Sobre luciérnagas y flores
Una lectura de ‘Clases medias y otras luciérnagas’, libro póstumo de Amaru Villanueva, que se presentó en Cochabamba
Muy buenas noches, quiero comenzar dando las gracias a la Friedrich-Ebert-Stiftung, a Oxfam, a Fernando Mayorga, por haber sugerido mi nombre para esta presentación, a todos a los que nos acompañan esta noche y, por sobre todo, a la familia y a los amigos de Amaru Villanueva Rance.
El libro que hoy nos reúne, Clases medias y otras luciérnagas, de Amaru Villanueva Rance, es un testimonio vital, un conjunto de reflexiones, sobre una realidad que se devela a partir de pequeñas luces, de pequeños destellos, de alumbramientos, de claros, que, como las luciérnagas, iluminan brevemente un paisaje que parece ser oscuro y casi indescifrable. Es fruto de esa capacidad inagotable de asombrarse por lo propio y por lo ajeno, de detenerse en lo cotidiano, en lo aparentemente banal, de dar mimo a lo que normalmente pasa desapercibido.
No conocí personalmente a Amaru, pero desde hace años escuché hablar de él, tuve noticias de su trabajo en medios y en distintas instituciones. Compartimos amigos, intereses y aficiones. Debo confesar que me causó una suerte de desconfianza: todos los que hablaban de él solo apuntaban elogios. Pero, la lectura del libro que presentamos esta noche y el haber visto el documental Baulera 12, que realizó junto a su pareja Mila Araoz, me ayudaron a comprenderlo, me iluminaron. Amaru tenía la habilidad de convertir el acto de escribir y de decir en una forma de militancia, de compromiso, de vivir la vida. Este libro no es resultado de la mera práctica de un oficio. En sus textos y en su rito de pasaje a otra forma de existir, fue lúdico, amable y repleto de un singular sentido del humor.
Muchos usan una palabra para describir a Amaru: “Encantador”. En este libro, en el emotivo texto que escribe Verónica Rocha Fuentes, se cuenta que frente a esa realidad que para otros es grotesca o pedestre, Amaru exclamaba: “Me fascina”. En el cementerio, frente a un nicho que tiene un Chiquichoc por ofrenda, el ya célebre señor Villanueva lo repite: “Me encanta”. Pienso que tanto “fascinar” como “encantar” son palabras que están relacionadas con la ilusión, con la magia, con un hechizo. En Baulera 12 decía que su padre, el gran músico Adrián Villanueva, era la magia. Quizás el gran poder de Amaru consistía en encantar dejándose encantar, fascinar siendo fascinado, pero gracias a su basta herencia, lo hacía de manera musical, rítmica, celebratoria.
Para este breve comentario, a pedido del amable José Luis Exeni, me concentraré en la segunda parte del libro, que titula “Otras luciérnagas”. Y se lo agradezco. Como sabemos, las luciérnagas suelen ser la gran metáfora popular de lo efímero, de lo que se prende y se apaga. Amaru la usó para referenciar a la clase media y a ciertas expresiones que definen la vida social. Pero me atrevo a resignificarlas en este contexto. Así como en algunas culturas asiáticas las flores del cerezo representan lo efímero de la vida. A partir de este libro, las luciérnagas podrían ser una metáfora de la experiencia vital, pero no solamente de su condición fugaz y pasajera, sino también por la delicada belleza del vivir. Al igual que las mismas flores de cerezo.
La mirada de Amaru se posa sobre aspectos de la vida social que para un testigo menos sensible e inteligente, podrían parecen insignificantes. Justamente por eso, Amaru no era periodista en el sentido más obvio del término, pues sus textos eluden lo “noticiable” y se centran en aquello que los medios suelen ignorar. En el centro de sus reflexiones no están los que suelen ocupar las portadas de los medios y los espacios de poder hegemónico. Como apuntan en su texto “Bolivia en drag. Un retrato de la Familia Galán”: “Las instituciones bolivianas parecen estar en contra de la diversidad”. Amaru apostó por intentar transformar a esas instituciones.
Sus preocupaciones estaban en develar los nombres, las historias y los rasgos de humanidad de aquellos que cuando suelen aparecer en las noticas son tratados como anónimos, de los que solamente se expone y explota sus desgracias, sus desventuras. En “La extinción de los personajes paceños”, por ejemplo, piensa en la desaparición de los chalequeros, de los aparapitas y de otros oficios del pasado, de aquellos que definieron otras épocas, pero esa crónica no es un lamento fúnebre. Es un retrato de una sociedad extremadamente dinámica, en la que el ejercicio de la supervivencia exige adaptabilidad, creatividad y velocidad.
