Películas ‘Bajo nuestra piel’ (segunda parte)
La semana del Festival de Cine sobre Derechos Humanos “Bajo nuestra piel” llega a su fin en la ciudad de Cochabamba, con funciones gratuitas los días 25, 26 y 27 de septiembre. Como yapa, el 1 y 2 de octubre ofrecerá sesiones especiales en Mizque y Tarata. En esta edición compartimos reseñas de los últimos largos y cortos que se exhibirán en el Centro Wallparrimachi, la Alianza Francesa, el Centro Fearless y las plazas de los municipios rurales
La mala noche (Calvache, 2019): “Y a usted, doctor, ¿qué lo relaja?”
La mala noche es una película dirigida, guionizada y producida por la ecuatoriana Gabriela Calvache. En su desarrollo, el proyecto participó de varios talleres y laboratorios de producción y escritura de guion –como el Foro de Coproducción Latinoamérica Europa del Festival de Cine de San Sebastián o el encuentro Bolivia Lab–, y ganó el fondo Ibermedia. La película tuvo una gira por festivales entre 2019 y 2021 y obtuvo algunos premios, como el galardón a mejor película internacional en el New York International Latino Film Festival de HBO o el premio del público en el Festival Latinoamericano de Cine de Quito. La mala noche es una historia de ficción sobre prostitución, trata de mujeres y explotación sexual, problemáticas mundiales cuya representación audiovisual es diversa y abundante en festivales y otras instancias internacionales relacionadas a estos, pero también en otros espacios. La película de Calvache integra un heterogéneo conjunto de películas, series, telenovelas y otros contenidos que circulan en diferentes plataformas (festivales, cines, streaming, televisión) y complejizan los alcances de estos problemas sociales y las articulaciones entre estos, la sociedad y los medios de comunicación, entre ellos, el cine.
La historia de La mala noche tiene como protagonista a Dana, quien en realidad se llama Pilar, una prostituta que trabaja en una ciudad que no es la suya, que ha sido afectada recientemente por un terremoto. El film comienza con dos secuencias entre extrañas y prometedoras. En la primera, vemos de espaldas a Dana/Pilar caminando en sentido contrario de un grupo de hombres que, también avanzando, la observa, con más o menos lujuria, indiferencia o extrañeza. El personaje principal se interna, abstraído o confundido, en un bosque oscurecido, que contrasta con el vestido y el arreglo del cuerpo femenino. Luego, la segunda secuencia nos muestra a Dana/Pilar en citas con tres hombres y haciendo algo que es parte de su cotidianeidad laboral: escuchar los problemas o angustias de sus clientes, consolarlos, seducirlos, complacerlos. Conversaciones donde la violencia solapada se confunde con la luz casi romántica de cuartos ordenados y lencería fina, charlas incluso maternales en las que podríamos olvidar el oficio de la protagonista y el contexto mercantil del encuentro sexual. Hay algo de hastío, pero también de estrategia en el actuar de Dana/Pilar que, pasado por el tamiz ciertamente convencional de la puesta escena, al menos desconcierta. El desconcierto ocurre, pero toma otro camino, cuando entendemos que ella no es una prostituta que trabaja de manera autónoma, que es extorsionada por un caficho y traficante de mujeres, y que tiene una hija enferma, lejos, al cuidado de su madre.
