La memoria redimida (II)
Segunda parte de una reseña de la película boliviana ‘La casa del sur’, dirigida por Carina Oroza y Ramiro Fierro, aún disponible en cines bolivianos
Entre escenas de humor ligero y de introspección severa, poco a poco el blog deja de ser importante en la historia y en la vida del personaje central, porque al prolongarse —contra su voluntad— su estadía en la sombría casa del sur comienzan a asaltarla los recuerdos, primero como piezas sueltas de un rompecabezas, y luego, al final, al colocar la última pieza, como una foto entera de su existencia, no solamente de su vida. El mismo puzle, dado la vuelta peligrosamente para que no caigan las piezas, completa el eje del pasado, aún menos amable. Todo esto contado de manera tan natural que parece vivida (el relato está basado en recuerdos de la abuela de la directora), porque como la vida misma, teje momentos de alegría y de dolor, sentimientos encontrados, frustraciones pero también respiros de libertad (la música, por ejemplo).
Las canciones compuestas para el personaje de la tía constituyen un aspecto narrativo esencial porque contribuyen a completar el rompecabezas de Ana como si la vieja guitarra sin cuerdas hubiera comenzado a hablarle. Pero en desmedro de ese plano musical perfectamente integrado en el relato, la música incidental (especialmente cuando se oyen violines en pleno diálogo entre dos personajes), resulta discordante porque ocupa el primer plano, como si se divorciara de la imagen.
No creo que adelantar algo sobre la trama sea un “spoiler”, como se dice ahora en inglés (ya que la traducción española “destripar” que recomienda la RAE es una sandez). No revelaré más de lo que leí en el material de difusión de la productora: el filme se inspira en un hecho real sucedido durante la dictadura militar en una casa de hacienda donde Anita y su tía Lu (Alejandra Lanza) son retenidas por un capitán y su tropa que busca a supuestos guerrilleros y pruebas de la complicidad de la madre de Anita con ellos. Ana detesta a la tía que no ha visto en 25 años porque la culpa de algo que la marcó por el resto de su vida, pero intuimos desde el inicio que se quedará en Tarija más de lo que había planeado, y que la casa donde vivió de niña la atrapará afectivamente, pero no diremos cómo transcurre ese itinerario de reencuentro con el pasado y cómo se produce su propia redención. En toda historia de ficción que se respete, no importa tanto lo que se cuenta sino cómo se cuenta, porque toda historia se complementa en el lector-espectador. Los méritos de la película de Carina Oroza están precisamente en esa manera de contar lo que comenzó como un testimonio familiar.
La casa-hacienda donde se filmó el largometraje es un espacio bucólico que lo mismo sirve para recrear el miedo y la violencia de la dictadura, que los momentos de armonía familiar. Es un espacio ideal para que se desarrollen las relaciones entre las mujeres protagonistas, una casa con frutales y viñedos que se extienden hacia el rio, un río que se ha secado (como ha sucedido en la realidad con tantos ríos en Bolivia), una metáfora del país que se deteriora gradualmente en su naturaleza y en sus valores. La estructura de montaje temporal en paralelo funciona de manera eficiente. Hay dos artífices para que ello ocurra: el editor de imagen y sonido, coproductor y codirector Ramiro Fierro, y el director de fotografía Ernesto Fernández Tellería.
Otra fortaleza es la dirección de actores, en la que Cristian Mercado parece haber aportado más que en su propio personaje de macho acomplejado sin matices: Ana en sus dos versiones temporales, niña y adulta (interpretadas respectivamente por Arwen Delaine y Piti Campos, excelentes en la sutileza de sus expresiones), el extraordinario Mondacca (Nicolás, guardián de la memoria y de la ética), Alejandra Lanza (la tía creativa que lleva por dentro la procesión) y Cristian Mercado (el capitán Suárez). Frente a actores tan profesionales, algunas escenas resultan caricaturales por la sobreactuación de actores secundarios que tienden a hacer la parodia teatral de sí mismos. Quizás la idea de la directora era contrastar el humor superficial y la extroversión atribuida a los chapacos, con la densidad de una historia marcada por el dolor en la que progresivamente nos adentramos para quedar atrapados.
La casa del sur es la casa simbólica en la que nos ha tocado vivir a todos los que hemos pasado por dictaduras y gobierno autoritarios. Resuena en lo más profundo de quienes han (hemos) sido víctimas de la persecución y del exilio, pero además interpela a las nuevas generaciones que han vivido otro tipo de autoritarismo: la autocracia del MAS que ha dinamitado los valores de la ética y moral de la misma manera que las dictaduras destruyeron los cimientos de la sociedad democrática. En ese sentido la película de Carina Oroza es muy actual, porque su recuperación del pasado engarza perfectamente con un presente sombrío y poco esperanzador.
Alfonso Gumucio Dagron

