La insinuación erótica en tres novelas bolivianas
Una sugestiva lectura de los libros ‘La Chaskañawi’ (1947), de Carlos Medinaceli, ‘La telaraña’ (1973), de Hugo Boero Rojo, y ‘Los minotauros’ (1992), de Tito Gutiérrez Vargas
Este artículo examina el papel de la alusión erótica en ciertos pasajes de ciertas novelas bolivianas. Por eso, se presentan tres casos en los que se evidencia que sus autores han incorporado escenas no explícitas en sus propias ficciones, entre ellos, Carlos Medinaceli (1898-1949), en La Chaskañawi (1947); Hugo Boero Rojo (1929-1997), en La telaraña (1973) y de Tito Gutiérrez Vargas (1948), en Los minotauros (1992), para brindar un contexto hedónico al lector. Son partes donde se exaltan los sentidos y se advierte la tensión entre el sujeto y el objeto del deseo. Esta lectura erótica posibilita observar la unión momentánea de dos cuerpos que se atraen. Dos cuerpos que (se) hablan y que los leemos dentro del margen de la imagen y de lo real. En ese sentido, sostengo que mirar el cuerpo es el leitmotiv de este comentario y la esencia de su presencia en estas obras instaura un nivel de experiencia excitante dentro de otro nivel de experiencia relajante.
“La Chaskañawi, fruto jugoso de la campiña, albérchigo rosado y sabroso de tierra virgen, era la afanosa germinación potente y cálida, el estrépito creador y la euforia dionisiaca de la primavera; cuando vio que también Adolfo la contemplaba, se le salieron los colores a la cara en una oleada de vida, se puso roja como una amapola, le relampagueó la mirada y el palpitar de los senos la sacudió eléctricamente aflojándola súbito como un desmayo: ella sintió entonces, con la certera claridad del instinto y el ritmo potente de la sangre, ¡que ella sí lo amaría con una fuerza, con un vigor, con una rabia, con una desesperación!…”
En esta cita cargada de descripciones y metáforas ardientes de La Chaskañawi, Adolfo al observar el cuerpo de Claudina hace que se sonroje. Es el mirar a una presencia sanguínea que siempre está en un lugar oportuno, pero constitutivamente es distante de otro: “aquellos cuerpos tan antípodas”. Esa entidad es inspeccionada visualmente y ello gracias a que resulta ser, como la escritura, leíble. El cuerpo habla. Además, él ve una entidad de fuego y “potente como la sangre” que recorre las venas. Esta circulación bermeja hace que se configure el cuerpo como un texto visual e impulsa a que su lectura sea crucial para fraguar un contexto erótico. En este caso, ambos cuerpos se extravían y “Adolfo y Claudina levantaron sus copas. A tiempo de servirse cruzaron sus miradas como el resplandor de dos aceros; en aquel momento se hablaron sus almas”.
“Aquí la tengo a mi lado como tuve aquel sol en la mina… y ella también quema pero aún más adentro que ese sol; siento su respiración suave en sus pezones que me tocan y vuelven a tocarse… Aquí está ella; un ser desconocido que de pronto es como yo mismo. Aquí está ella venida desde los siglos, junto a mí viendo desde los siglos, donde el caos se hizo célula y la tormenta voz. Aquí estamos en la ofrenda de amor a un Dios desconocido que quiere vivir entre dos seres a la vez… y vive; que quiere ser poema… y es poema; que quiere ser furor… y es furor; que quiere ser ternura y la consigue. Aquí a mi lado, un pedazo de carne se ha hecho espíritu y tomo ese espíritu entre las manos sin que huya”.
En esta cita de La telaraña aflora el sentimiento de la mirada que quema y refiere el encuentro del boliviano Armando con la paraguaya Elaida. En ambas presencias hay un anhelo de posesión, pues dos quiere convertirse en una unidad. Entonces, el cuerpo es, en todo caso un corpus. La propia etimología de la palabra en latín conserva el sentido de una estructura física de un ser vivo como la idea de conjunto. Lo erótico pasa por el anhelo de habitancia en el otro. El corpus es presencia(s) y figura(s) ardiente. Un corpus que (con)tiene espíritu y carne. Este encuentro destella como un relato en búsqueda de otro relato, pero que va más allá de las palabras.
“La primera fue Albertina, mujer bastante madura. Yo tenía los ojos llorosos cuando entré por primera vez en su cuarto. Pobrecito, dijo ella. Aún no comprendo lo que pensaba cuando murmuró aquello, ni lo que yo buscaba al presentarme en su alcoba con los calzoncillos como única prenda cubriendo mi desnudez. Mi orfandad era real, necesitaba de una mujer; pero no sé si de la madre que había perdido antes de tiempo, o de la hembra que empezaba a desear. Me acosté junto a ella. Por algunos minutos no precisé más que de su calor, sin comprender lo que significaba aquel placer de cuerpos apretujados. (…) Aquella primera vez, permanecí a lo largo de varias horas, prendido a ese cuerpo femenino, tibio y oloroso a días sin agua; pero hembra al fin, exudando esos vahos que siempre producen placer y agonía”.
En esta pieza de Los minotauros se exalta el deseo corporal como continuación de cierto placer. Por lo tanto, refleja como Angustio tiene un primer acercamiento físico hacia Albertina. El protagonista es un eros que describe, por primera vez, el cuerpo del otro con fogosidad (reescritura). En ese afán de permanencia hay un encuentro del cuerpo consigo mismo y reconocimiento de lo otro “que siempre producen placer y agonía”. Se hace lenguaje de todo lo que mira y siente. Por último, planteo que en estos tres fragmentos el mirar el cuerpo, desde lo erótico, es mirar un objeto de placer. Erotismo y texto. Y la insinuación erótica sumida en estas novelas está ubicada en espacios muy sensibles, acaso inteligibles a primera vista, pero que, al final, se convierten legibles, apasionantes y centrales.

