Juan Araos. En su voz las mariposas
En memoria del poeta y filósofo Juan Araos Úzqueda, que recientemente falleció el pasado mes de febrero, y conmemorando el 21 de marzo, Día Internacional de la Poesía, el Centro Patiño de Cochabamba (Potosí #1450) recibe a amigos, colegas y familia para homenajear la vida y obra del también docente y lingüista chileno. La cita es a partir de las 19.00 y el ingreso es libre. Como parte de esta actividad, la Ramona publica una serie de textos del escritor que gentilmente fueron facilitados por su familia
Borges: El Hacedor
Juan Araos Úzqueda

La única vez que vi a Borges cerca fue una tarde de sol, en el campus Oriente de la Universidad de Chile, en Santiago, hace más de veinte años. Entró al aula magna como Homero, sosteniendo su bastón con las dos manos, sin apoyarlo, sin apoyarse en él. Lo flanqueaban dos funcionarios del régimen. Uno de ellos era el decano de la Facultad, un hombre ambiguo que usaba sombrero y faja. ¿Qué hacía ese hombre saludando a Borges? Borges era Homero. Homero se detuvo unos segundos a la entrada y después principió a caminar muy despacio, la cabeza erguida, la luz en la cara. No vio que mi amigo Arnulfo y yo lo mirábamos. Algunas estudiantes dejaban sus grabadoras encendidas en el estrado. Borges prefirió que le preguntaran. Le preguntaban y él respondía. La biblioteca de su padre, los tigres, los espejos, los laberintos, Henry James (“La duda es uno de los nombres de la inteligencia. Henry James era un hombre naturalmente dubitativo”), los poemas eróticos (no le gustaba mucho la palabra, pero sí, toda su vida había escrito poemas de amor), Nietzsche (lo encontraba muy inteligente pero le producía “no sé, desconfianza”),* “sus mayores militares”. Había que escucharlo hablar a Borges. Había que verlo. Tartamudeaba, a ratos parecía perder la voz, sus frases llegaban a ser inaudibles y reaparecían de golpe, como cuando la luz corriente se restaura. El poeta Nicanor Parra le preguntó algo y Borges recordó unos versos de Parra. Yo no le pregunté nada. Él admiraba a su amiga María Luisa Bombal, a Joaquín Edwards Bello, a Neruda sí, a Gabriela Mistral no, entre los chilenos. El silencio, los silencios, de su voz, llenaban, de rato en rato, el aula. Yo era un orgulloso estudiante de Lenguas Clásicas y me enorgullecía más al escucharlo hablar de “los admirables griegos”. Los griegos nos habían enseñado a pensar y a conversar. El primer libro que había escrito, de niño, en inglés, era un manual de mitología griega. El Hacedor, ese cuento sobre Homero, “que tiene la virtud de casi no ser un cuento, la virtud de ser más esencial que un cuento”, era, decía Borges, una de sus “páginas buenas”.
El texto íntegro de El Hacedor cabe en poco más de una hoja de carta.
Yo creo que su lectura ilumina la vocación más antigua, profunda y duradera de Borges.
El Hacedor es el poeta, ho poietés, Homero, del cual Borges hace un retrato tan bien escrito que parece hablado. Antes de quedar ciego, Homero
nunca se había demorado en los goces de la memoria. Las impresiones resbalaban sobre él, momentáneas y vívidas; el bermellón de un alfarero, la bóveda cargada de estrellas que también eran dioses, la luna, de la que había caído un león, la lisura del mármol bajo las lentas yemas sensibles, el sabor de la carne del jabalí, que le gustaba desgarrar con dentelladas blancas y bruscas, una palabra fenicia, la sombra negra que una lanza proyecta en la arena amarilla, la cercanía del mar o de las mujeres, el pesado vino cuya aspereza mitigaba la miel, podían abarcar por entero el ámbito de su alma. Conocía el terror pero también la cólera y el coraje, y una vez fue el primero en escalar un muro enemigo. Ávido, curioso, casual, sin otra ley que la fruición y la indiferencia inmediata, anduvo por la variada tierra y miró, en una u otra margen del mar, las ciudades de los hombres y sus palacios. En los mercados populosos o al pie de una muralla de cumbre incierta, en la que bien podía haber sátiros, había escuchado complicadas historias, que recibió como recibía la realidad, sin indagar si eran verdaderas o falsas.**
Con la ceguera gradual, “el hermoso universo fue”, poco a poco, abandonando a Homero:
una terca neblina le borró las líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas, la tierra era insegura bajo sus pies. Todo se alejaba y se confundía.