La mala noche está coprotagonizada por el actor boliviano Cristian Mercado, quien tiene el papel de Julián, un médico y cliente frecuente de Dana/Pilar. La película no tarda en mostrarnos que ambos personajes están algo enamorados, o disfrutan de una intimidad que ha sobrepasado los límites del servicio y el consumo. Tampoco la violencia llega tarde a la historia y no solo a través de la trama principal de la prostituta, sino de otra que corre paralela desde el inicio del film: la de una niña raptada por el mismo delincuente que extorsiona a Pilar. Con esto, la película combina entre sus ingredientes algunos infalibles en términos comerciales (sexo, mujer bella, romance, violencia, ilegalidad) junto con otro, de uso y alcance moral: la problemática social. En lo narrativo, la película ecuatoriana sigue un modelo clásico, que le otorga al espectador la medida correcta de suspenso, empatía y crítica moral. El montaje paralelo de los sucesos de las tramas de Dana y la niña raptada enfatiza esta intención de mensaje y sanción moral de los hechos del film y de aquellos más allá del él, las realidades de millones de mujeres en manos de uno de los sistemas más crueles del patriarcado: la explotación sexual. En lo visual, también marca la pauta de la película la corrección de la representación. Si bien es innegable la factura técnica correcta de la película, en sus diferentes aspectos, queda la pregunta acerca de cómo se articulan las realidades de vulnerabilidad y muerte a los que el film busca representar con las herramientas y decisiones de puesta en escena que se eligen para tal búsqueda.
Personalmente, encuentro conflictiva la elección de proponer un contenido audiovisual técnicamente hegemónico, sin apuestas estéticas por fuera de la uniformidad y universalidad de lo que es efectivo o sirve comercialmente, para acercarse a realidades lacerantes que, día a día y por la inefectividad de las políticas de los estados y las organizaciones, por la violación continua de los derechos humanos de millones de mujeres en la red mundial de trata y tráfico, nos obligan a transformar nuestras miradas y ver más allá de los marcos impuestos. Sin embargo, pienso que la película cumple con una de sus premisas: hacer que quienes la vean piensen y, eventualmente, se cuestionen cosas. Creo que uno de los cuestionamientos más honestos que surgen al ver esta película es el del consumo de la prostitución, la participación de diversos actores en este fenómeno y la responsabilidad de millones de personas, mayormente hombres, en este tipo de explotación sexual de mujeres, niñas, diversidades sexuales y, también, hombres. Más allá del melodrama o la violencia complaciente de la película, pienso que La mala noche es interesante para hablar sobre cotidianeidades que, lamentablemente, no resultan ajenas a realidades muy propias. (Mary Carmen Molina Ergueta)
Petit samedi
Petit samedi, documental de la belga Paloma Sermon-Daï, se erige con un abordaje que puede parecer antagónico. La discreta puesta en escena, el (no) movimiento de la cámara y la ausencia del sonido se contradicen con el tema que toca, la adicción a la heroína que, a diferencia del díselo del filme, es devastadora y demuele todo a su paso.
La trama sigue a Samedi, un hombre de más de 40 años que convive con su vicio mientras trata de buscarle solución a un problema que lo ha dejado sin trabajo y lo mantiene cortando césped del jardín de los vecinos. El mismo protagonismo en la película lo tiene su madre, quien, sin dramatismo ni sensiblería, encara la dependencia de su hijo que no deja de afligirla.
Petit Samedi presenta una narrativa similar a la de ficción. No existen intervenciones de entrevistados ni una voz narradora como en el documental tradicional. La historia se construye a partir de los diálogos cotidianos entre Samedi y su madre y Samedi y su terapeuta.
Es una virtud del filme enseñar el mismo de la adicción a las drogas, desde los ojos de un adicto, conocer en primera persona sus sensaciones y la angustiosa, frustrante caída al abismo. También es un destaque el amor materno que encarna la madre de Samedi, aquel que no tiene igual en cuanto a aliento y voluntad de salir adelante.
La delicadeza con la que se presta a resolver las trabas en el camino aporta y tiene sentido con el abordaje de tranquilidad y quietud que busca imprimir la directora para contrarrestar el vició de su hijo. En la misma atmósfera se ubica el pueblo Wallonia donde viven, donde no sucede mucho, ni existe tanto movimiento, resaltando más aún el ruidoso o rumor que puede despertar la presencia de un adicto que habita por sus calles.
