'Sayariy': Gabriel, levántate y pelea
La película de Mela Márquez, primer largo dirigido en solitario por una cineasta boliviana, se exhibe hoy martes, desde las 17.00, en el Centro Cultural de España en La Paz, como parte de la muestra Mujeres/Cine: Bolivia 1960-2020, que organizan esta institución e ImagenDocs
Sayariy, la opera prima de la realizadora Mela Márquez, es la cinta que cerró el llamado “boom” del cine boliviano de 1995. Al igual que Cuestión de fe para Marcos Loayza y Jonás y la ballena rosada para Juan Carlos Valdivia, Sayariy significó para Márquez su carta de presentación ante el cine boliviano. Porque, pese a que para entonces ya cargaba una importante trayectoria como montajista, el de 1995 fue su primer largometraje (y, a la fecha, el único que ha estrenado comercialmente). Y en un medio en el que sólo los largometrajes otorgan certificado de nacimiento “cinematográfico”, Sayariy fue, en los hechos, el trabajo que le otorgó a Márquez visibilidad dentro la cinematografía boliviana. Desde luego, esta visibilidad resultó particularmente privilegiada por el hecho de haber estrenado su obra en ese annus mirabilis que fue 1995, estando su nombre, inevitablemente, asociado al de los otros dos directores debutantes de aquel año que llegaron para insuflarle un nuevo aire al cine boliviano.
Sin embargo, huelga decir que la película de Márquez no alcanzó una popularidad equiparable a la que alcanzaron las cintas de Loayza y Valdivia. De hecho, las coincidencias con Cuestión de fe y con Jonás y la ballena rosada no van más allá del año de estreno y de la condición debutante de su directora, pues, narrativa y temáticamente, Sayariy es un filme que está más cerca de la obra del único realizador boliviano no debutante que estrenó un largometraje en 1995: Jorge Sanjinés. En efecto, la opera prima de Mela Márquez propone una nueva exploración del mundo indígena andino, fijando la mirada en el Tinku nortepotosino, así como en la ritualidad y la cotidianidad que rodea a éste. De Sanjinés –que en 1995 estrenó Para recibir el canto de los pájaros– la realizadora también valida la opción por trabajar con actores y escenarios naturales, lo que le imprime a su trabajo un cariz marcadamente documental. Pero, más allá de esta fascinación por la cultura andina y de la puesta en escena de cariz documental, no hay mucho más que comparar entre el trabajo de Márquez y el del director de La nación clandestina. Porque si hay algo que separa inexorablemente a Sayariy de la obra del realizador paceño, es que la cinta de la también montajista está despojada de la carga política e ideológica que es la marca registrada del maestro Sanjinés. La de Sayariy es, pues, una incursión al mundo andino que está guiada por un afán más antropológico y poético, que bien puede llegar a reivindicar la realidad y los sujetos que captura, pero despojándose de la pretensión discursiva del cine de Sanjinés y del grupo Ukamau.
A caballo entre el documental y el cine argumental, Sayariy (palabra quechua que puede traducirse como “levántate”) narra la vida de dos campesinos, Gabriel y Félix, el primero perteneciente a la comunidad de Umagila y el segundo a la de Fichichua. Se trata de dos pueblos vecinos que se encontrarán en el tradicional Tinku de Macha (Norte de Potosí), donde convergen hombres y mujeres de toda la región para celebrar el ritual, que consiste en el enfrentamiento físico entre miembros de distintas comunidades y que, culturalmente, se asume como un encuentro (palabra a la que remite el vocablo Tinku) indispensable para renovar la armonía y la fertilidad en las tierras de la región. La cinta abarca desde los días previos y de preparación al Tinku hasta los días posteriores al mismo (en los que las comunidades vuelven a su cotidianeidad), pasando, desde luego, por la masiva celebración que tiene lugar en Macha. Este itinerario, que exige un registro documental, se alterna con pasajes de cariz más onírico y evocador, que aluden a los sueños, los miedos, los pensamientos y los recuerdos de los dos protagonistas. Estas inserciones más ficcionales le otorgan al relato documental una dimensión más lírica, que se procura apuntalar mediante la narración en off de textos poéticos que indagan en el sentido que el ritual adquiere para sus protagonistas.
Así pues, tenemos un filme que se construye en dos niveles: uno documental-visual y otro argumental-verbal. Y de estos dos, es el primero el más sólido y parejo. El registro documental acierta porque trasciende la fascinación meramente folklórica y turística con que las artes suelen ver al Tinku y otras celebraciones similares (algo que se le reclamó, por ejemplo, a otra cinta boliviana sobre ritual quechua del Norte de Potosí, Tinku, el encuentro, estrenada por Juan Miranda en 1985). Y cuando la trasciende, llega a adquirir una estimable cualidad etnográfica, que sabe muy bien sortear sesgos y lugares comunes para ofrecer un retrato muy correcto y completo de la realidad y los sujetos focalizados. Esto no quiere decir que se trate de una película aséptica en su tratamiento visual; por el contrario, el trabajo de fotografía –a cargo del imprescindible César Pérez y de Arnaldo Catinari- es uno de los puntos más altos de Sayariy, pues nos descubre la poesía que aflora en los rostros, las peleas, los rituales, las interpretaciones musicales, las libaciones y los objetos de los protagonistas –individuales y colectivos- , cuando la cámara está donde tiene que estar. Hay secuencias para recordar, como la del principio, con un campesino -perfectamente ataviado para el Tinku- descendiendo en un ascensor de paredes transparentes, o la nocturnas con los comunarios tocando jula julas (instrumentos de viento hechos de caña hueca), o las de la celebración en Macha, con una cámara que se confunde entre los propios guerreros, o ésa en que uno de los protagonistas intenta subirse al camión en movimiento que sale del pueblo… Este enorme despliegue fotográfico tiene un correlato cabal en el trabajo de edición, en el que, no por nada, Márquez es especialista y que, en este caso particular, se revela solvente y efectivo.
