Kette, a tu costilla, que atraviesa mi costado. A 508 años de la Reforma protestante
Catalina de Bora nació un 29 de enero de 1499 en Sajonia; de padres nobles con raíces eslavas. Creció en una granja, por lo que estaba muy familiarizada con la agricultura. A sus 6 años, después de la muerte de su madre, su padre decidió enviarla a la escuela monacal de las benedictinas de Brehna, cerca de Bitterfeld. Ahí aprendió a leer y escribir, a cantar los salmos, a orar el Padre Nuestro, un poco de latín y otras cosas no menos importantes. Luego, entre 1508 y 1509, ingresó en el convento cisterciense Marienthron de Nimbschen, orden nacida de la segunda reforma benedictina, por lo que su formación tuvo que estar guiada por la regla de San Benito: ora et labora. No está demás señalar que en aquel tiempo las mujeres tenían solo dos opciones que les ofrecían protección y seguridad, tanto física como espiritual: la vida monástica o el matrimonio. Siendo este último la opción que menos dicha les prometía, muchas doncellas entraban en el convento, incluso obligadas por sus padres.
En aquel contexto, con una Iglesia en crisis y la Reforma en el horizonte, Lutero escribió un texto contra la vida monástica; en él enfatizaba que las muchas exigencias de los conventos no eran necesarias para la salvación, y que cualquier servicio que no proviniese de un corazón libre solo atraería pecado. Como señalan Markwald y Morris, el conocimiento de este escrito habría sembrado el escepticismo en monjas como Catalina de Bora; insuflándoles el deseo de abandonar el claustro. Se entiende el miedo que debieron sentir ante esta sola idea, pues significaba avergonzar a sus familias con la ignominia de haber renunciado a sus sagrados votos. Siguiendo el relato de los autores citados, algunas monjas decididas a abandonar el convento Marienthron, le habrían escrito secretamente a Lutero preguntándole si podía ofrecerles consejo y ayuda. Al Reformador no le fue fácil acceder a este pedido, sabiendo que esto no sería del agrado de muchas gentes. Después de mucho conflicto con sus amigos más cercanos y consigo mismo, accedió a darles protección. Así, en las vísperas de pascua de 1523, doce monjas huyeron del convento, llevando con ellas tan solo sus hábitos para protegerse del frio. Tres fueron recibidas por sus familias y el resto fue hacia Wittemberg; de estas últimas, a unas Lutero las acogió en el “monasterio negro” y a otras en casa de sus amigos. El Reformador sabía que aquella protección debía ser temporal, por lo que “[d]esde el primer momento se afanó por buscarles marido; no había mejor manera de procurarles un seguro y estable acomodo”. Logró con éxito que ocho de las nueve monjas se casasen, pero fue difícil conseguirle marido a una de ellas: a Catalina, mujer de carácter soberbio y ambicioso.
Catalina, aunque fuerte en muchos aspectos, no tardó en enamorarse vivamente de un joven norimbergense, proveniente de una familia rica; sin embargo, aquel muchacho desapareció sin noticia. Esto no es de extrañar, pues, ¿quién querría casarse con una monja desertora? ¿Qué madre querría tenerla como nuera? Catalina, ambiciosa como era, rechazó al que la pretendió después: Gaspar Glatz, Doctor en teología; a quien detestaba por ser roñoso y avariento. Esta monja fugitiva sabía lo que quería y no se casaría con un cualquiera, a pesar de la insistencia del “señor Doctor”. Ella solo estaba dispuesta a casarse con Lutero o con el profesor de teología, Nicolás de Amsdorf, siempre y cuando uno de ellos aceptara desposarla. Finalmente, Lutero decidió tomarla por esposa. Su matrimonio no fue producto de un tierno enamoramiento, pero logró engranar casi a la perfección. A decir de algunos autores, fue “un matrimonio sereno, tranquilo, con amor de brasa, ya que no de llama, fundado psicológicamente en el feliz acoplamiento de los caracteres y en la recíproca necesidad”. A partir de ese momento, Catalina fue convirtiéndose en figura central del movimiento reformado; no fue solo una ayuda silenciosa, sino un apoyo constante a través de la oración y la convivencia diaria con el Reformador.