Es, entonces, Petit Samedi, un ejercicio de empatía, discreto, sin ánimo de recurrir al amarillismo que permite ver un problema como la dependencia a las drogas, desde dentro, desde los ojos de uno de sus portadores, sin ser complaciente y encarando la que debe ser la vía más tortuosa de la drogadicción: la cotidianidad. (Caio Ruvenal)
Máxima
La primera secuencia, en su estética y estructura, nos adelanta una narración épica, David conta Goliat, el viaje del héroe. Máxima, una mujer campesina que vive en Cajamarca, Perú, se enfrenta a una corporación transnacional que opera una de las minas de oro más grandes del mundo, la mina Yanacocha, esta empresa en su afán de expansión pretende tomar tierras aledañas para el proyecto Conga, las tierras donde vive Máxima y su familia. Lo primero que llama la atención es la existencia de ese tipo de mina, algo que no es muy conocido, por obvias razones, este tipo de proyectos extractivistas con posibles implicaciones negativas para el medio ambiente, la cultura y las costumbres de los habitantes de la zona, es poco probable que tengan un perfil alto. La imponencia de la mina a cielo abierto y su capacidad, son sorprendentes, frente a eso, Máxima, en el mismo rango visual: el del dron con lente panorámico, se ve diminuta, en medio del altiplano peruano, el contraste en el arranque, aunque un tanto pomposo y hollywoodense, es efectivo.
Con el apoyo de imágenes de archivo importantes, el documental narra cronológicamente el enfrentamiento, que se remonta una década atrás. Con evidente apoyo del Estado, se ve en las imágenes cómo la empresa intenta desalojar por la fuerza a Máxima y su familia, esto sería solo el comienzo de un largo historial de confrontación en varios niveles. La determinación inicial de Máxima es conmovedora, la de resistirse a ser desalojada de sus tierras, algo que, con el paso del tiempo, llama la atención de varias organizaciones internacionales, entre fundaciones y ONG’s. En este sentido, hay otro personaje interesante que aparece en el documental de Máxima, su abogada Mirtha Vázquez, oriunda de Cajamarca. Vázquez es fundamental para que Máxima pueda defenderse, ya no solo en el terreno, poniendo en peligro su vida, resistencia a punta de palos y piedras, sino en el ámbito legal. La notoriedad de este hecho hizo que Vázquez empezará luego una carrera política junto al partido de izquierda Perú Libre, y entrara al gobierno con Pedro Castillo, quien la nombró presidenta del consejo de ministros, cargo al que renunció meses después. Hace 10 años, el panorama en Perú era un tanto diferente, un largo periodo de gobiernos de derecha con intereses afines a las transnacionales, plagados de personajes corruptos y justicia anquilosada.
La cronología nos muestra cómo la lucha de Máxima hace eco, primero en pobladores de la zona de Conga, luego de Cajamarca y finalmente en dirigentes políticos y población de Perú en general. El paso más grande, y la razón por la que este conflicto se hace conocido internacionalmente, es la decisión de Máxima y su abogada de llevar el caso a conocimiento de instituciones norteamericanas. No solo es sorprendente la determinación de Máxima, sino la intransigencia de la transnacional, que, como lo menciona Vázquez en el documental, toma el hecho como una lucha simbólica, una especie de victoria moral de implicaciones bochornosas. A través de las imágenes y testimonios que recoge el documental nos enteramos de cómo la empresa amedrenta a la familia de Máxima, mientras se da el juicio en Lima. Ahí, como ya es familiar en Sudamérica, vemos de cerca las contradicciones del Estado a través de una policía vinculada económicamente a la empresa, el lobby que hace ésta en medios de comunicación, entre otras armas argucias.

Como todo viaje del héroe, somos testigos de la evolución de Máxima, su intimidad y cotidianidad matizada con su crecimiento como figura pública, su premio como activista internacional, mientras el eje de la narración se sustenta en el proceso judicial en la corte suprema de Perú, el cual es ganado por Máxima. Pero, por suerte, la narración no termina ahí, algunas de las escenas más importantes son las que llaman la atención de un asunto inconcluso, pues, pese a todo, la empresa llega a tener el control, no legal, de un territorio casi de manera autónoma. Si bien se respeta el terreno de Máxima, el control de la mina Yanacocha sobre el tránsito y actividades en la zona es absurdo.
