'Plácido', un cuento antinavideño de Berlanga
Aprovechando que este 12 de junio se cumplieron 100 años del nacimiento del gran cineasta español Luis García Berlanga (Valencia, 1921-Madrid, 2010), recuperamos una crítica dedicada a ‘Plácido’ (1961), una de sus películas más celebradas, estrenada hace 60 años.
Aunque sugerente, Plácido es un título que no le hace total justicia a la película dirigida por Luis García Berlanga en 1961. No lo hace porque, por un lado, el personaje al que alude, lejos de tener un protagonismo apabullante, es uno más de los varios que pueblan esta suerte de sainete coral (anti)navideño, que funciona como un lúcido y afilado inventario de las maneras y costumbres de la España de la posguerra. Incluso asumiendo que el personaje que da título a la producción es representativo de los otros (del filme y, acaso, de la España de la época), a la larga, no llega a ser completamente justo con un filme (en su tiempo, nominado Oscar a Mejor Película Extranjera) que, en los hechos, tiene como epicentro y conector narrativo no a Plácido, sino a su motocarro. El motocarro es, valga el juego de palabras, el motor del relato. Sin su presencia no podrían explicarse las vicisitudes de Plácido (Cassen) ni las de ninguno de los otros personajes que atraviesan esta comedia de costumbres. El triciclo motorizado es lo que mueve literalmente a Plácido; es su consecución lo que le lleva a transitar por distintos sitios de la ciudad y a visitar algunas de sus casas, donde tienen lugar las varias pequeñas historias que se cuentan en la película. De hecho, cada uno de los lugares en que transcurre el filme son o bien los exteriores por los que circula el vehículo o bien los interiores a los que aquel ha de llegar conducido por Plácido.
No es casual que la cinta comience y concluya con un plano del motocarro. Al principio, aun de día, la cámara se acomoda para esperar la aparición del cacharro en el que Plácido ha de acompañar la caravana de bienvenida de los artistas llegados de Madrid a la ciudad de provincia donde se desarrolla el relato. Y al final, ya de noche, la cámara se aleja progresivamente del vehículo que ha debido recorrer diversos recovecos de la población antes de quedar estacionado a las afueras de la casa de Plácido. El plano inicial anticipa no solo el tenor del relato, sino también su apuesta narrativa y su puesta en escena. En adelante, la cámara habrá de seguir el paso relajado y festivo, angustiado y apurado, aletargado y lúgubre, con que el vehículo es conducido por Plácido. Esta puesta en escena se verá matizada con las secuencias de interiores, en las que Berlanga compone las imágenes con pulcritud casi pictórica, pero sin renunciar al tono chabacano de la historia. (Para muestra, ahí está la escena en la que Plácido y Gabino Quintanilla (José Luis López Vásquez) acompañan en su humilde vivienda a la flamante viuda, esa anciana que ha perdido a su marido casi al mismo tiempo de desposarse.) Y si en su principio el filme ya advierte del protagonismo que ha de cobrar el motocarro, en su plano final no hace más que redondear esta tesis sugerida a lo largo del relato -coescrito por Berlanga, Rafael Azcona, José Luis Colina y José Luis Font-.
Desde luego, las aventuras de Plácido y su motocarro adquieren unas cualidades particulares dadas por el contexto en que se desarrollan. El filme de Berlanga se ambienta en una pequeña ciudad de provincia de la España de posguerra, una población que está algo alejada de las grandes ciudades, socialmente estratificada, moralmente pacata y católica a rabiar. Pero este espacio adquiere un cariz aún más específico al verse desplegado durante el día y la noche de un 24 de diciembre, a pocas horas de la Navidad. Así pues, Plácido hace parte de la longeva tradición de filmes ambientados en las pascuas, que ha dado obras tan populares como Qué bello es vivir (Frank Capra, 1941), Pesadilla antes de Navidad (Henry Selick, 1993) o Solo en casa (Chris Colombus, 1990), aunque, por la causticidad de su tono y discurso, la cinta española está más cerca de obras abiertamente descreídas de la Navidad, como Bad Santa (Terry Zwigoff, 2003).
Asumido el contexto que se desarrolla el filme, no resulta gratuito que el motocarro esté coronado por una aparatosa estrella navideña montada para la ocasión, en la que más de uno podría entrever algún tipo de bendición, aunque, en los hechos, se trata de una pesada cruz con la que ha de cargar a lo largo de la historia. La centralidad que ocupa el motocarro con su estrella navideña no es accidental ni mucho menos. Ella habla de la cosificación, adornada de buenos sentimientos, que gobierna las relaciones entre los personajes de la pequeña ciudad. El cacharro vehicula y carga la caridad navideña abordada en el filme, pero evidencia las miserias provincianas de las que está hecha esa caridad, las miserias que en el caso de los más pudientes devienen de su necesidad de guardar las apariencias y de su recalcitrante catolicismo, y que en el caso de los más desfavorecidos obedece a las triquiñuelas propias de la sobrevivencia, no exentas de una malsana picardía. Esta cosificación se revela en la grotesca subasta de artistas organizada para fines de beneficencia, en la disputa del canastón navideño retenido por el hermano de Plácido, pero, sobre todo, en el uso interesado que Plácido y otros dan al motocarro, que puede servir para trasladar actores, facilitar un matrimonio o cargar a un difunto, siempre que haya unos billetes de por medio.
Si el motocarro navideño merece una atención narrativa y de puesta en escena tan contundente, es porque en él encontramos una versión retorcida y perversa del tradicional trineo navideño. Un vehículo cargado de buenas intenciones, pero lastrado por las miserias de sus ocupantes. Un objeto noble reflejado ante el espejo deformante de la España de la posguerra.
Periodista y crítico de cine – @EspinozaSanti
Quiso ser futbolista, estrella de rock, cineasta, pero solo le alcanzó para fracasar como cinéfilo en la soledad de su cuarto. Quiso ser escritor y en el periodismo sigue fracasando de forma impune hasta que alguien criminalice y prohíba el fracaso.