Para muchos celosos y dolidos católicos romanos, Catalina de Bora no era más que una monja desertora; que vio como poca cosa los votos con los que se había prometido al Señor, para luego jurarle fidelidad a un hombre soberbio e inmoral. Lutero, padre de todos los “apóstatas protestantes”, habría alentado a muchas doncellas consagradas a quebrantar su juramento. Para colmo de males selló dicho perjurio con un matrimonio en secreto. ¡Cuán escandaloso debió ser en ese tiempo el que unas monjas abandonasen el convento! ¡Cuán abominable incitar a una “novia virgen de Cristo” para convertirse en la esposa de un traidor de la Iglesia! Un hombre que, según los papistas, era el único merecedor del infierno, junto a Judas Iscariote. Estos veían en Catalina una pecadora guiada por sus más bajas pasiones. Es más, algunos la acusaron diciendo que “en arreos de bailarina había […] [ido] a Wittenberg y […] [allí] había vivido con él en abyecta y pública barraganía antes de tomarlo por marido”. Si alguna caridad había en esta monja, se habría ido entibiado hasta que su oración no fue sino frialdad, rara y cada vez más corta. Sin embargo, ella, ejemplo de la mujer protestante, fue quien acompañó a Lutero y a la Reforma.
Diciéndolo sin mucho rencor o fanatismo, para inspiración de unos y enfado de otros, Catalina de Bora era una mujer de casa. A decir de algunos autores, era “hacendosa, economizadora, un poco mandona y presuntuosa […]. [C]ultivaba la huerta, hacía la cocina y elaboraba la cerveza”. En suma, se bastaba solita. Gracias a ella, Lutero pudo concentrarse en enseñar teología y predicar el Evangelio. ¿Qué hubiera sido del Reformador sin semejante administradora? Probablemente el ingenuo y generoso corazón agustino del Reformador hubiera terminado por vaciar las arcas del hogar. “La Doctora”, como muchas veces la llamaban, fue el consuelo de Martín. Se dice que una vez, cuando este estaba deprimido, Catalina no encontró mejor manera de confortarlo que vistiéndose de negro. Lutero le preguntó si iba a un funeral. Catalina le dijo que no, pero como él estaba tan deprimido, como si Dios hubiese muerto, ella lo estaba acompañando en el duelo. Y Martín se levantó…
Lutero nunca dejó de agradecer a Dios por la gracia que había recibido al tener por mujer a Catalina. La llamaba cariñosamente “Ketha, Kethe o Kette, que en alemán significa cadena; por eso, jugando con la palabra, dice: ‘Estoy atado y cogido por mi Cadena’ (Kette), y sigue traveseando con el apellido Bora o Bore, al que le da el significado de Bahre, que en alemán es lo mismo que ataúd: ‘Yazgo sobre mi ataúd, muerto al mundo’”. Estaba tan cautivo de sus manos, que no podía resistir a sus ruegos ni a sus lágrimas. Cuánto menos a su enojo, semejante a la ira del Señor. Las guerras o el infierno eran un juego de niños comparados con la ira de “la Doctora”. No otra cosa significaba el respeto ante una mujer que, en su lengua materna, sabía de teología; con razón, y para el enfado de Martín, ella nunca pudo olvidar su “Ave María”, como si Cristo no fuese suficiente y único consolador. En resumen, era una mujer espiritual. En una ocasión, Lutero dijo: “‘Llegará el día en que un hombre se case con más de una mujer’. Respondió la Doctora (Doctorissa): ‘¡Que se lo crea el diablo!’ Dijo el Doctor: ‘La razón está, Catalina, en que una mujer no puede engendrar más de un hijo al año, y el marido muchos’. Respondió Catalina: ‘San Pablo dice que cada cual tendrá su mujer propia’ (1 Cor 7,2). Replicó el Doctor: ‘Propia, sí, pero no única; eso no lo dice San Pablo’. Y así bromeaba el Doctor largo tiempo con la Doctora, la cual decía: ‘Antes de sufrir eso, entraría yo de nuevo en el monasterio, dejándoos a vos y a todos los hijos’”.
Jhillmar Chile Ibañez

