Trazos y colores de un pintor diferente
Israel Beltrán, desde joven, mostró su talento en Cochabamba y cargó muy temprano el talante de una futura promesa. Siendo un hombre en búsqueda permanente, viajó a Estados Unidos y se encontró con un arte que le supuso el conocimiento en directo de "grandes autores, pintores de verdad"
Confieso que cuando por primera vez me puse al frente de la obra pictórica de Israel Beltrán, me quedé tan pasmado como el virtuoso “buen salvaje” de Rousseau, en su versión guaraní, cuando oyó los acordes de la música barroca que les llevaron los misioneros a nuestra Chiquitania: asombrado y curioso. Y eso que tengo algún conocimiento como espectador de las bellas artes.
Me sentí, además, confundido, porque no supe clasificar o encontrar el estilo de su pintura. Mucho después, me llevó a su casa, a una cuadras del café que daba cobijo a nuestras tertulias, para mostrarme muchas obras de su autoría y de diversas épocas. En ese instante supe que estaba ante un maestro singular. La argamasa de sus colores, poderosa y distinta, me comunicaba espontaneidad, lo mismo que sus trazos. Me conmovió la atmósfera iluminada, alba, que se combinaba con el manejo de las zonas del negro. Pero de allí salía un abanico de colores, azules como el mar, amarillos como rayos de sol, naranjas que evocan atardeceres. Era como si la pintura hubiera caído sola y cobrara vida propia en sus mezclas sobre la tela.
Israel Beltrán, desde joven, mostró su talento en Cochabamba y cargó muy temprano el talante de una futura promesa al ganar un premio local. Pero como es un hombre en búsqueda permanente viajó a los Estados Unidos y se encontró con un arte que le supuso el conocimiento en directo de “grandes autores, pintores de verdad”. Al conocerlos, el impulso de su vida artística cobró el peaje de la negación. Me contó que durante una docena de años dejó completamente la pintura, un acto de suprema humildad, digo yo y, paradójicamente, de cierta soberbia, dicen otros. Comprendió que era imposible acercarse a esos artistas que después serían su referente, como Pollock, Klein, Rothko, Kandinsky, Soullage… Volvió, y la magia de sus montañas, según qué espectador, cobraba grafías vivas o salpicaba expresiones oníricas espontáneas, gestos, momentos, dramas interiores. El abstracto se consolidó con el manejo del color.
Su praxis experimental continua se expresa, asimismo, en diversas técnicas. Derrama con éxito el óleo sobre la tela; lo hace sobre el cartón cuando usa acuarelas que casi cobran movimiento; o, ensaya siempre incluir el dibujo a lápiz sobre el papel que es el cimiento del diseño. No se rinde, pues, ante ninguna técnica.
Para comprender la obra de Israel, se me ha ocurrido apoyarme en el filósofo existencialista Maurice Merleau-Ponty. Sostenía éste que la visibilidad incluye la no visibilidad; en la medida que uno ve , asimismo, no ve, lo cual no quiere decir que no exista “nada”. Lo expresa también en términos más simples el entrañable personaje de El Principito de Saint-Exupéry, cuando reflexiona que lo esencial, a veces, es invisible a los ojos.
Su última muestra de Israel Beltrán ha tenido recientemente su vernissage en ese rinconcito tan creativo de la cultura cochabambina que es el Cowork del Parque Anze. Allí todavía se la podrá ver por algunas semanas.
Mi amistad con el pintor no tiene largo camino. Apenas un par de lustros. Desde entonces el tramo amistoso se convirtió en sentimiento de admiración a un auténtico amante de la pintura, un cultor insaciable de buenas lecturas y seguidor de pensadores modernos, especialmente anglosajones.
Pero esto no es todo. Hace unos años, en los comienzos de la pandemia, recibí la noticia de que una joven académica española había ganado el premio nacional de cultura de ese país. Se trataba de Irene Vallejo con su ahora muy leída obra, “El Infinito en un junco”. Me impacto su lectura: el emocionante paseo por la historia del libro antiguo y sus escogidas y pertinentes referencias a muchos conocidos literatos y pensadores contemporáneos. Me llegó un ejemplar de la primera edición del libro. Conociendo las alforjas llenas de lecturas, con las que Israel hace la senda de su vida, un lector de vasta ilustración, le presté el libro de la portentosa escritora española y le pedí su opinión. Sabía que me respondería con un comentario selecto, ya que conocía algunas intentos del pintor plasmados en buena poética. Israel trató de achicarme el entusiasmo por la Vallejo, citándome una serie de autores que echaba en falta en el libro de la hoy famosa literata.
Sobre la escena anterior, unos meses más tarde, me regaló una sorpresa: tenía ya escritas hasta unas 300 páginas de su manuscrito. Cuando fui recorriendo desordenadamente algunas de ellas, me encontré con la impresionante fuerza narrativa de Israel . Un producto vital de su vida, de sus lecturas, de su inventiva; de semblanzas y enigmas de personajes, en soterrado modo clave, de nuestra pacata sociedad cochabambina; una fertilidad única para inventar situaciones y personajes: desde la ficcional reconstrucción del periplo de una postal de aborígenes bolivianos en el bolsillo de un marinero borracho en una taberna de Dublín, que aparece en el Ulises de Joyce; pasando por la aparición de un gnomo verde, con la pinta de Jorge Luis Borges, que irrumpe entre los anaqueles de la biblioteca de nuestro pintor y que conspira para mantenerlo en la temida página en blanco; hasta la terrible escena que inventa, un día de esos en la larga tiniebla de la Alta Edad Media, que tiene como protagonista a un monje hereje y al Maligno, para asociarse y escribir en una noche el libro sagrado.
En fin, quedan aquí estos pequeños trazos de un pintor cochabambino, que posee también el dominio de una narrativa apasionante.
Luis González Quintanilla – Periodista