‘Warisata’ es Avelino
El capítulo tres de la serie televisiva ‘Historias de libertad’ es dirigido por Paolo Agazzi e interpretado por un gran Luis Aduviri.
La hoja de coca elige a Avelino. Entonces el amauta sopla en su nariz la fuerza y la claridad del rapé y sus plantas milenarias para darle confianza y poder escuchar así a los ancestros. Warisata será Avelino; Avelino es Warisata. Así arranca la última película de Paolo Agazzi, estrenada el viernes 24 de octubre en la Cinemateca Boliviana.
“Warisata: la luz que nunca se apaga” fue pensada y filmada como largometraje; fue soñada para exhibirse en salas de cine. Los paisajes y la imponente fuerza magnética/telúrica del Illampu se agigantan en la gran pantalla; y se hacen más chicos en el diminuto aparato televisor.
Agazzi sufrió para editar y cortar la versión fílmica de una hora y media con la obligación de ajustarse al metraje televisivo de (escasos) sesenta minutos. “Warisata: la luz que nunca se apaga” es hoy el capítulo tres de la (necesaria) serie “Historias de libertad” que coordina/dirige el maestro Jorge Sanjinés Aramayo. La noche del sábado 25 y el domingo 26 (a las 22.30 horas) el canal siete/Bolivia Tv emitió la película (y lo hará este primer fin de semana de noviembre también). Algún día, ahora nos toca soñar a todos, veremos la obra entera en cine para sobrecogernos a tiempo completo.
La Escuela-Ayllu de Warisata es un legado. Duró una década (1931-1940) antes de ser destruida por los gamonales de ayer, antes de ser odiada por los patrones de hoy. Fue, es y será un faro de luz eterna en ese océano nuestro llamado altiplano.
La educación del “indio para el indio” fue un hito para Bolivia y para toda América Latina. El paralelo trabajo colectivo como semilla, también. ¿Por qué hemos olvidado esta gesta continental? ¿Por qué sigue molestando este ejemplo?
Con Warisata, como bien dijo el “jilakata” Cipriano Tiñini, se terminó “la maldición de no ver nada sin ser ciegos; de no oír nada sin ser sordos; de no poder hablar sin ser mudos”. La escuela/ayllu más que escuela, fue/es madre. Avelino más que profesor, padre.

La película de Agazzi atesora (muchos) aciertos. El gran angular (ese que nos recuerda a los “westerns” más legendarios) nos coloca frente al verdadero protagonista: el Illampu se presenta como un “achachila” poderoso, como el gran espíritu protector, como el abuelo guardián. A su lado, hasta el Illimani queda pequeño.
“Warisata” es (también) Luis Aduviri (al que ya vimos en “Blackthorn” del español Mateo Gil). Aduviri no interpreta a Avelino Siñani, es Avelino Siñani. El duelo actoral con Enrique Gorena (elegido por su parecido físico para da vida a Elizardo Pérez) luce desproporcionado. Gorena, que va de menos a más en el metraje, sustituye a Ramiro Serrano, el elegido en el primer intento frustrado del filme de Agazzi, allá por 2016.
El guion (y los diálogos) de Juan Pablo “Piñas” Piñeiro acrecientan la carga emotiva del filme. El libreto es capaz incluso de sacar tiempo para el humor y la ironía, arrancando risas cómplices. La combinación respetuosa entre conversaciones en aymara y castellano aporta autenticidad, sin imposturas; incluso gambetea paternalismos.
La educación integral, la dignidad, la recuperación/rescate cultural de instituciones ancestrales como la “ulaca” (parlamento de sabios y amautas) y los valores del pensamiento comunitario traspasan la pantalla. Lo único que no llega a esta película cálida es el frío y el viento de las faldas del coloso/manso Illampu.
La película es también (la) luz. La excelsa fotografía de Gustavo Soto capta la luminosidad impactante del altiplano y sus nevados. La mimada dirección de arte (del gran Serapio Tola) no descuida ningún detalle (desde la vestimenta y los tejidos hasta la wira-wira sanadora).
Agazzi puso como condición ante el director/coordinador general de la serie coproducida por la Fundación/Grupo Ukamau (de Sanjinés), el Ministerio de Culturas y Adecine (Agencia del Desarrollo del Cine y Audiovisual Bolivianos) trabajar con su propia gente. Los otros cuatro capítulos tuvieron el elenco técnico habitual de las películas de Ukamau. Así, Agazzi pudo trabajar, bajo el tutelaje del maestro pero con la cintura necesaria para colocar su sello personal (y el de su equipo).
“Warisata: la luz que nunca se apaga” no cae en el pesimismo de la derrota, no se regodea en el fatalismo. Siembra sabiduría/esperanza. Al brillar (mejor) en la oscuridad, se convierte -casi sin querer queriendo- en una película más necesaria/optimista que nunca; ante las adversidades que se avecinan, ante la arremetida (otra) de los tiranos y sus logias. “Warisata” es la medicina de la memoria.

