El club del cáncer
Me confiaba un amigo escritor que le parecía divertido, macabramente divertido, descubrir de repente que uno pertenece a un exclusivo club que no exige nada para formar parte, sino que se encuentra militando en sus filas sin haber sido invitado. Me refiero a la hermandad, o como quiera llamársele, de los enfermos de cáncer. Estoy seguro que Mankell nunca soñó, mientras escribía sus espectaculares novelas, que de pronto él iba a sería llamado a incorporarse a ese club, y que no contaría con tiempo para terminar ningún proyecto salvo, como lo hizo, el testimonio de su propio crepúsculo antes de partir hacia lo desconocido.
Quedan sus libros. Uno de mis personajes decía que los muertos son más importantes que los vivos, algunos permanecen eternos si es que dejaron algo a la posteridad; la mayor parte son nada devuelta a la nada. Pensando en cancerosos de mi predilección, no puedo sino mencionar a Frank Zappa, que alguna vez escribió una canción que me quedó reverberando. Dice por ahí: Why does it hurt when I pee? My balls are like a pair of maracas! Una forma de burlarse, en su ópera-rock “Joe’s Garage”, del cáncer a la próstata que se lo llevó a los 52 años. El compositor y pianista Billy Strayhorn, socio y amigo de Duke Ellington, escribió la balada “Blood Count” que, tocada por el saxo de Johnny Hodges, suena como el más triste lamento por la vida que se va…
Leyendo un libro póstumo de Carlos Fuentes titulado “Personas” (2012), aunque se refiere sólo a importantes por si acaso, menciona que frecuentó a la crítica y narradora Susan Sontag en varios períodos de su vida, y vio cómo su belleza se fue deteriorando tras dos batallas ganadas contra el cáncer. Una tercera, perdida, fue la final, como ella misma le dijo usando un símil con el béisbol. No hace mucho estuve leyendo con gran placer el libro de ensayos de la Sontag “Cuestión de énfasis” (2007). Sus textos sobre los cien años del cine o la literatura de viajes son lúcidos para entender algunos aspectos de la degradación cultural contemporánea.
Ahora sé que el cáncer es un invasor dentro del cuerpo de uno, continuaba mi amigo. Un tumor por ejemplo, que crece cual callampa dentro de algún lugar del cuerpo, digamos la vejiga y allí comienza alimentarse, no de los detritus de su portador, sino del portador mismo. Tal como un hongo, un liquen o un parásito cualquiera. Sacarlo puede ser fácil o difícil, dependiendo de la naturaleza del tumor, pero tarde o temprano reaparece porque deja su semilla, su espora maldita; se defiende, ansía sobrevivir. En ese proceso invasivo no desdeña órganos cercanos como testículos, próstata, intestinos, y luego avanza por otros derroteros de difícil acceso. Entonces, bueno, adiós canceroso. Pero el cáncer también muere allí. ¡Cuántas obras de arte son metáforas de ese proceso!
Mi amigo con cáncer, que no se resigna a dejar la escritura, me dijo que su lema desde que entró en esa batalla que da por perdida era un verso de Renée Vivien, poco conocida autora anglo-francesa de la Belle Époque que escribió: “Ceux-là dont les manteaux ont des plis de linceuls savent la volupté divine d’être seuls”. De modo que, remató, ahora me sumerjo a escribir, antes que los invasores de mi humilde organismo terminen por apagar esa pequeña llama de divinidad que llevo dentro.
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