Este documental, dirigido por Claudia Sparrow, peruana que reside hace mucho tiempo en Estados Unidos, no pretende ser imparcial, tampoco tener rigor periodístico, aunque declaran haber buscando el testimonio de la empresa, su postura se conoce a través de las respuestas que le dan al equipo legal de Máxima, y su evidente abuso en el terreno de conflicto. El objetivo es claro, y la ejecución es correcta. Acompañar y narrar una historia de vida, la de Máxima y llamar la atención sobre un hecho que pasa terriblemente desapercibido, el avasallamiento de tierras y explotación con perjuicio ambiental por parte de grandes empresas extractivistas, conflictos que se dan en muchas partes del mundo y que, la mayoría de las veces, para su solución requieren de voluntad estatal, pues la resistencia de la gente no siempre es suficiente.
Máxima es un interesante documento audiovisual de esta lucha, con factura y estética documental muy norteamericana. No exenta de cierto paternalismo, inevitable creo yo, cumple con el objetivo de prolongar el eco de tan interesante personaje y significativa lucha por los derechos humanos de los pueblos indígenas y la defensa del medio ambiente. Como segunda lectura, nos muestra, aunque sea de fondo, el contexto de un Perú que se iba transformando poco a poco, adquiriendo más conciencia de sus derechos, algo que, entre otras cosas, dio como resultado la llegada al poder de un candidato de izquierda después de décadas de una tendencia marcada por el neoliberalismo, este es solo un marco difuso, claro, que no pinta necesariamente un panorama optimista. Algo importante, que el documental deja claro en los textos finales, es que el conflicto continúa, y también la lucha de Máxima, pasará mucho todavía para que casos como estos no se repitan. (Luis Brun)
Cortos sobre derechos que no son cortos (II)
Entre este domingo 25 y el martes 27 de septiembre concluirá en la ciudad de Cochabamba la semana del Festival de Cine sobre Derechos Humanos “Bajo nuestra piel”, con tres largos y tres cortos. Entre estos últimos hay trabajos procedentes de México, Estados Unidos y Bolivia.
El cortometraje programado para el 25 es Sin cielo (Jianna Maarten, 2017), ficción mexicana ambientada en un poblado fronterizo entre México y Estados Unidos. Sus protagonistas son dos jóvenes, chico y chica, que cometen la imprudencia de enamorarse (o de intentarlo). Imprudencia, por decirlo sin mayor crudeza, porque en el desierto donde viven no hay relación alguna que no sea atravesada por la violencia de los carteles y los aparatos represivos. Su romance se trunca pronto, sin que ni ella ni él puedan hacer mucho para impedirlo. Los tentáculos del crimen organizado cortan cualquier atisbo de afecto. Las mujeres, las jóvenes pero también sus madres y abuelas, son las que padecen con mayor virulencia las perversiones de un sistema para el que solo valen en tanto cuerpos mercantilizables. El resto, con suerte y/o cinismo, puede sobrevivir.
Para el lunes 26, el corto elegido es Saria (Bryan Buckley, 2019), una producción de origen estadounidense que narra hechos reales que tuvieron lugar en Guatemala. Esos hechos son las horas previas el 8 de marzo de 2017 en el orfanato Virgen de la Asunción, día y lugar en el que murieron 41 niñas y adolescentes de entre 13 y 17 años. El informe oficial dijo que perecieron víctimas de un incendio accidental, pero el filme plantea que la tragedia fue precipitada por la complicidad de las celadoras del hogar. Narrada como una ficción, Saria posa la mirada en dos de las víctimas, hermanadas por su origen pobre, sus ansias de libertad y sus primeros escarceos amorosos con los chicos. Al igual que Sin cielo, este corto -nominado al Oscar en 2020- apunta sin ambages contra el Estado como responsable directo de la violación de los derechos de las mujeres.
