Volver a (abrazarnos en) Warisata
A propósito del nuevo trabajo del cineasta Paolo Agazzi, que recrea el vínculo formado entre Elizardo Pérez, Avelino Siñani y su comunidad para levantar la legendaria escuela-ayllu del altiplano paceño, en los años 30 del siglo pasado.
Esto no es una crítica, tampoco una reseña. Si acaso, es un recordatorio de algunas ideas que intercambiamos Andrés Laguna, Luis Brun y el suscrito durante la grabación de la más reciente entrega de “Los 400 Golpes”, el podcast sobre cultura audiovisual que hacemos con el apoyo de la carrera de Comunicación de la UPB de Cochabamba (*). La aclaración resulta pertinente al menos por dos razones. La primera es porque no podría arrogarme las reflexiones de este texto, que nacieron del diálogo anterior, durante y posterior al registro del podcast que giró en torno a Warisata, el nuevo trabajo del cineasta ítalo-boliviano Paolo Agazzi, realizado para la serie ‘Historias de libertad’. La segunda es porque estas líneas tienen la sincera pretensión de respetar el espíritu de trabajo de Avelino Siñani, Elizardo Pérez y la comunidad de Warisata, en sentido de reconocer el conocimiento como una construcción –una normal educativa, un escrito– que nace en el encuentro entre distintos, se forja en la conversación honesta y madura en la complicidad militante.
Warisata: la luz que nunca se apaga es el título completo del que, a la sazón, se ha estrenado como el tercer episodio de “Historias de libertad”, una serie producida por el Grupo Ukamau (bajo la dirección general de Jorge Sanjinés) en ocasión del Bicentenario boliviano, que se viene exhibiendo en Bolivia Tv y a la que aún le restan dos capítulos por emitir (uno dirigido por Martín Boulocq y el otro por Iván Sanjinés), los mismos que deberían llegar en noviembre y diciembre, siempre que la nueva administración del canal estatal no cometa la torpeza de suspenderlos. Pero, más allá de su pertenencia al proyecto comandado por Sanjinés, la de Agazzi es una producción cinematográfica de más añeja existencia. En redes circulan “teasers” que evidencian los primeros registros para un filme que fue pensado como un largometraje y que no llegó a culminarse por razones no del todo claras. Lo cierto es que el largo ha devenido en este episodio de una hora, al que no sería excesivo considerar una película autónoma a la serie, habiendo sido producida por el equipo de trabajo de Agazzi.

Coescrita por el escritor Juan Pablo Piñeiro y Agazzi, Warisata es un filme que merece vida e identidad propia. Es un relato que le hace justicia a uno de los hitos más admirables en la historia educativa y cultural de Bolivia y Latinoamérica. Recrea la gestación, construcción y ocaso de la célebre escuela-ayllu que, desde un páramo en el altiplano paceño, marcó un antes y un después en la pedagogía latinoamericana, materializando un modelo de educación indígena coherente con la filosofía de vida de las culturas andinas. Sus artífices más reconocidos son el maestro aymara Avelino Siñani y el educador mestizo Elizardo Pérez. Sin embargo, no son los únicos y ahí está uno de los mayores aciertos del filme. La normal fue un proyecto que habría sido impensable sin el concurso de la comunidad de Warisata, de sus autoridades tradicionales, de sus familias, de los niños, de todos quienes creyeron en el valor de esa institución que operó prácticamente a espaldas del Estado boliviano entre 1931 y 1940. El guion guarda escenas de gran emotividad para ilustrar el carácter comunitario de la escuela-ayllu: desde la marcha de algunos comunarios a la ciudad para aprender tareas de albañilería hasta la fiesta (con “piña” incluida) para celebrar su inauguración, pasando por las inevitables discusiones entre las nuevas y viejas generaciones de líderes indígenas.
Otro logro nada despreciable de Warisata es que nos ha devuelto a Agazzi en su mejor forma. Tras la innecesaria secuela de Mi Socio, el también director de El atraco ofrece sobradas muestra de su vitalidad detrás de cámaras. Figura esencial del cine boliviano, Agazzi vuelve a hacer bien lo que mejor saber hacer: una “buddy movie” entretenida y entrañable. El cineasta no deja de creer en las películas de amigos como un artefacto para disolver diferencias y vislumbrar caminos comunes para sus criaturas. Desde su primer largo hasta este episodio para “Historia de libertad”, hay en su mirada una vocación humanista comprometida con el encuentro como antídoto contra las tensiones. Su arma principal para alcanzar este cometido es el tacto para la dirección de actores, que en Warisata asciende hasta uno de los puntos más altos de su filmografía. El trabajo de Luis Aduviri como Siñani y de Enrique Gorena como Pérez pone en escena una complicidad forjada desde el compromiso intelectual, pero también desde la cotidianidad juguetona. Es visible la mano de Piñeiro para componer escenas de un humor a ratos casi anticlimático, en las que convergen el buen hacer de los actores y la sensibilidad del director. El abrazo fraterno y la risa inofensiva que unen a Siñani y Pérez sintetizan el sueño de unión entre bolivianos al que, aun pecando de ingenuidad, no deberíamos renunciar nunca.

