Wes Anderson, el cuentacuentos sentimental
En los cuatro cortos que acaba de estrenar en Netflix, el cineasta texano adapta relatos de Roald Dahl y, acaso involuntariamente, le rinde homenaje al mejor narrador oral que pasó por las pantallas, un tal Orson Welles
Para decirlo pronto y sin ambages: con los cuatro cortometrajes que acaba de estrenar en Netflix, Wes Anderson (Houston, 1969) ha dado con la vía más expedita para reencontrarse con sus seguidores más fieles, esos que, en gran medida, se sintieron estafados por su más reciente largo, Asteroid City (2023), de efímero paso por cartelera local. Sus adaptaciones de los relatos de Roald Dahl (Cardiff, 1913-Oxford, 1990), un escritor caro a su imaginario y al que ya había llevado al cine en Fantastic Mr. Fox (2009), ofrecen una cura infalible para el desconcierto que provocó su fábula pseudo extraterrestre ambientada en el desierto gringo.
No se trata de propinarle un varapalo gratuito a Asteroid City, una cinta que, por su exacerbado formalismo, puede ser mejor apreciada por cineastas y estudiosos en la obra del director de Life Aquatic (2004). Lo que quiero decir es que aquello que se había diluido casi por completo en su largo estrenado en Cannes de este año, la emocionalidad rota de sus personajes, acaso uno de los compuestos más contundentes de su cine, ha vuelto en las dosis adecuadas para La maravillosa historia de Henry Sugar, El cisne, El desratizador y Veneno.
No faltará el crítico o distribuidor que catalogue estas breves adaptaciones de la obra de Dahl como un largo de cuatro capítulos. No sería una mala idea si con ello se allanase su estreno en salas, un espacio en el que el trabajo de Anderson gana mucho, al igual que la experiencia del espectador. Si su duración conjunta suma los minutos suficientes para un largometraje, el reparto que, con ligeras variaciones, comparten sus segmentos (Ralph Fiennes, Benedict Cumberbatch, Dev Patel, Ben Kingsley, Rupert Friend, Richard Ayoade) también lo hace susceptible de erigirse como una obra unitaria.
Amén de otras tantas cualidades comunes, unas menos obvias que otras, hay en los cortos una constante que los hace partes de una misma película y, tanto más importante, hijos de un mismo padre-autor. Decía líneas atrás que una de las señas de identidad del cine de Anderson es la herida afectiva que mueve, o paraliza, a sus estrafalarias criaturas. La otra es, cómo no, la puntillosa puesta en escena que contiene sus historias. Eso, que cabe también llamar estilo, se sintetiza en recursos como la coloración pastel y los planos simétricos de la fotografía, la artesanía lujosa de los decorados o la propensión a la narración oral desmedida en la conducción del relato.

Las cuatro piezas se montan a partir del contrapunto entre las grietas emocionales de sus personajes y la pulcritud artificiosa del empaque que las narran. Ya sea para hablar de un apostador que explora el sentido místico del juego (La maravillosa historia…), un niño al que la violencia le descubre la muerte y la libertad (El cisne), un cazador de ratas que no esconde su animalidad (El desratizador) o un médico bengalí golpeado por el colonialismo (Veneno), Anderson se apropia de las historias de Dahl para visitar un territorio que conoce muy bien: el de los quiebres sentimentales. Y lo hace, desde luego, apelando a un contenedor de belleza apabullante, que, lejos de anestesiar el dramatismo juguetón de los relatos, lo exacerba. El regusto agridulce de los cortos nos recuerda que la obra del director de El gran hotel Budapest (2014) funciona como un regalo envuelto con un papel primoroso, que, solo una vez abierto, nos descubre un corazón sangrante. El texano es un cuentacuentos consumado, que entiende que los relatos –infantiles o no tanto– están llamados a develar las experiencias humanas más dolorosas, pero sin por ello renunciar a la belleza plástica de las ilustraciones con que son representadas.
No quisiera cerrar este texto sin aludir a un detalle que, como cinéfilo incondicional de Orson Welles, no podría pasar de largo. Hablo del papel que, como narrador oral, cumple Ralph Fiennes en los cuatro cortometrajes. Un papel que, en principio, remite al propio autor de los cuentos, el británico Roald Dahl; pero que, por cierto, también recuerda al más imponente narrador oral que prestó su rictus y vozarrón a las pantallas (de cine y de televisión). Puede que sea una casualidad de lo más arbitraria, pero la presencia de Fiennes me ha traído a la memoria la figura del Welles de Los grandes misterios de Orson Welles, una serie de televisión británica que, aun en su corta vida (26 episodios entre 1973 y 1974), marcó a fuego a más de una generación de espectadores. Digo que podría tratarse de una mera casualidad, pero sabiendo que detrás de los cortos está un cinéfilo tan afecto al cine clásico como Wes Anderson, tampoco debería descartarse que haya algo más premeditado. Porque es obvio que Anderson sabe que el creador de Los grandes misterios de Orson Welles fue nada menos que Roald Dahl.
Periodista – @EspinozaSanti

Quiso ser futbolista, estrella de rock, cineasta, pero solo le alcanzó para fracasar como cinéfilo en la soledad de su cuarto. Quiso ser escritor y en el periodismo sigue fracasando de forma impune hasta que alguien criminalice y prohíba el fracaso.
