compinches, recordando secuencias y diálogos, dábamos sentido a nuestra existencia. Una de mis citas obligadas eran dos pelis, que Santiago había visto en TNT y que yo había alquilado varias veces en mi video club de confianza en Bruselas: Smoke y Blue in the Face. Cintas con las que Auster incursionó en el cine como guionista y, en la segunda, como codirector (junto a Wayne Wang). Ambas giran en torno al encargado de una tienda de tabaco, Auggie Wren, interpretado por esa fuerza de la naturaleza llamada Harvey Keitel, y a los encuentros casuales e intencionales con amantes y examantes, con amigos y desconocidos. Los elencos de ambas películas eran muy seductores para cualquier amante de la cultura: William Hurt, Stockard Channing, Forest Whitaker, Jim Jarmusch, Giancarlo Esposito, Michael J. Fox, Madonna y Lou Reed, por nombrar a algunos. Hace unos días, cuando comentábamos el fallecimiento de Auster, Santiago recordó que cuando vio esas películas en la tele por cable no sabía lo que eran, intuyo que, por su naturaleza fragmentaria, compuestas por múltiples encuentros y de temas diversos (las relaciones paterno filiales, el territorio de pertenencia, el azar, la fragilidad de la existencia y la amistad), recurrentes a lo largo de toda la obra de Auster.
Fue después de ver esas cintas, a causa de ellas, que descubrí la literatura de Auster, sobre todo su narrativa, reconocí un gesto similar al que tenía otra figura fundamental para la gestación de la RAMONA, Osvaldo Soriano, esa facilidad para jugar con la literatura de género (en especial el género policiaco o el western), el ensayo filosófico, la reflexión introspectiva, el relato autobiográfico y la crónica urbana. Muchos tenemos algún tipo de relación afectiva con Brooklyn gracias a Auster y, en mi caso, con Spike Lee. Creo que esa capacidad para fundir lo canónico con lo marginal, lo tradicionalmente culto y refinado con lo pedestre y lo plebeyo es a lo que siempre aspiramos en estas páginas. Auster reconoció que cuando comenzó a escribir buscaba hacer algo bello. Pero cuando maduró supo que la justificación está más relacionada con el placer de intentar escribir el texto anhelado. De eso se trata: de los intentos.
Nacido el 3 de febrero de 1947 en Nueva Jersey, Auster mostró desde temprana edad su vocación, se cuenta que sus primeros poemas y cuentos los escribió a los nueve años. En alguna entrevista, le preguntaron cómo se convirtió en escritor, respondió con una de esas anécdotas que marcan a fuego: cuando vio a Willie Mays, el legendario jardinero central, ganar la llamada Serie Mundial de baseball, Auster era un niño convaleciente, que entró en éxtasis frente a la hazaña más grandiosa que había presenciado. Tiempo después, su familia compró entradas para un partido y se encontraron con el ídolo. El pequeño Paul le pidió un autógrafo, pero no tenía nada con qué escribir. Su padre tampoco. Mays se disculpó y se fue sin firmarlo. Desde entonces Auster siempre llevó en el bolsillo un lapicero y ese objeto mágico lo terminó configurando en escritor. Se pasó la vida buscando una firma mágica, pero se encontró con textos casi perfectos.
Estudió literatura comparada en la Universidad de Columbia. A los 22 años, había borroneado numerosos cuadernos con ideas para futuras novelas, que se le negaban, aunque tenía una mejor relación con la poesía. Tras atravesar una crisis profunda, a los 30 años, dejó de escribir, pero su vida dio un giro inesperado. Después de presenciar, junto a un amigo, una coreografía que lo conmovió profundamente, comenzó a escribir un largo texto en prosa llamado “Espacios en blanco”, que marcaría el comienzo de su carrera como narrador. Después escribiría La invención de la soledad, uno de los mejores títulos de la historia de la literatura reciente, que es una reflexión inquietante sobre las relaciones paternofiliales.
No soy un experto en su obra, ni mucho menos, no leí la mayoría de sus títulos, por eso no me atrevería a hacer una lista de sus mejores trabajos, pero puedo recomendar algunos de los que conozco: Su Trilogía de Nueva York, compuesta por Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada, que como Triste, solitario y final, reinventan al género policial, en estas novelas se combinan elementos de la narrativa detectivesca con profundas reflexiones filosóficas, con guiños y referencias al cine, a la literatura y a su propia vida. Su novela intimista El palacio de la luna está protagonizada por Marco Stanley Fogg, personaje inspirado por tres grandes exploradores: el que abrió rutas comerciales con China, el que se recorrió África en busca de un misionero cristiano y por el memorable personaje de ficción de Jules Verne. En El libro de las ilusiones, el personaje es David Zimmer, un profesor universitario, quien, después de sufrir una enorme tragedia, se dedica a escribir una biografía sobre Hector Mann, un actor de cine mudo ficcional. Un país bañado en sangre es un trabajo en colaboración con el fotógrafo Spencer Ostrander, que es un alegato en contra de la posesión libre de armas en Estados Unidos. Auster no era un autor que abundaba en descripciones, era un autor en el que cada palabra parecía ser imprescindible. Es un escritor de tonos y ritmos, sus obras crecen como las piezas musicales.
En varias semblanzas se señala que la muerte marcó su vida y su obra. Lo que me resulta una verdad de Perogrullo. Si tenemos la certeza de que vamos a morir, ¿cómo no estar marcados por lo único que es inevitable para todos los seres vivientes? Auster reconoció que fue consciente de su mortalidad desde los tres años. Se sabe que, a los 14 años, en un campamento, presenció la muerte de un compañero por un rayo durante una tormenta. Más tarde, su hijo Daniel y su nieto murieron de manera trágica. Finalmente, descubrió que su abuela mató a su abuelo. Estos eventos pueden ser capítulos de una vida trágica y de una obra fúnebre. Lo que no es cierto en su caso. Su obra y su vida también abundaron en dicha, fueron una reafirmación de la vida. Del encuentro con el otro.
En ese bello volumen que recoge la correspondencia de Auster con J. M. Coetzee, el extraordinario escritor sudafricano, apunta: “Al menos tres de mis novelas tratan directamente de la amistad entre hombres, son en cierto sentido historias sobre la amistad masculina –La habitación cerrada, Leviatán y La noche del oráculo–, y en cada caso, esa tierra de nadie del no saber qué separa a los amigos se convierte en el escenario donde se representan los dramas”. En la misma carta escribe: “Las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración”.
A días del cumpleaños 19 de la RAMONA, despidiendo a uno de sus espíritus tutelares, en este número, seguramente extrañaré las firmas de los hermanos Rodríguez, de Sergio, así como de tantos colaboradores que terminaron siendo nuestros amigos. Aunque muchos hubiésemos abandonado la escritura regular en este suplemento semanal, siempre volvemos a la RAMONA y nos recibe. Generosa. Aprovecho para expresar mi admiración por Alba Balderrama y Santiago Espinoza. La RAMONA, esa que ustedes cuidan, es la muestra de las mejores y más duraderas amistades.