Las estatuas también hablan
El último ganador de la Berlinale, el documental ‘Dahomey’, dirigido por la cineasta franco senegalesa Mati Diop, acaba de estrenarse en la plataforma de streaming MUBI
Lo primero y, acaso, lo mejor que puede decirse de Dahomey (2024), el documental con el que la cineasta franco senegalesa Mati Diop ganó el Oro de Oro del último Festival de Berlín, es que evoca poderosamente a Las estatuas también mueren (1953), el mediometraje que Chris Marker y Alain Resnais dedicaron al “arte negro”. La evocación no se reduce a que ambos filmes se inscriban dentro del documental, una categoría cada vez más insuficiente para aprehender la pluralidad formal de la no ficción. De hecho, así como el largo de Diop tiene rachas ficcionales, el trabajo de la dupla Marker-Resnais obedece a una voluntad ensayística que con el tiempo patentizó el primero de ellos. La evocación tampoco se detiene en la obviedad de que las dos son obras de cineastas franceses que, aun generacionalmente muy separados, están unidos por una pulsión intelectual indisimulable. En ambas cintas, el voice over es un dispositivo determinante para conferirle significado y lirismo a las imágenes.
Si algo hermana a estos dos documentales realizados con 70 años de diferencia, es la actitud moral para mirar la herida colonial de África desde un lugar no tan frecuentado por la historia oficial: el arte. Lo que en Las estatuas también mueren era una expedición reflexiva a través de los llamados museos de “arte negro” (piezas artísticas creadas por culturas africanas no occidentalizadas); en Dahomey es el viaje de vuelta de 26 obras de arte a Benín, de donde habían sido saqueadas por la invasión francesa de finales del siglo XIX. Dahomey es, por cierto, el nombre que entonces tenía el reino africano que fue violentamente colonizado por las tropas francesas, quienes se llevaron, como botín de guerra, más de 7 mil piezas artísticas para guardar y exhibir en sus museos.
Con una carrera previa como actriz, la joven realizadora Mati Diop (París, 1982) se ganó la atención del circuito de cine autoral con su ópera prima, la ficción de tintes sobrenaturales Atlantique (2019), ganadora del Gran Premio del Festival de Cannes (y aún disponible en Netflix). Su segundo largo podría parecer una cosa radicalmente diferente a su debut, pero no es así. Dahomey es un documental heterodoxo que, de nuevo, se ocupa de la complejidad cultural de África, apelando a un estilo genéricamente impuro, donde las presencias sobrenaturales, que en este caso son más místicas que fantasmales, se integran orgánicamente con un realismo social de coordenadas puntuales.
La impureza estilística es una marca de origen de la propia cineasta, de padre senegalés y de madre francesa, criada y educada en Francia, pero emocionalmente atada a Senegal y, por extensión, a la África colonizada por los franceses. (No es casual que su Dahomey, disponible en el catálogo de MUBI desde hace unos días, siga en carrera por el Oscar a mejor película internacional en representación de Senegal.) A esa impureza obedece, también, el lugar desde el que mira las tensiones poscoloniales entre Europa y África, que, por un lado, sortea el “europeísmo” biempensante con los otrora esclavos y hoy emigrantes, y, por otro, evita el tan oportunista victimismo del “tercermundismo” que achaca todos sus males al otro, sin hacerse cargo de sus propias taras.

Algo fundamental que distingue a Diop no solo de Marker-Resnais, sino de toda la tradición cinematográfica abocada a la colonización europea en África, es la complejidad de su punto de vista. En Dahomey, que –por su duración (68 minutos) y estructura– podría pasar por una película simple, la mirada es poliédrica o, mejor, se construye polifónicamente. Porque se trata de una mirada que se compone de voces. Lo primero que llama la atención, y donde reside el artificio ficcional del filme, es la voz de las esculturas africanas que son llevadas de Francia a Benín. Desde sus primeros instantes, una voz ultraterrenal narra, imagina, piensa y siente los avatares que la llevaron de las llanuras africanas a los museos europeos. Unas veces sobre un fundido a negro, otras sobre paisajes naturales o artificiales, la voz de las 26 piezas del reino de Dahomey –gobernado por Behanzin y defendido por guerreras amazonas– comparte la extrañeza de abandonar la oscuridad de los museos/cavernas del mundo accidental en los que vivió encarcelada para redescubrir la luz de la costa atlántica africana de la que fue secuestrada más de un siglo atrás. No esconde su miedo de volver a un lugar que ya no es como lo recuerda, que ha sido inevitablemente contaminado por el mundo occidental y para el que muy probablemente ya no signifique lo mismo que significaba antes de dejarlo contra su voluntad.
En este punto, Diop toma conciencia de la insuficiencia de su mirada/voz para comprender el trance que las esculturas, en tanto memoria cultural despojada de Benín, enfrentan al regresar a una tierra que no es la misma de la que las separaron. De ahí que salga en busca de otras voces que le ayuden a capturar la complejidad de ese reencuentro entre la comunidad y una historia brutalmente amputada de su memoria. Las encuentra, fundamentalmente, en los estudiantes congregados en una universidad de Benín para discutir las implicaciones políticas y culturales de la restitución de parte de su tesoro patrimonial. Las voces de los jóvenes revelan la necesidad de valorar la recuperación de sus esculturas más allá del hito histórico, sopesando las motivaciones de los gobernantes benineses y franceses, la relación de las nuevas generaciones con la herencia ancestral o la sensatez de replicar el modelo museístico occidental en lugar de reintegrar las piezas de arte a su ritualidad original.
La secuencia testimonial de la segunda parte del documental remite a otro cineasta francés tan esencial como Marker y Resnais: Jean Rouch. El ingeniero, etnógrafo y cineasta enamorado de la cultura africana. El precursor del Cinema Verité fascinado con las voces de los sujetos de a pie. La comunión entre la enunciación ensayística de las 26 esculturas y la lucidez testimonial de los estudiantes universitarios es otra de las manifestaciones de la milagrosa impureza –cultural, estilística, epistémica– del cine de Mati Diop.
“Cuando los hombres mueren, se convierten en historia. Cuando las estatuas mueren, se convierten en arte”. Esas son las primeras palabras que dice el narrador/pensador del documental de Marker y Resnais. Podría decir que Dahomey atestigua la vigencia de esa sentencia, pero, en verdad, la altera para acuñar una no menos cierta que podría decir algo así: Cuando los hombres hacen historia, no mueren. Cuando las estatuas se encuentran con los hombres, hablan. El viaje de vuelta de las esculturas a África es, cómo no, el viaje de vuelta de la propia Diop a un continente del que fue expulsada aun antes de nacer, pero al que le une una memoria que transciende tiempos y océanos a través del cine. Por eso, la persigue, porque intuye que, como el obrero del museo beninés que dialoga con una de las piezas recién restituidas, solo mirando de frente a su pasado despojado se encontrará a sí misma.
El autor es periodista – @EspinozaSanti

Quiso ser futbolista, estrella de rock, cineasta, pero solo le alcanzó para fracasar como cinéfilo en la soledad de su cuarto. Quiso ser escritor y en el periodismo sigue fracasando de forma impune hasta que alguien criminalice y prohíba el fracaso.