Al principio él se desesperaba, como cualquiera de nosotros se desesperaría al ir quedándose ciego,
pero una mañana se despertó, miró (ya sin asombro) las borrosas cosas que lo rodeaban e inexplicablemente sintió, como quien reconoce una música o una voz, que ya le había ocurrido todo eso y que lo había encarado con temor, pero también con júbilo, esperanza y curiosidad.
Entonces Homero
descendió a su memoria, que le pareció interminable, y logró sacar de aquel vértigo el recuerdo perdido que relució como una moneda bajo la lluvia, acaso porque nunca lo había mirado, salvo, quizá, en un sueño.
Este recuerdo le traía precisa, nítidamente, el antiguo sabor elemental de la primera vez en que (puñal en mano, “soñándose Ayax y Perseo”) se sintió un hombre.
Otro recuerdo, en el que también había una noche y una inminencia de aventura, brotó de aquél. Una mujer, la primera que le depararon los dioses, lo había esperado en la sombra de un hipogeo, y él la buscó por galerías que eran como redes de piedra y por declives que se hundían en la sombra.
Homero comprendió que recordaba esas cosas sin dolor ni amargura porque ellas y la ceguera que las acompañaban le ofrecían, imperiosamente, “el amor y el riesgo” humanos, insoslayables,
las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar resonando cóncavamente en la memoria humana.
Borges escribe al final de El Hacedor que ignoramos lo que Homero “sintió al descender a la última sombra.”
Me pregunto, nos pregunto, ahora, si este retrato de Homero no parece un autorretrato ideal, quizás nostálgico y retrospectivo, una especie de modelo regulador más o menos olvidado, algo así como un paraíso perdido, o semiperdido, del propio poeta Borges, que de joven, a los veinte años, entonaba, en su primer poema publicado,***
Un himno del Mar con ritmos amplios como las olas que gritan;/Del Mar cuando el sol en sus aguas cual bandera escarlata flamea;/Del Mar cuando besa los pechos dorados de vírgenes playas que aguardan sedientas;/Del Mar al aullar sus mesnadas, al lanzar sus blasfemias los vientos,/Cuando brilla en las aguas de acero la luna bruñida y sangrienta;/Del Mar cuando vierte sobre él su tristeza sin fondo/La Copa de Estrellas,
y celebraba, en el mismo Himno, el inicio de la Vida en el Mar y se identificaba con el Mar y escribía:
¡Ambos encadenados y nómadas;/Ambos con una sed intensa de estrellas;/Ambos con esperanza y desengaños;/Ambos, aire, luz, fuerza, oscuridades;/Ambos con nuestro vasto deseo y ambos con nuestra grande miseria!
Un autorretrato ideal del poeta que de viejo escribe, en el prólogo a El otro, el mismo, el libro de poemas que él prefería entre los suyos:
La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico […]. La poesía quiere volver a esa antigua magia
y que mayor aún, en el prólogo a La rosa profunda, declaraba:
Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar,
pero que destruyó el libro, Los salmos rojos o Los himnos rojos, donde ese “Himno del Mar” aparecía, y él cantaba “a la revolución rusa, a la hermandad del hombre, al pacifismo.”**** El otro, el mismo, Borges, que a sus setenta años cumplidos confesó: “Hoy difícilmente pienso en el mar, o en mí mismo, como hambriento de estrellas”[1]*****, y que vino a ser en los hechos, como sabemos, en el curso de lo que podríamos llamar su segunda navegación, un poeta menos homérico que culto, de escritura más bien horizontal que vertical, un poeta que fabricaba para todo el mundo la leyenda de un niño que no salió nunca de la biblioteca de su padre y que de mayor creía que filosofar consiste sobre todo en seguir las pistas más inactuales de algunos libros fantásticos.