El último corto del programa, fijado para el martes 27, es Chicaloma (Iverint López, 2018), un documental boliviano que propone un acercamiento físico y sentimental al poblado yungueño que le da título. El filme ensaya una recapitulación más memoriosa que histórica del pasado del pueblo emparentado con la cultura afroboliviana. La voz que narra pertenece precisamente a un afroboliviano algo mayor, quien rememora la esclavitud desde el recuerdo de sus mayores. Sin embargo, el relato no va tanto de la historia de violencia que ha marcado su vida colectiva como de la mitología festiva que, pese al paso del tiempo, aún conservan y transmiten. Una mitología que se manifiesta en la música y en los rituales a su alrededor, que López captura con una fotografía, nostálgica y preciosista, en blanco y negro. (Santiago Espinoza A.)
Si los meses siguen
El largometraje de ficción chileno Si los meses siguen (2019) es una carrera contra el tiempo. El tiempo de la vida que no se detiene, que no espera, ni pregunta por razones. El implacable tiempo de la vida, los nueve meses en que tarda en que tarda un cuerpo en tomar forma, músculo y carácter. Los nueve meses en que los padres, una pareja de jóvenes cineastas (él director, ella productora, editora y fotógrafa), mueren de miedo ante la idea de ser papá o mamá. Pero el conflicto de la historia gira en torno a Antonia (Daniela Estay) la estudiante de cine, una joven de 23 años que no quiere ser mamá, que no se atreve a abortar y que decide, finalmente, dar en adopción a su bebé.
La trama de la película dirigida por Javiera Hernández Köhler gira en torno a todo el torbellino que se desata con la decisión de llevar adelante un embarazo. Si decidir no tener un bebe te libera de hacer algunas renuncias como: seguir los estudios, los sueños, los viajes, vivir con poco; decidir tener al bebe puede ser un viaje hacia las complicaciones de la vida mundana pero también interiores. Antonia se cuestiona todo, a pesar de estar rodeada de personas que la apoyan entiende que esta es una lucha que se libra en el ring de su propio cuerpo y nadie más puede hacerlo por ella.
En esos meses mientras su vientre crece, crecen sus dudas, las grietas en sus sueños, los problemas con su pareja, sus inclinaciones sexuales, el abismo con su familia y la relación con una pareja de mujeres que vive alado de su departamento y que serán las futuras mamás de la bebé que lleva dentro. La película no mira el embarazo con ilusión ni con condescendencia. Lo mira como algo difícil, como una imposición cultural y como una incomodidad íntima.
Antonia tiene que dejar el rodaje, afrontar las burlas de los amigos, quedarse en casa porque está muy cansada o muy indispuesta como para seguir con normalidad los hábitos de su vida de estudiante. Camilo, su pareja, le dice que está con ella, que los dos superaran esto, que en ella hay la fuerza para hacerlo, esa misma fuerza que lo enamoró años atrás. Bajo estas porras inútiles y manipuladoras, Antonia sabe que algo cambió para siempre.
La mirada des romantizada del embarazo que nos presenta Hernández Köhler pone énfasis en el giro que dan las vidas de las mujeres, pero también en su propia sensibilidad. El discurso de la película toma partido por los recientes discursos feministas que cuestionan ese otro gran discurso cultural que promueve la preeminencia del hijo y — como bien lo pone la escritora Lina Meruane, también chilena en su ensayo Contra los hijos— lo llevan “a ocupar un lugar despótico en el siglo XXI, el de devolver a las mujeres al encierro doméstico”.
A partir de esta historia íntima, el filme propone pensar en los hijos (no el de tenerlos sino el de educarlos) también como un problema público, un problema de las naciones. Como el de Europa preocupada porque su población envejece y no hay jóvenes, o China donde una familia puede tener máximo hasta dos hijos, o el de África como el país más parturiento del globo y el que tienen más altas tasas de mortalidad infantil. Lugares donde, paradójicamente, los problemas de infrapoblación o sobrepoblación se han tornado en problemas sociales, políticos y económicos. (Alba Balderrama)