En estas páginas, la muerte de un gato llamado Kandinsky tiene más relevancia y dramatismo que las aventuras o desventuras de cualquier desaventurada figura pública. No se trata de una simple elección estilística, sino de una declaración de principios: lo que no es noticia para el resto del mundo, lo es para Amaru, porque él sabe que, en esas pequeñas historias, reside la esencia de lo que somos.
En un pasaje particularmente llamativo, Amaru describe el paisaje que lo rodea: “Ladrillos, nubes, erosión, un glorioso caos distante y el absurdamente majestuoso Illimani completando el paisaje”. Esa capacidad de observar lo cotidiano y encontrar en ello una belleza inesperada es lo que lo define como cronista, el hacer convivir a lo sagrado con lo mundano. Muy a lo Gonzo, escribe esta frase para referirse a un viaje en ácido en los Yungas, pero creo que el ethos de este libro está acá: “Descubres que tienes un don, que es el de sumarle vida a toda cosa a la que dirijas tu mirada”. Creo que esa es una cualidad que todo cronista debe buscar: sumarle vida a la vida. Dar testimonio que ofrezca más vida.
En este libro, hay una anécdota que me parece particularmente reveladora: un viaje a Aiquile junto a su padre, el músico Adrián Villanueva, quien participaba por enésima vez en la categoría Tallado de la XXX Fiesta y Festival Nacional e Internacional del Charango de Aiquile. Allí, en medio de esa festividad: “Un espectador, evidentemente paceño, predice, o quizás anuncia: ‘vamos a colonizarlos nomás a los cambas con zampoñas, charangos y quenas’”(). En un espacio aparentemente inofensivo de celebración popular, se revela una clave para comprender a la Bolivia de hoy, a sus dinámicas, a sus movimientos, a sus proyectos, a sus proyecciones y a sus imaginarios.
Eduardo Paz Gonzales cuenta que Amaru encontró en una cumbia las claves para describir a las clases medias. En esa misma veta, el encuentro no circunstancial con ese grupo de huayño zapateado llamado Las Ch’askitas, que relata en “Constelación Sacaba”, es una alegoría de la Bolivia contemporánea. Como otros, creo que intuyó que en la historia de ese género musical late con fuerza nuestra historia, nuestras contradicciones, nuestros complejos, pero, sobre todo, nuestras estrellas, nuestro más deslumbrante brillo. En esa crónica también se revela la pasta de la que está hecho el autor detrás de ella: es emotivo imaginar a Amaru haciendo malabares para encontrar el autografo de Niall Horan, el exmiembro de One Direction, para regalárselo a la mayor de Las Ch’askita, a su ahijada Liliana, en su fiesta de quince años.
Así como en el documental Baulera 12 se revela el admirable lado juguetón de Amaru, que lo lleva a convertirse en astronauta para elevarse más allá del cielo y jamás caer en el averno, en este libro también encontramos esa faceta. A diferencia de quienes, como yo, preferimos los juegos individuales, Amaru aparentemente era un amante de los juegos grupales, de esas dinámicas que se construyen en la interacción con los demás, en el intercambio de ideas y experiencias, en el encuentro con el otro. Amaru tenía una relación con el otro que era amorosa y sincera. Y lamento recurrir a un facilismo, pero es inevitable: el nombre Amaru, encierra a la palabra “amar”. En uno de sus textos dice: “Te respeto; es por eso que cuando te hago hablar en mi cabeza te hago hablar con elocuencia”.
En ese ya mencionado texto sobre la admirada familia Galán, en esa conversación con Danna Galán, también conocida como David Aruquipa, Amaru apunta que su experiencia encarna la diversidad y la complejidad de la identidad boliviana. Como se menciona en la obra: “Los carnavales y festivales son algunos de los pocos eventos en los que el país se reúne para celebrar su diversidad”, lo que refleja cómo, al igual que las Galán, los bolivianos no comparten un denominador común, sino que se asocian en virtud de una historia y un territorio compartidos.
En sus textos se revela que Amaru tenía una fascinación por los personajes populares, en especial los paceños, en un mundo, en una sociedad clasista, en la que ser chofer puede ser sinónimo de ignorancia y vulgaridad. Nos introduce a Mario Durán, un taxista con una memoria casi a la altura de la de Funes, el memorioso, pero que además utiliza a sus recuerdos como una herramienta predictiva: un verdadero oráculo de Delfos circulando en un taxi, que imagino como un Corolla blanco, por las calles de La Paz.
En el epílogo del libro, Susanna Rance, la madre de Amaru, escribe una frase demoledora: “Me duelen los brazos de tanto vacío”. Hay vacíos que no se superan. Este es uno de ellos. Sin embargo, las luciérnagas siguen brillando e, intuyo, que Amaru hubiese querido que sigamos deslumbrándonos con su luz, que las persigamos, que juguemos con ellas, que viajemos detrás de ellas. Y que demos testimonio.

