Los hijos de Ugolino: dos epílogos de la literatura boliviana
Una lectura comparativa de dos textos insertos al final de dos libros de Hilda Mundy y de Carlos Medinaceli
“Poscia, piú che ‘l dolor, poté ‘l digiun”.
Dante Alighieri
En estos tiempos, valoro y estudio mucho las piezas o formas externas e internas que rodean a ciertas obras de la literatura boliviana. En palabras de Gérard Genette (1930-2018), estas copresencias son los paratextos, un conjunto de elementos que acompañan al texto de una obra publicada y lo convierten en libro como tal: el título, el prólogo, el epílogo, la portada o las ilustraciones (internas). Además, sugiere que es un umbral o un vestíbulo que permite al público entrar, retroceder o ampliarse en la obra. En esa dirección, me he topado con otras herramientas externas: hojas manuscritas sueltas de autores reconocidos, notas escritas detrás de fotografías, diarios literarios, litografías de autores y otras rarezas más.
No es mi afán presumir de estas apariciones, sino de darles una nueva acuñación de sentido. En consecuencia, comentaré sobre dos epílogos de igual número de libros que llegaron a mis manos. Uno es “Colofón. Reflexiones sobre el humorismo”, de Manuel Frontaura Argandoña (1906-1985), inserto en Pirotecnia (1936), de Hilda Mundy (1912-1980) y “Epílogo. Nuestra generación y la lucha por la defensa de la personalidad”, de Carlos Medinaceli (1898-1949), publicada en Estudios críticos (1938), libro del mismo autor. En esta ocasión me detengo a ver estos epílogos como el espacio para reflexionar sobre el reconocimiento de dos generaciones literarias bolivianas y, al mismo tiempo, se convierte en un punto estratégico para revelar un trasfondo, es un territorio de peticiones para dejar de ser una generación de escritores suicidas.
En una orilla, Jorge Luis Borges (1899-1986) afirma que el epílogo “no es simplemente una conclusión final, sino un espacio de reflexión y conexión directa con el lector”. Por eso, en “Colofón”, Frontaura nos comparte sus motivaciones efectivas de la lectura de Pirotecnia, pues resalta que “por primera vez he pensado que puede florecer un auténtico humorismo en estas alturas”. Además, se enfoca en reflexionar sobre la positiva joven presencia literaria y el proceso creativo de la escritora Mundy. Opina que ella “era hace dos años una persona más. Nadie habría adivinado en su silencio, que entonces ocultaba el despertar de su espíritu analítico, la revelación que se preparaba. Y fue en el periodismo demoledora sátira contra una sociedad encorvada por los convencionalismos, contra una estructura social abatida por la ficción y aniquilada por el robo colectivo”.
En la otra orilla, Ricardo Piglia (1941-2017) certifica que un epílogo logra profundizar la lectura porque puede “ofrecer una perspectiva diferente sobre la historia principal”. En ese orden, “Epílogo”, efectivamente, es el texto final de su libro, pero no es el tradicional comentario conclusivo a las que le preceden. Sino aprovecha ese espacio para hablar sobre la frustración de las “generaciones bolivianas en Bolivia” y la ardua lucha de la individualidad para surgir ante ese medio adverso. En este sentido, Medinaceli confiesa que la generación literaria de Alcides Arguedas (1879-1946) es una generación fracasada “porque de ella, los de las subsiguientes generaciones hemos heredado tan poco de bueno, que ya casi no nos queda nada de aprovechable para la acción de hoy, y, menos para la de mañana”. Asevera que “ni en la escuela, ni en la Universidad, ni en el medio ambiente, en general, nos han educado para que ya, en la vida práctica, tengamos la capacidad de crearnos, por virtud de la iniciativa y esfuerzo personales, una situación económica independiente, que posibilite también la libre expresión de la personalidad”, pero el artista debe defenderse a sangre y fuego contra esta acción nulificadora.
Los dos apéndices finales se presentan como nuevas formas de interpretación del texto principal. En esa relación tangencial, Frontaura cuenta con temor que “como amigo le habría aconsejado a Hilda que abandone las incomodidades de esa vida inútil y propicia a las mordeduras de la jauría como es la del escritor en Bolivia. El clima no es muy propicio para el desarrollo de empeños generosos”. Pero, en su obra inicial, ella demuestra su gran talento y “como un diamante es invulnerable ante todo lo que no sea prodigar, sin temor y siempre con alegría, la luz irisada de su espíritu”. En otras palabras, enfatiza su empeño de escribir muy bien.
Medinaceli, de igual forma declara que “los que no dejamos que la pérfida Helena del ambiente nos arrebate el Yo, o, por lo menos, luchamos por no dejárnoslo arrebatar y no vendemos, tampoco, como Fausto, el alma al demonio de la concupiscencia colectiva, entonces, somos acreedores a la judaica condenación que sufrió en su alma el estoico Spinoza: somos arrojados de la Sinagoga por herejes y traidores a la santa causa de la ramplonería socializada y nunca ya podremos salir dela jornalería de la pluma (…) o de una vergonzante y menesterosa maestreescuelía como el suscrito y nos veremos obligados a vivir refugiándonos en la franciscana filosofía del harapo…”.
De esta forma, tanto Frontaura como Medinaceli utilizan, por un lado, el epílogo para explicar el trabajo sesudo de su lectura de las historias principales. Por otro lado, hablan de forma distinta de la obra principal porque revelan el umbral de su relato. Es una segunda versión de lectura de peticiones, donde se subraya la importancia de las generaciones literarias de escritores para sobreponerse a dificultades que se hallan en nuestro medio ambiente y, sobretodo, en el campo del oficio del escritor. Es un discurso final que alienta a resistir en nuestra propia literatura y no sufrir como los hijos de Ugolino.