Porque creo que así como Borges quería que todas las experiencias, no sólo los libros que uno lee, fuesen ocasiones de poesía, habrá sentido también, “al descender a su última sombra”, que la vocación más antigua, querida y radical suya fue siempre, en el fondo, la del Hacedor, del Poeta Homero, menos cercano a la tinta que al mar de amar.

* Años después, en una conversación con Osvaldo Soriano, Borges redondeaba este juicio sobre Nietzsche: Nietzsche había fracasado en su propósito de escribir un libro sagrado, “su león que reía, su águila, en fin”, todo eso le parecía acartonado y viejo, “comparado con los Evangelios, que son contemporáneos, o mejor dicho, futuros todavía”.
** El hacedor, Emecé, Buenos Aires, 1967, pp. 9-10. Las citas sin referencia, que siguen, corresponden a esta obra.
*** “Un Himno del Mar”, en el número 37 de la revista Grecia, Sevilla, 1919. Poco antes de morir, Borges aceptó que Jean-Pierre Bernés lo incluyera en la edición de la Pléiade. En el número 38 de la misma revista, en enero de 1920, salía otro texto de Borges “Paréntesis pasional”, que a Sergio Iriarte Díaz le gusta leer
**** Autobiografía, 1970.
***** Id.
***

Antofagasta
Ahora pongo la mirada y lo demás paisaje
las cercanas azules aguas del mar
las finas arenas submarinas de Juan López
mi mamá tendida al sol en las Almejas
los nietos por venir en el horizonte
sabios, vitales, delicados
el ancla mayor en la cima del horizonte
de los rieles donde jugo mi papá
y niños y niños juegan aún
como la luz en las fotografías
el león de bronce al alcance
de nuestras manos en la Plaza Colón
su melena fría rígida y rizada
sus colmillos de miedo
pero ni tanto
los heroicos
pequeños hombres laboriosos en la caleta de pescadores
la ciudad descalza
recién despierta a los pies de mi cama infantil
***
La Poza Chica de Antofagasta y mi abuelo Wálter
Juan Araos Úzqueda
En esa época todos, o casi todos, los antofagastinos aprendíamos a nadar en la Poza Chica. Los primeros peces azules que recuerdo los vi ahí. De chicos mi hermano Hugo y yo tomábamos “la góndola Plaza-Baños” (decía mi mamá) en la esquina de Matta con Copiapó y nos íbamos gratis por las tardes a la playa en verano. Si estaba de baja se podía caminar desde la orilla hasta las rocas del frente sin perder fondo; si de llena el agua no dejaba de ser tibia y transparente: debajo mis pies navegaban despacio sobre la suave arena. Rara vez había olas, inofensivas olas, que dejábamos pasar de un salto. De regreso nos comprábamos tablitas de masa con miel duras que se deshacían como blandas migas de azúcar en la boca. El vendedor usaba sombrero de paja y saco blanco y parecía (pero esto lo supe después) un Sancho Panza urbano delante de su carrito. La Costanera, la avenida Brasil, las puertas del puerto, abiertas y vigiladas, junto al reloj de la torre, el almacén donde Fótios Politis exponía todo el tiempo la miniatura de un barco moderno, de un metro de largo, con la luz roja encendida, marcaban nuestra ruta de los baños a la casa casi todos los días a la hora del té. La Poza Chica era también la playa preferida por mi abuelo Wálter. La memoria más antigua que conservo de él me lo muestra de pie al centro de La Poza Que Parece Una Laguna con el agua hasta la cintura y la cabeza mojada como nunca, listo para salpicar de pequeñas gotas transparentes el invisible cristal del aire que aún respiro, solitario, desde la orilla. Después de cumplir su deber en el Chaco mi abuelo Wálter se había venido de Uyuni a Antofagasta, donde vivió veintitantos años hasta su muerte el 58, a los 55 de su edad. Un añito más para los dos y yo mismo le hubiera enseñado a nadar. Nunca supe de un abuelo más querido.


