Mi historia de los mundiales I: Italia 90
Una recapitulación personal del Mundial que ganó Alemania a costa de la Argentina de Maradona, gracias a un penal dudoso
En 1986, Argentina se coronaba campeón del mundo en México y la fiebre maradoniana lo inundaba todo. Mis recuerdos de aquel momento son vagos; apenas puedo rememorar yendo en el auto de papá por una carretera o similar en una caravana ruidosa que cantaba: “marado, marado…” Me acuerdo de alguien que iba adelante de nosotros y llevaba en la espalda la número 10 y yo, gritando eufórico: mirá, ¡el Diego! Lo demás es una nebulosa imposible de dilucidar…
Mi verdadera historia de los mundiales recién comienza en Italia 90, con 10 años. Llevaba 4 meses en Santa Cruz; y por entonces, mis únicas pasiones eran la albiceleste y mi alicaído Independiente; Bolivia vendría después, para darme sufrimiento. A partir de ese mundial mi vida empezó a contabilizarse cada 4 años. Siempre que quiero recordar un episodio de mi existencia lo pienso a partir de los mundiales, por ejemplo: si mi primer beso fue a los 12 años sucedió en la antesala del Mundial Usa 94, mi estadía en La Paz es más nítida porque ese año se jugó el mundial 2002 y así…
De Italia 90 no hay una sola fisura en mi memoria futbolística. Llegar apurado del colegio y prenderme de la tele para ver como el gigante de Oman Biyik saltaba y conectaba ese cabezazo que se comería Pumpido; gritar hasta casi quedar afónico el gol de Caniggia frente a los brasileros, después de la única jugada memorable que hiciera Maradona; cuando Valderrama puso ese toque asombroso que pasó entre tanto alemán para que el enoorrrme Rincón conectara el empate que le dio el pase a octavos de final, de la furia de Camerún que casi deja afuera a los ingleses, de los penales atajados por Goycoechea, de los lugares exactos donde vi cada uno de los partidos, del error garrafal de Higuita frente al imponente Milla, de Cayasso y la sorpresiva Costa Rica, de cuánto odiaba a Zenga y su mirada sobradora, de la decepción que significaron Van Basten y Gullit, de la emotiva canción “Un State Italiana” y de mis lágrimas en la final cuando Brehme pateó ese penal injusto e imposible.
Italia 90 no fue el mejor mundial, más bien mostraron un juego opaco y con pocos goles; sin embargo, para el niño de 10 años que recién despertaba a la pasión del fútbol significó la gloria y el nudo en el corazón y la garganta.
Pablo Carbone

