Lenguas desnudas y chicas bien
A propósito de la película boliviana ‘La lengua desnuda’, del Jo. Ru. Sierra, recientemente estrenada. En Cochabamba se exhibe en el Center
El director que firma ahora como Jo. Ru. Sierra se dio a conocer en el cine boliviano con una pequeña joya llamada “El Ascensor” de Tomás Bascopé. Fue el año (2009) que vio el estreno de otras buenas películas como “Hospital Obrero” de German “Monki” Monje, “Zona sur” de Juan Carlos Valdivia, “Rojo, amarillo, verde” de las tres B (Boulocq, Bellott, Bastani) y “Cementerio de elefantes” de Tonchy Antezana. Sierra no era el director de “El ascensor”, era el productor.
Tres años después, el cineasta cruceño se lanzó a la piscina de la dirección sin darse cuenta que no había agua. Su ópera prima se llamó “El juego de la silla”. Y fue presentada tramposamente como “de los creadores de El Ascensor”.
Aquel debut pretendía ser una obra de género de suspenso para adolescentes, al estilo del “Scream” estadounidense, con gotas de erotismo, drama psicológico y terror. Pretendía pues fracasaba en la actuación, la fotografía, el montaje y la post-producción. Y el guion, nuestro eterno problema sin solución.
Jorge Sierra es un fiel creyente del cine comercial “pipoquero”. Nuestra cinematografía tiene serios problemas para facturar cine comercial de calidad. Y “La lengua desnuda” es el enésimo ejemplo.
Su segundo largometraje de ficción tropieza con las mismas piedras de siempre: un guion deplorable y vergonzoso, unas actuaciones a la altura del desastre, una brújula extraviada, un efectismo vacuo, una pretenciosidad elevada.
Es una película boliviana/coproducción latinoamericana (chilena en la post-producción de sonido e imagen; colombiana en la post-producción de efectos visuales; y estadounidense). Cuando nos habíamos olvidado de las nefastas imposiciones de las coproducciones españolas al calor de Ibermedia en los noventa, aparecen ahora (llevan una década en otros países) las apuestas por un cine comercial latinoamericano, pensado desde Miami para satisfacer al gran público latino. Así, a los brochazos.
“La lengua desnuda” está rodada en Santa Cruz pero en una Santa Cruz despersonalizada, desnaturalizada. El café protagonista del filme podía estar en Buenos Aires, Guayaquil, Medellín o en cualquier ciudad soleada. Es más, la moneda en la que pagan los protagonistas sus cafés se llama “lobatón”. Sin comentarios.
Las dos actrices protagonistas (también productoras ejecutivas del filme) son Melissa Quintans, cubana/boliviana, residente en Miami y Mey Bianchi, argentina/boliviana, residente en Madrid. A esta última ya la vimos en otro despropósito llamado “Chicas bien” (2022) de la directora/guionista/co-productora Stephanie del Carpio.
El reparto es completado por secundarios bolivianos que quieren pero no pueden (por culpa del maldito/cursi guion) como Cristian Mercado, Luis Bredow y Julio Kempf (por cierto, éste último interpreta a un líder cívico que ha tumbado una dictadura y ha reunificado un país). Las interpretaciones (muchas sobreactuadas) son terriblemente dispares; apenas caricaturas.
“La lengua desnuda” tiene estética de videoclip (Sierra procede de ese mundillo). Y abusa de una fotografía chillona, luminosa hasta la molestia. La pretendida intelectualidad de los diálogos (el guion sobre-adjetivado también es de Sierra) lastra cualquier atisbo de conectar e identificarse con las dos protagonistas: una escritora “medio comunista” (de guiones, curiosamente) y una actriz -hija de rico- en busca de un buen “casting”.
El vacío compromiso feminista del filme con el trillado lema “onegero” del empoderamiento roza lo ridículo. Nadie se cree que esto sea la historia de dos chicas rebeldes que desafían un mundo misógino. “La lengua desnuda” no es creíble y eso es lo peor que le puede pasar a una película.
Nota mental uno: algún día habrá que hacer una crítica política a estos “inocentes” subproductos disfrazados de buena onda y mentirosa contemporaneidad.
El previsible final feliz de cuento de hadas sentimentaloide arruina el resto. Las subtramas alrededor del canal de televisión del dichoso “casting” (el montaje hace malabares para que no salga el logo de la Red Uno) estorban. Y los discursos profundos sobre del (neo)lenguaje no vienen a cuento.
Nota mental dos: el título del filme hace referencia a la necesaria franqueza del lenguaje; ¿te había pasado por la cabeza alguna secuencia de sexo elevada de tono en una película sensiblera e “inofensiva”?
Los estereotipos (el personaje llamado Rulfo es una oda a los lugares comunes de las historias “románticas”), la inicial voz narradora y las constantes e insufribles referencias a escritores, cineastas, filósofos hacen perder la paciencia al espectador más anestesiado.
De los escenarios artificiales a más no poder, no voy a hablar; de la teatralidad prefabricada que lo envuelve todo, tampoco; de las incoherencias en la construcción narrativa, menos. La banda sonora con acordeón -tratando de parecerse a la de “Amélie”- es una broma/guiño de mal gusto. A estas alturas, ¿hace falta difuminar la imagen para contarnos que los personajes están borrachos? Este cine comercial boliviano (aburrido, “descafeinado”, pretencioso y falso) ni divierte ni entretiene (sanas aspiraciones del séptimo arte); enoja. Y por eso, aleja.
Postdata: el reguetón de los créditos finales (después de que la protagonista con conciencia social atacara al respetable género musical) lo canta una chica llamada Lu de la Tower.

