Migrante amante
Una reseña de ‘Huaco retrato’, celebrado libro de la autora peruana Gabriela Wiener, que en Bolivia ha sido editado por Dum Dum
Marta Sanz en un artículo reciente dice que “para que un libro sea bueno, debe ser capaz de cambiar tu visión del mundo”. Para mí un libro es bueno cuando al final, casi al final o al cerrarlo completamente, es capaz de hacerme llorar. Puede ser un libro sobre un concurso de malambo, una escritora reclamando su derecho a quejarse por una punzada fantasma en el hueso grácil de su clavícula o sobre un hombre cuya devoción por el sexo lo lleva a escribir como drenando el deseo. No he reparado mucho en ese efecto lacrimógeno que un buen libro me provoca, pero dado que involucra el ojo, su conducto lacrimal, la mirada y la visión, añadiría que cambiar tu propio punto de vista sobre el mundo no puede ser otra cosa que un acto doloroso, autoinfligido y mutilante, tan extremo como cercenarse un ojo. Un acto que se parece al coraje pero que no es. Un acto de “gente que da miedo”. Un acto que se parece más a la ternura por el nivel de vulnerabilidad que implica.
Gabriela Wiener (Lima 1975), la escritora de no-ficción peruana radicada en España, migrante, latina, marrón, orgullosa de sus caderas, culo y tetas redondas y vastas, me ha hecho llorar con su libro Huaco Retrato (2022). Nadie como ella sabe cómo exhibirse, dar la vuelta el ojo para mirarse a sí misma, cambiar su visión del mundo y empujarnos, con su ejemplo kamikaze o sus narraciones gonzo de cronista, a cambiar nuestra propia visión personal y del mundo. Ya sea que estemos parados en el borde temible de una ventana en el octavo piso, de un precipicio camino a los Yungas, de una banca verde llena de palomas en la plaza o de una tibia cama recién desordenada, Wiener será la voz, el susurro, el piropo impuro que escucharemos antes de saltar al vacío.
Huaco Retato es, contrario a lo que podría parecer por la cantidad de parecidos con la vida real de la narradora, que también se llama Gabriela Wiener, una ficción. Es la historia de un explorador que en pleno apogeo del darwinismo social a fines del siglo XIX llega a Perú donde realiza sus expediciones, excavaciones y estudio de una raza “inferior”, incivilizada y provista de una “imbecilidad fáctica del alma”. Sus mapas ayudaron a que, poco después, alguien más, otro hombre posiblemente más blanco que él, con los mismos pantalones caquis abultados y las botas a la rodilla descubriera una de las siete maravillas del mundo, el Machu Picchu. Ese explorador deja embarazada en Perú a una mujer indígena. El hijo será el principio bastardo de la familia Wiener de la cual la narradora es heredera. La mujer de la que se sabe poco es su tatarabuela y el famoso explorador su tatarabuelo.
Reafirmando esa “bastardía”, en palabras de María Galindo, la narradora va a reconstruir o, mejor dicho, deconstruir su propio linaje. Escribe para incomodar y cuestionar ese linaje en el que se reconoce y no, que es el de ella, pero también de todos los pueblos donde hubo colonias, donde alguien con poder y dinero llegó y dijo: esto es para mí y voy a hacer mi pequeño país aquí. Pero además voy a escribir de esto, voy a hacer una crónica científica, disfrazada, donde brille yo con recato y disimulo, para que así sepan “quién soy yo”. No vaya a ser que lo acusaran “de lo peor de lo que puede acusarse hoy a un escritor: de hacer autoficción”, nos guiña traviesa la tataranieta desde la sala del Musée du quai Branly en el VII Distrito de Paris en la sala que se llama M. Wiener.

A Wiener le duele y le fascina esa estirpe que viene de un padre que desaparece, que deja apenas su apellido y con él toda una forma de dominar y doblegar a la naturaleza y al hombre. Una herencia a la que la narradora ve blanca y ajena, pero también marrón y propia, chola, sudaca que le grita desde el lugar más propio que todos tenemos, el cuerpo. El territorio desde el que desea, desde el que mira, desde el que se funde en la cama de sus amantes, ciento cuarenta y cinco años después. El espacio que le asegura que ser lo que es está bien y a veces mal, pero que no es una infiel.
Esta deconstrucción se desata con el dolor, la tristeza y rabia que le provoca a la narradora la muerte de su padre. Con la muerte sale a flote la vida oculta y secreta de su progenitor con otra mujer con la que tuvo otra casa, otra hija, otra vida paralela. Eso oculto, se mezcla con lo desconocido del tatarabuelo Wiener que se fue sin dejar rastro y con su propia relación amorosa, doble también, poliamorosa con Roci y Jaime. Un coctel de infidelidades, de cariños mal gestionados, clandestinos. La infidelidad como un acto machista en las sociedades latinoamericanas es algo casi naturalizado, la infidelidad es lo que nadie quiere ver, es el ojo tapado, oculto. El padre cuando estaba con la amante se ponía un inquietante parche en el ojo.
