Memoria sobre un festival de música (I): el sacrificio de Camilo Caetano
Primera parte de la crónica de un festival de bandas emergentes en Cochabamba. Un evento autogestionado por debutantes que inician la ardua tarea de la gestión cultural en esta ciudad
Ahí estoy yo, ese sábado 8 de julio del año 2024, deambulando en círculos en un destartalado y lerdo taxi. Estoy buscando un boliche llamado Piston Bar, que, aparentemente, se encuentra en la periferia noroeste de la ciudad. Son las 22:50 y el frío me cala los huesos. En la radio, una voz relata con emoción que Uruguay le ha ganado a Brasil el pase clasificatorio a semifinales de la Copa América. Todas las personas de esta ciudad están en sus casas abrigados, atestiguando ese infartante encuentro. Todos menos yo. Yo estoy ahí colérico, en un estado confusional, en ese viejo taxi, buscando un boliche que por las referencias parece un espejismo perdido de la mano de Dios.
Me disponía a ir al Festival Bajo Cero, un concierto donde bandas locales y del interior del país iban a presentarse desde tempranas horas de la tarde. Yo tenía mi entrada desde mediados de junio, pero mi interés no era el festival en sí, sino en dos bandas de mi predilección.
La primera es una banda cochabambina: los Últimos Glaciares, en mi opinión, uno de los mejores grupos del rock nacional actual. Los Glaciares cuentan en su haber con dos álbumes publicados: el primero titulado Últimos Glaciares del 2018 y Ceremonias del 2022. Esta discografía y varios EP se encuentran disponibles al público en las plataformas mundialmente conocidas.
Los Glaciares son grandes. El grupo conformado por Jhonny Rojas, Adrián Rojas, Marcelo Sandoval y Juan Pablo Sanabria han desarrollado una música tan interesante y novedosa que atrae una fiel multitud de fanáticos que no se los pierden por nada del mundo. Hoy volverían a tocar después de un intervalo de meses. Es que estos Glaciares, serán unos genios y todo, pero tocan cada muerte de obispo, por lo que es habitual que sus incondicionales acudan entusiasmados. Por lo menos, yo estoy así.
Igual que me perdonen los Glaciares, pero yo no voy al concierto solo por ellos, en realidad, lo confieso: quiero verlo al Camilo Caetano.
Proveniente de La Paz, se trata de una propuesta sumamente novedosa y diferente que asombra de sobremanera. Hasta la fecha cuenta con un EP titulado Abigarradx, igualmente a disposición de todo el público. El Camilo es increíble. Con él entendí por qué los aztecas tenían fascinación por los sacrificios humanos y por la sangre. Es que han debido ser espectáculos impresionantes que se quedaban grabados en la memoria como signos imborrables. Ese asombro experimente cuando lo vi en el marco de un concierto carnavalero junto a Thiago FM y Los Ex Amantes Secretos en La Muela del Diablo: Camilo Caetano era un chamán que sacrificaba su guitarra, exprimiéndole sonidos que asemejaban un aullido sucio y robótico a la vez, como si se tratase de una víctima sagrada al encuentro de los dioses guerreros y él, Camilo, está poseído y de su boca no salen palabras, sino el oráculo estridente de alguna entidad. Es fantástico. Desconcertante. Yo estaba atónito y comprobaba satisfecho la incredulidad de mis acompañantes que no entendían lo que pasaba. Es que su show es tan poderoso que no deja lugar al raciocinio y está acompañado por una sección rítmica de otro mundo. Ese baterista es una joya. Cómo toca el “hijo de puta” y uno se siente en una fiesta techno que te sacude el cuerpo. Me encantó y juré que no me lo perdería la próxima vez, y las sucesiva, y las demás. Es decir, hice un juramento de sangre para nunca perderme ese magnífico ritual. Hoy seguro repetiría la experiencia.
La cosa es que ese boliche se ha perdido del mapa, y por más que lo buscamos no lo encontramos, y el taxista me pregunta no sé qué incoherencias que no sé responder. Por suerte está mi esposa, para resolver el asunto. Yo no puedo pensar en nada más que en el sacrificio azteca, que quiero cometer con ese taxista que sigue hablando y me pone aún más nervioso, mientras los minutos corren y el reloj marca las 22:53.
Además, para añadir más leña al fuego, insólitamente, y como si los dioses complotaran contra mí, el festival está en hora. Esa noticia me deja en shock. Me lo re confirma el Chelo de los Glaciares con quien me mensajeo. Es que tenemos cierta familiaridad. Saben a lo que me refiero, ¿no? La cosa es que después de millones de conciertos que a veces acumulan horas de retraso, justo hoy, sí, hoy mismo, todo anda como reloj suizo (punto a favor para la organización) y el Camilo que se presenta a las 23:00, se va a presentar a las 23:00. Es como una broma: yo acá, perdido en el tiempo y el espacio, buscando un boliche de mierda, quien sabe dónde, en la inmensidad de la periferia noroeste de la ciudad y el Camilo tocando en hora. Algo nunca visto.
