¿Nos olvidan los muertos? (I)
La serie biográfica de Luis Miguel ha puesto en primer plano la desaparición de la madre del cantante. Este cambio de narrativa apunta a un país feminicida que, por mucho tiempo, no fue consciente de la violencia contra las mujeres. Primera parte de este texto reflexivo a raíz de la producción disponible en Netflix.
Cristina Rivera Garza
Jamás volveré a escuchar del mismo modo “Hasta que me olvides”, la canción con la que cierra el segundo capítulo de la segunda temporada de Luis Miguel, la serie de Netflix sobre la vida del famoso cantante mexicano. Compuesta por Juan Luis Guerra y lanzada como el segundo single de su disco Aries en 1993, “Hasta que me olvides” pronto llegó a la primera posición en el Billboard Hot Latin Songs en Estados Unidos. Un par de años más tarde, en 1995, una grabación de la pieza cantada en vivo en el Auditorio Nacional fue incluida en El concierto, el disco con el que LuisMi permitió el acceso del gran público a sus actuaciones en persona. Hasta que me olvides, entona todavía el cantante desde el video de esa actuación en las listas de YouTube, voy a amarte tanto tanto. Hasta que me olvides tanto que no exista mañana ni después, insiste. Hasta que me olvides voy a intentarlo. Estas frases enigmáticas cuando no contradictorias, que colocan el peso de la acción –el acto de recordar– no en quien las enuncia, sino en un tú elusivo que de todas maneras se aleja, encontraron su camino al corazón de una audiencia que, al menos en México, discutía por entonces la pertinencia de la participación del país en el Tratado de Libre Comercio impulsada por Carlos Salinas de Gortari desde la presidencia. El tú de 1993 fue, para muchos, el hombre o la mujer perdida. Casi treinta años después y una guerra de por medio, esta autobiografía autorizada por LuisMi himself, dirigida por Humberto Hinojosa (con algunos capítulos en manos de Natalia Beristáin) y, al menos en el segundo capítulo, con guion de Daniel Krauze y Ana Sofía Clerici, ofrece una lectura alternativa: el tú nunca fue la pareja romántica, sino la madre asesinada. El tú que puede o podría recordar a su sobreviviente, que podría no olvidarlo, es la madre desaparecida. ¿Pero es cierto, o incluso posible, que nos recuerden los muertos?
Como tantos otros, asistí con puntualidad a cada uno de los capítulos de la primera temporada de la serie cuando dio inicio en 2018 con una extraña mezcla de confirmación de lo ya sabido y de sorpresa. Aunque esta narrativa incluyó temas fácilmente asociados a la carrera ascendente del ídolo de las multitudes –el talento natural e inexplicable, el temprano camino al éxito, la adoración del público, la soledad del que llega a la cima solo, los efectos nocivos del dinero, la compañía tóxica de vividores y estafadores– también incorporó una provocación: centrar su drama vital alrededor de la pérdida de la madre. La vuelta de tuerca de esta narrativa más o menos convencional, presente ya en los albores edípicos del cine mexicano, fue, sin embargo, sacar a la luz que la ausencia de la madre no había sido resultado de un proceso “natural” ni estuvo ligada a asuntos de salud o a los estragos propios del paso del tiempo. En la primera temporada de la serie aprendimos que Marcela Basteri, la madre de Luis Miguel, fue víctima de la violencia de género, que ahora también llamamos violencia doméstica o terrorismo íntimo de pareja, y que sucumbió a lo que entonces no se llamaba feminicidio, pero que ahora sí, a manos del hombre violento y explotador que fue su marido, Luisito Rey. Es posible que la serie no presente evidencias duras, pero tampoco tiene dudas al respecto. De ahí que esa pérdida, profundamente personal y claramente social, transformara a este artefacto narrativo en un cuento de suspenso, muy ligado al whodunit de las tramas detectivescas. ¿Viviría todavía Marcela? De ser así, y tomando en cuenta el capital financiero y las crecientes conexiones políticas del cantante, ¿la encontraría? O, como cada capítulo hacía más patente, ¿habría seguido su madre el destino de tantas mujeres masacradas en México: la desaparición forzada? Y, de ser así, ¿encontraría sus restos? Estas preguntas convirtieron a Luis Miguel en un sobreviviente más de la guerra contra las mujeres que se libra con saña y sin tregua en México y más allá de México. Estas preguntas trajeron a ese cantante reacio al contacto cercano con su público, celoso de su privacidad, a la mismísima tierra donde cada vez más grupos de buscadores continúan con la tarea terca, necesaria, incesante, de encontrar a sus muertos conminados. Esta tarea, muchas veces realizada a espaldas del Estado, e incluso en contra del Estado mismo en otras ocasiones, no solo responde a la convicción de que, mientras estamos vivos, recordamos a los muertos, sino que los muertos, de hecho, nos recuerdan a nosotros. Los muertos nos conminan, por su mera presencia física, en tanto memoria vuelta materia, a la práctica ética de recordar, de tenerlos presentes, de volverlos presente.
Me sé de memoria más canciones de Luis Miguel de lo que suelo admitir ante otros y ante mí misma. Como muchos miembros de las clases medias ilustradas o de una cierta izquierda austera, siempre suspicaz ante los usos instrumentales de la cultura, llegué a presumir un distanciamiento estratégico, cuando no un desconocimiento real, de los productos mediáticos de la cultura pop, las baladas románticas de Luis Miguel entre ellos. Lo que ocultaba o me pasaba desapercibido de día, sin embargo, lo ponían al descubierto las rocolas de la noche. Bastaba empujar algunas cuantas monedas en esas máquinas de discos para llegar, más tarde que temprano, tal vez algunas copas de por medio, a las canciones de José José, Marco Antonio Solís y, sí, por supuesto, a las de LuisMi. Las tarareaba, entonces, como lo que pensé que eran: canciones de amor, especialmente de rupturas amorosas, en que el amante abandonado o despechado daba rienda suelta a su pena o su rabia, dependiendo del caso. Las interpreté a través del lente de la relación de pareja, incluso uno más estrecho: la relación de pareja heterosexual. Melodiosas, ligeras, pegajosas, esas canciones me aproximaban a una feroz normatividad de género con la que mantenía una relación tensa y crítica, pero ante la que me doblegaba cuando la pachanga o el alcohol me obligaban a bajar las defensas. Contigo yo perdí, ya tengo con quién ganar, claro que sí.
Nada en los acordes o en las letras de las canciones de LuisMi de fines del siglo XX hacía vislumbrar la creciente tragedia que se desarrollaba en las casas y las calles del país. Ninguna pasión romántica, ningún sufrimiento ante la pérdida del objeto amado presente en estas canciones remitía, ni siquiera por equivocación, a la desaparición concreta de un número creciente de mujeres en nuestro entorno. El Sol le cantaba al amor, o a la falta de amor, en un contexto aparentemente impermeable a las garras de la guerra. Si algo ha logrado la serie de Netflix al centrar la historia de vida del cantante alrededor del feminicidio de su madre es regresar estas canciones al contexto que las vio nacer: un país cruel, dominado por la violencia patriarcal, en el que las relaciones entre hombres y mujeres se volvían cada vez más letales. ¿Así que cuando coreábamos las palabras aparentemente sosas, cuando repetíamos sus coros inocentes solo en apariencia, estábamos ya participando del duelo por la madre (hija, hermana, vecina, prima) que nos había arrebatado la violencia?
Cristina Rivera Garza/Escritora mexicana