“Cuando estaba con nosotras” recuerda la narradora “parecía poder ver con los dos ojos, pero cuando estaba con ellas había un lado de la vida que no quería mirar”.
En la novela la narradora desmantela al padre, al tatarabuelo, a todos los padres. Hace algo como lo que hace Louise Bourgeois, la artista y escultora francesa, en su obra “La destrucción del padre” (1974) donde la artista descarga, ya adulta mayor, la mochila vital llena de dolor, cólera, miedo e inseguridad que va cargando desde niña para no dejar salir de su boca el secreto de que su padre tenía una amante en la casa. En esta obra hay una urgencia por restablecer o hacer justicia a la madre. Wiener va un poco más allá, intenta ser justa con las formas propias de sentir y llevar a cabo el deseo abiertamente, a plena luz; busca reconocer otras muchas maneras de acercarse al cuerpo del otro o la otra. El cuerpo, parece decirnos, no es algo vacío, no es una cerámica hueca, no es un retrato, carga con el alma, el deseo, el arte y la escritura; lleva en la carne la historia y el territorio.
“-Estamos aquí para poner en cuestión el deseo y descolonizar nuestras camas. Trabajemos duro en defender la fascinación por aquello que se no enseñó como bello.” dice una dinamizadora del grupo “Descolonizando mi deseo”, en Madrid, al que empieza a ir Gabriela Wiener después de volver de llorar y enterrar a su padre en Perú, “Vale, me cuestiono el deseo, lo hago con consciencia, pero me embarga la angustia” piensa Wiener, porque es así; ella lo piensa todo. No olvidemos que se acuesta y desea también el cuerpo blanco, pequeño y fino de su mujer. “Quiero cercenarme al patriarca que me habita y dejar de celar a mi novia española” dice casi resignada a la lucha de esa ambivalencia, esa indeterminación.
Este libro es un desnudamiento, un desacato. De la no-ficción pasa a la ficción, de sus historias íntimas y personales pasa a la historia colectiva. Del libro gordo familiar a las sábanas livianas como páginas de una cama que comparte con su novio peruano y su novia española. Gabriela Wiener rompe con todo porque está dispuesta a girar su mirada hacia adentro, se saca el parche para ir contra su propio árbol genealógico donde la rama más gruesa y visible (y vergonzosa y culposa) es su antítesis, su tatarabuelo Charles Wiener, blanco, judío alemán, explorador, saqueador de huacos (piezas cerámicas prehispánicas que representan los rostros indígenas y contienen el alma, o sea retratos, historias, tesoros) y ladrón de un niño indígena que prueba su afán civilizatorio y de conquistador. Gabriela Wiener pone al centro del libro, como una zarza ardiente, su árbol genealógico mientras estrella las tablas de los mandamientos contra las rocas y escribe como cronista que es —“no puedo evitar sentirme identificada con su forma atroz (la del tatarabuelo) de intervenir la realidad cuando la realidad falla”— nuevos mandamientos libres, bastardos, mezclados y promiscuos sin secretos y pasajes oscuros. Gabriela Wiener hace lo que sabe hacer mejor: dar vida a su autorretrato, materialidad a su identidad. Intenta, en sus palabras, “desblanquear la escritura”. Es un discurrir deleuziano: su historia no es árbol sino rizoma, no tiene una sola y totémica raíz sino múltiples y variadas raicillas.
Gabriela Wiener en Huaco Retrato es una gacela que brinca y tiende puentes imaginarios. Una gacela no solo porque es ágil con la escritura, sutil, hermosa, bestialmente honesta, sino porque sabe reconocer la punta del cañón del arma de cacería que la apunta y posee esa inteligencia natural y salvaje para oler las intenciones y los miedos del ojo semicerrado que no pestañea detrás de la mira del arma. Se come la bala y salta de la ficción a la no ficción, del territorio que es su cama a la cama del amante, migra de la casa propia familiar a su piso en Madrid, del padre a la madre, de la herida histórica y colonial a otra íntima, pero compartida, de un entorno hostil a uno amoroso, del ser al no ser.
“Ser migrante también es vivir una doble vida. Es vivir con un parche en el ojo. Es suspender una de ellas para ser funcional en la otra.”
A mí que he vivido esa rabia revoltosa que provoca la infidelidad histórica como un demostración de poder en la carne de mi tatarabuela, mi abuela, algunas escritoras, mis amigas, en la mía propia; a mí que me invaden esas ganas locas de conquistar y de ser conquistada, de ser exploradora de un territorio vasto como es el cuerpo del otro al que se desea, lo que me queda resonando como un viento que atraviesa una quena en Huaco Retrato es ese “casi descubre el Machu Picchu”, esa maravilla del mundo, que escondida detrás de un parche blanco y brumoso de nubes, no le permitió el éxtasis a Charles Wiener. No pudo sentir su pequeñez, ni su pertenencia a algo más grande. Quizá si lo hubiera visto hubiese admirado la fertilidad del territorio donde plantó una semilla. Estuvo cerca de dejar de ser uno de esos exploradores que miraron el territorio como un desierto regado de pedazos de oro y nada más. Casi lo vio.