A las 22:56, divisamos un grupo de gente con vestimentas atípicas. Deduzco que hemos llegado. Ese taxi desvencijado, ha realizado el milagro. Llegamos apenas tarde. Le pago lo que quiere al maestro, quien ha pasado de ser víctima de sacrificio a héroe mitológico y abandono el vehículo con rapidez. Afuera hay un aire como de que algo no está en orden. Dejo atrás a mi mujer y salgo disparado como un cohete. El lugar es lúgubre e improvisado. Tiene aire de cantina deprimente con mesas de billar viejas y borrachos vestidos de cuero desperdigados por aquí y por allá. No me fijo en nada, mi único interés es ver a Camilo Caetano, así que voy como misil dirigido a su búsqueda. El concierto se realiza en el patio del boliche, un canchón de tierra con maderas y basura lanzada por todo lado. He llegado casi a tiempo. El Camilo está en el escenario. Apenas ha comenzado. Ya el tiempo no me interesa, solo me importa verlo a él en su performance de chamán sacrificando su guitarra.
Nos ubicamos en el canchón, sin embargo, algo falla: la música suena apenas. Esa guitarra, otrora un instrumento magnífico a ser sacrificado extirpando sus notas, hoy está apagada. No puede ser. ¿Y la voz? ¿Y la potencia? Nada de nada. Espero un rato. Respiro. Me enciendo un pucho. Me acerco al medio del concierto y compruebo para mi molestia que unas luces intermitentes me dan directamente a los ojos, como esas series japonesas que te causaban epilepsia. Seguro van a arreglar los problemas, pienso. Pero nada, todo sigue igual. Todo sigue una mierda. El Camilo lo sabe e intenta arreglar la situación, pero no lo logra. Las luces nos siguen perforando la cabeza: hoy el sacrificio se ha invertido y el chamán es la víctima. Asisto al sacrificio de Camilo Caetano que se ha dado muerte a sí mismo.
El Chelito se acerca y me saluda afectuosamente. Lo recibo con cara de ojete. ¿Qué ha pasado?, le pregunto. Hace un gesto de resignación. Esto no va a mejorar y esas putas luces siguen. Miro a mi alrededor y me doy cuenta que estoy en un cole: el público habitual ha rejuvenecido y todos los asistentes oscilan los 18 años. Nadie se me acerca porque mis facciones viejas les recuerda el pálido beso de la muerte. El Camilo sigue agonizando. Termina de tocar “La Noche”, un temazo increíble y no hay aplausos. El público está desconcertado, pero esta vez se asombran de lo mal que sale todo. Yo he intentado acompañar la canción con todo lo que puedo, pero ni así puedo sentirme a gusto. Sube La Safos, una artista queer a tratar de mejorar la situación, ya de por sí insalvable. Ya no aguanto esas luces. Vámonos al fondo, le digo a mi mujer. Los niños que componen el público han perdido su poco interés. No los culpo. El Camilo quiere que la noche acabe. Toca “Coca Zero” como epílogo perfecto de una noche para el olvido.
Yo estoy desconcertado. No salgo de mi decepción. Se supone que esto tendría que ser maravilloso y aquí estamos, desolados entre la arena, el humo y esas luces de mierda que seguro ha dejado a estos pobres niños, zombis. Estoy desilusionado. Falta que toquen los Glaciares, pero esto podría ser un desastre de proporciones bíblicas. Necesito un trago. Voy a la barra del bar y me atiende una mujer robusta muy malhumorada que me deja hablando solo para atender el mensaje de alguien en su WhatsApp. Cuando se digna atenderme me vende dos heladas Budweiser que están en promoción, bueno al menos eso. En el camino me encuentro con el Vic, un habitual de los conciertos y baterista de los Ex Amantes Secretos, nos damos un abrazo. Sorbo a la cerveza que entra bien. Bueno, me voy al fondo con mi esposa, mientras atravieso el canchón, dónde el Camilo se desangra sin ganas.
Lo veo al Andrés que se ha subido al escenario para hacerle el aguante al Camilo. El Andrés, para quien no lo sepa, es un espectáculo en sí mismo. Es un fan devoto de la movida local y su devoción se expresa en la multitud de disfraces con los que acompaña a las bandas: una vez era un gato alienígena andrógino, otra un ángel azul, otra una portada de un álbum de My Bloody Valentine, hasta incluso lo he visto disfrazado de Andrés común y corriente. Siempre baila, salta y grita. Hoy, a pesar de sus esfuerzos, no se anima para nada y baila un rato en el escenario y luego se va. No sé qué le pasa. Creo que se ha disfrazado de musa musical o algo así.
Después de un rato, me entero de que ha fallado el sonido, que no ha habido tiempo de probarlo previamente. Y es que, no lo mencioné, pero este evento ha sido gestionado por bandas primerizas (propuestas muy novedosas, por cierto), la mayoría haciendo sus debuts y ahí caigo en que, claro, normal y entendible que haya defectos. Aun así, mi dolor por no experimentar la música del Caetano no se puede apaciguar y mi mueca dromedaria toma ribetes importantes.
Ahora llega el momento de los glaciares…
Favio Javier Sandoval Lopez
Crédito foto: Toni Villazón