Si lo que funciona mejor en el filme es la reivindicación del sentido colectivo del proyecto educativo y la sintonía entre los actores llamados a encarnar el encuentro entre bolivianos, lo que se echa en falta es el contexto histórico alrededor de Warisata y sus hacedores. Más allá de algunas referencias a la Guerra del Chaco y al boicot estatal contra la normal, cuesta asociar los eventos narrados a los momentos históricos dentro y fuera de Bolivia. Se sabe que la iniciativa causó mucho ruido en el país durante los convulsos años previos a la Revolución del 52, pero también llamó la atención de otras naciones como México, a la que la normal dedicó un pabellón y con la que intercambió profesores. No sería descabellado pensar que este tipo de vacíos se deba a la reducción del metraje del largo original a una hora de duración.
Al margen de este u otros problemas menores, Warisata es una película que viene a saldar una deuda de larga data del cine boliviano con la historia del país. Porque, no está de más reiterarlo, la creación de la escuela-ayllu constituye un momento emancipatorio fundamental para Bolivia. Que el signo de los tiempos haya reducido a Siñani y Pérez al apellido de la actual ley educativa es otro cantar. Su legado debería ser capaz de trascender las diferencias políticas impuestas por la coyuntura política. El trabajo de Agazzi puede ser la punta de lanza para avanzar en este sentido. Para ello, una tarea urgente es ampliar la circulación del filme más allá de sus contados pases en televisión pública. Debería llegar a escuelas, colegios, universidades, institutos, centros culturales, etc. El abrazo entre Avelino y Elizardo, que es el abrazo entre la Bolivia indígena y la mestiza, entre la nación oficial y la clandestina, no puede ser patrimonio de unos pocos. No les pertenece solo a algunos pedagogos o burócratas trasnochados, tampoco a un puñado de cinéfilos y entusiastas indigenistas. Su abrazo le pertenece a Bolivia. En días en que solo tenemos ojos para lo que nos separa y nos puede el instinto de destrucción del otro, Warisata es un imprescindible recordatorio de que este país, así como la escuela-ayllu, solo sobrevivirá si nos comprometemos a (re)construirlo una y otra vez, sin importar las veces que quede reducido a cenizas.
(*) El capítulo de ‘Los 400 Golpes’ dedicado a Warisata se estrena en unos días más.

Quiso ser futbolista, estrella de rock, cineasta, pero solo le alcanzó para fracasar como cinéfilo en la soledad de su cuarto. Quiso ser escritor y en el periodismo sigue fracasando de forma impune hasta que alguien criminalice y prohíba el fracaso.