Otro de los puntos altos de la cinta es la música de Cergio Prudencio –acaso el compositor de cine más importante de nuestra filmografía junto a Alberto Villalpando- , que se sirve apenas de un piano para disparar armonías disonantes que consiguen crear un clima de tensión agobiante, acorde con la atmósfera narrativa que reina en los aprestos al Tinku y útil también para afianzar la extrañeza de las secuencias oníricas. Quizá sólo quepa reclamársele al músico por algunas de sus interpretaciones en las que el piano, en su afán por acentuar el tono de determinadas secuencias, resulta algo invasivo.

Ahora bien, escudriñadas las virtudes del registro documental y los aciertos puntuales –pero significativos- de la fotografía, el montaje y la partitura, conviene escarbar en los factores que impiden que la cinta sea más redonda. Y esto nos conduce, inevitablemente, al nivel argumental-verbal de Sayariy, materializado en los textos poéticos que se escuchan en varios pasajes de la cinta. En efecto, Márquez intenta imprimirle un lirismo excesivamente verbal al ritual del Tinku, pero sin alcanzarlo. Hay –por decirlo de una manera- una sobredosis verbal en los textos compuestos por Blanca Wiethüchter que son leídos en off a lo largo de la película. Y por supuesto, no se trata de restarle mérito al trabajo de la poetisa. De hecho, sus versos pueden ser perfectamente disfrutados por sí mismos (no sería un mal experimento sólo escucharlos o leerlos, sin necesidad de apelar a las imágenes), pues revelan la sensibilidad de la escritora para describir la belleza –vernácula y violenta- del ritual celebrado en el Norte de Potosí y escarbar en los sentidos que entrañan para sus protagonistas. Pero, incluso a pesar de toda la sensibilidad que exudan, las palabras recitadas se revelan incómodas, fuera de lugar en el contexto audiovisual montado por Márquez.
Daría la impresión de que el lirismo verbal de Sayariy está lastrado por un doble problema de traducción. En primer término porque la traducción al texto poético de las imágenes y los sonidos que vemos y escuchamos no alcanza la fidelidad documental del relato audiovisual. Y en segundo término porque los textos poéticos están cifrados en español, una lengua que, más allá de ser de uso común entre la mayoría de los pobladores del Norte de Potosí, no es capaz de traducir la sensibilidad del idioma quechua en el que se desarrollan los eventos relatados en la cinta. Y es que en los aprestos al Tinku, en la propia celebración del ritual en Macha y en los hechos posteriores a la fiesta-enfrentamiento, el idioma en el que los protagonistas se comunican, expresando sus miedos, expectativas, enconos y satisfacciones, es el quechua. Los diálogos, los festejos, las riñas, las canciones, las provocaciones, las reconciliaciones, las despedidas se expresan siempre en quechua, condenando las palabras articuladas en español a un papel casi intrusivo. Y ojo que no se trata de hacer una falsa reivindicación de purismo quechua, sino de advertir la extrañeza de una lengua que intenta capturar tradiciones y cotidianeidades cifradas en otra lengua. Dicho más brevemente, la sensibilidad del castellano para describir y contar el Tinku no es análoga a la espontaneidad ni a la genuinidad que destila el quechua para describir y narrar el mismo evento. De ahí que los textos en español, enfrentados a lo que muestran las imágenes, tiendan a perder autenticidad y se acerquen peligrosamente al terreno de la artificialidad.
Con todo, Sayariy es una cinta que merece ser vista (de ahí que se extrañe el lanzamiento de una edición en DVD para los espectadores que no alcanzaron a verla en sala o para los que desearían verla de nuevo). Merece ser vista en virtud a la belleza de sus imágenes, a la autenticidad que transmiten y a la poesía que evocan. De hecho, es una cinta que, a momentos, merece sólo ser vista y no tanto escuchada. Porque, así como se celebra su desborde visual, no se puede negar que Sayariy es una película a la que le sobran palabras.
Periodista y crítico de cine – @EspinozaSanti
Texto originalmente publicado en el libro Una cuestión de fe. Historia (y) crítica del cine boliviano de los últimos 30 años 1980-2010, escrito por Santiago Espinoza y Andrés Laguna y publicado por Editorial Nuevo Milenio en 2011

Quiso ser futbolista, estrella de rock, cineasta, pero solo le alcanzó para fracasar como cinéfilo en la soledad de su cuarto. Quiso ser escritor y en el periodismo sigue fracasando de forma impune hasta que alguien criminalice y prohíba el fracaso.
