Gustavo Adolfo Otero, génesis del periodista humorístico (I)
El autor paceño transmitió, desde muy joven, su inquietud de ser un muchacho adiestrado a la fragancia del libro y al cultivo de las letras
Hablar de un fragmento tisular del corpus histórico de la prensa paceña es abrir y diseccionar esos episodios donde el periódico era considerado un medio impreso con el fin de combatir, difundir y persuadir al lector sobre un determinado gobierno, pensamiento o doctrina. Esta dinámica no tenía miedo de hacer caer, elevar y destronar caudillos fanáticos del poder. Fue un torneo cotidiano de los redactores que se iniciaban en las armas letales de la imprenta con balas cargadas de humor, sátira y literatura, escondiéndose bajo seudónimos para prevenir una sanción agresiva del rival -partido político o personaje público- burlado. Y es, en este caldeado ambiente, donde Gustavo Adolfo Otero Vértiz (1896-1958) sacará sus dotes como un destacado aguijón incómodo del ambiente.
Otero, paceño, venido de una familia clasemediera, bajo el ropaje de su estirpe criolla y con contactos de la elite paceña, transmitió, desde muy joven, su inquietud de ser un muchacho adiestrado a la fragancia del libro y al cultivo de las letras. Solitario, introvertido y con una cantidad considerada de lecturas leídas -tal como nos cuenta en sus Memorias (1977)-, fagocitó diferentes géneros sin dar prioridad uno sobre otro. Por sus manos pasaron obras de Emile Zola, Ricardo Palma, Víctor Hugo, Rubén Darío, los cuentos de Saturnino Calleja y la revista de sátira política de humor gráfico El Maestro Ciruela de los hermanos Ascarrunz, esta última tendrá gran repercusión en su estilo literario de describir a la fauna intelectual boliviana. Todo este acúmulo de lecturas a sus 17 años iba a crear en él la rareza y el gusto de vivir siendo escritor.
Para 1913, junto con sus compañeros del Colegio Nacional Ayacucho, sin darse cuenta, su carrera literaria inició con el texto El Radio y La Opinión Ajena en el periódico estudiantil A.B.C. de estilo sobrio y sin el sabor risorio que Otero ocultaba para sí. Algunas semanas después, junto con su compinche Néstor Silva Agramont, quien le motivaría a que se active su temperamento satírico e iniciar su carácter intransigente, irreverente e imaginativo, inyectándole la dosis de la polémica risoria y la atención del cuerpo docente-estudiantil. Las burlas se dispararon en su periódico poligrafiado Fray Simplón. La primera víctima fue su bedel Genaro Mariaca. Si bien esto ocasionó reproches a los autores del incipiente impreso, no tuvo avance y el problema quedó en nada. Otero probaba las dos caras del periodismo: elogio y censura. Pasado el agravio, su salud se deterioró -de las muchas-, abandonando el colegio en 1914. Para subsanar el tiempo perdido, empieza a buscar empleos y es donde conoce, a través de Carlos Ardiles Arce, la majestuosa biblioteca de Luis Arce Lacaze, diplomático sucrense de gran trayectoria intelectual. “Leía por leer”, afirmaba Otero, comprando libros de diversa temática. Y es de esos pasos de encontrarse con todos y con nadie que apreció su antiguo compañero Hugo Aranda, ofreciéndole un cargo como repórter (reportero) de El Comercio de Bolivia. Esa invitación fue como un regalo inesperado y sin contenido político, ya que como compensación podía asistir gratuitamente a funciones teatrales, espectáculos públicos, sesiones camarales y toda invitación que al periódico llegase; además, en el transcurso de su inclinación a decir sí a todo, sería engañado por el director del diario, Rodolfo Loza, con un salario ficticio. Sin embargo, esta experiencia servirá para ser adiestrado en el manejo de la máquina de escribir, recolectando notas para sus artículos y crónicas sociales que, tampoco, llevarían su firma.
Desilusionado, desesperado y buscando en cada esquina un trabajo que se adecue a sus preferencias, logra entrar como repórter en El Diario con un salario, nuevamente ficcional, de treinta bolivianos. Siendo su segunda vez estafado. Todo esto gracias a la oferta de Ángel Salas, colega suyo y animador de varias revistas fundadas junto con Otero años después. Su capital cultural se amplía y ve, de primera mano, la maquinaria y los circuitos con los que se editaba diariamente los textos. “El olor a tinta, el humo de los cigarrillos, el desorden de la redacción. Todo me parecía magnifico”, comentaría efusivamente sobre este nuevo ambiente.
El autor es docente

