Es solo trabajo
Una lectura de la segunda temporada de ‘Severance’, serie creada por Dan Erickson y Ben Stiller, emitida en la plataforma Apple TV
Cuando me topo con algún escrito, foto u objeto mío de hace muchos años, he tenido, por unos minutos, la sensación de una extraña alienación de mi propio pasado, específicamente, de mi yo del pasado. De repente observaba en esos objetos a alguien que no podía entender tan fácilmente como antes, como si me encontrara con un amigo que fue íntimo y luego perdí contacto. El proceso que viene después es aún más extraño, y sobrecogedor, pues para remediar el desfase, intento reacomodar las piezas en mi cabeza e imaginar mi vida antes. Un viaje, una persona, una decisión simple o complicada pudo haber sido el punto de no retorno, difícil saber el momento exacto, no tenemos la fotografía de ese momento, el tiempo tiene esa facilidad para nublarlo todo.
Esos extraños accidentes me vinieron a la mente mientras veía Severance, la serie de Dan Erickson y Ben Stiller, pero no fue la primera impresión, este afán fue profundizándose poco a poco. Lo primero que me llevó a buscar la serie fue la premisa. Coincido con la mayoría de las reseñas y críticas que leí, el plot point es simplemente brillante y el gancho de entrada a la serie.
Otro recuerdo. En ese mundo que intento recomponer, ese yo con el que me pongo al día, rehuía tenazmente de la oficina, lo que consideraba directamente como el símbolo del “mundo laboral”. Había visto a mi padre salir religiosamente por 30 años a las 7 de la mañana y volver a las 6 de la tarde, y para mí simplemente esa era una dimensión desconocida de la que debía escapar. Ocupar mi tiempo, buena parte de él, en un espacio limitado, por años y años, no cambia en mi cabeza. En Severance se recupera todos los estereotipos de la oficina, los pequeños escritorios que acumulan de la misma manera objetos del tedio y recuerdos entrañables, atravesando puertas y puertas, gradas, pasillos, protocolos, que se repiten una y otra vez. En Severance, los pasillos laberínticos son también la gran metáfora de la conciencia, como lo dice Katy Waldman en su artículo para The New Yorker, más que criticar la oficina (y el mundo del laburante de 8 horas), Severance la fetichiza. El trabajo se vuelve una hipérbole, que implosiona todo el tiempo, se contiene y reprime religiosamente. Pero propone otra idea inquietante. Aunque el objetivo principal de la corporación es básicamente domesticar el ánimo de sus empleados, la oficina, lejos de ser un espacio de pérdida o enajenación pasiva, es vuelto por ellos mismos, poco a poco, en un espacio de crecimiento y resistencia, aunque sea mínima.
La premisa es más que atrayente. Industrias Lumon ha creado un chip que permite separar la conciencia humana, y dar a luz a un nuevo yo que vaya al trabajo por ti, no recordarás nada, pues el ascensor que de la empresa es un interruptor que te apaga y enciende tu flamante alter ego burócrata del que no te acordaras al salir del edificio. Esto obviamente atrae a personajes con muchos problemas por evadir, conocerlos ya es en sí interesante, sin embargo, lo primero que sorprende es lo que pasa en la empresa, específicamente en su sótano, donde todos los “innies”, así los llaman, nacen a un mundo que se reduce solo a un escritorio y el cuarto de fotocopias. Son una especie de niños cuya única conexión con la vida se da a partir de las lógicas del trabajo asalariado, mientras, en el descanso, dispersan su mente imaginando a sus “outies”. No hay otro espacio más que el trabajo, ni siquiera el sueño, es simplemente un día eterno en la oficina. De ahí en más las posibilidades para poder hablar de la naturaleza humana son innumerables.
Para lograr esto, Erickson y Stiller son parte de un equipo ecléctico e impensado, que es casi un milagro. Es muy difícil que un grupo de personas haya podido confluir su talento en este proyecto de una manera tan armónica. Premisas creativas hay muchas, pero no siempre es fácil conseguir el cast adecuado (juntar a John Turturro y Chistopher Walken, por ejemplo) o lograr que sea tan rica visual como narrativamente, y, además, tener la posibilidad, en medio de esa abrumadora potencia visual, de reflexionar sobre temas más profundos. El diseño de producción, desde la primera temporada ya era realmente prodigioso. En una especie de invierno eterno, toda la serie está llena de artefactos y entornos que mezclan épocas, algo que nos acerca a la incomodidad de los “innies”, no podemos situar la trama en un periodo histórico, cuando pensamos en uno, al mismo tiempo se presentan otros, y eso es lo mejor. La fotografía tiene su propia voz (la de Jessica Lee Gagné, que además dirigió uno de los mejores episodios de la serie), especialmente en la segunda temporada en la que salimos más seguido de ese limbo de fluorescente azulado que son las oficinas Lumon, y nos adentramos en la vida de los personajes que están afuera. Cada plano es cariñosamente construido.
Es el detalle finalmente lo que ha hecho que Severance tenga hoy el éxito que se merece. La serie a empezado como un fascinante viaje para un espectador asiduo al misterio y ávido por descubrir pistas, como fue en su momento Lost o X files, para resultar hoy una especie de fábula sobre las transformaciones que el dolor puede generar en nosotros y las múltiples voces que conforman nuestra personalidad y pugnan por darle un sentido a nuestra existencia.
La segunda temporada ha terminado hace poco, esperada por el sorprendente final que tuvo la primera. El riesgo de retomar este tipo de historias fue grande. El medio ambiente creado en la ficción tenía que equilibrarse con la innovación creativa y un desarrollo coherente de los personajes. En ese sentido, ésta ha sido una temporada aún más interesante y ambiciosa que la primera.
Hace unos 3 años nos quedamos con las preguntas de los innies, qué será lo que está afuera, quién puedo ser realmente cuando salga del laberinto burocrático. Una naciente curiosidad que poco a poco se convirtió en una confrontación, ya en la primera temporada con el personaje de Helena y Helly R., (una lucha que da para otro texto y es muy probable que sea uno de los ejes de la tercera temporada) y continuó en la segunda temporada con la historia de Dylan G., aunque desde otra perspectiva. De alguna manera la curiosidad de los innies ha sido satisfecha, y su realidad (o la realidad del otro que gobierna su cuerpo), no es tan gratificante como pensaban. Si en la primera temporada nos concentramos mayormente en los rituales casi religiosos de la oficina (que en el cuarto episodio de la segunda temporada tiene su clímax y cierre, por ahora) en la segunda vemos un poco más la realidad de los outies, los que están afuera en una aparente libertad. Conocerlos solo ha hallado el camino de vuelta a la oficina y ha terminado de configurar otro territorio, un enfrentamiento que solo se librará en la mente de los protagonistas. Erickson, ha decidido nuevamente por la emoción ante el aparatoso andamiaje de la ciencia ficción, o, tal vez, lo ha aprovechado tan bien que éste pasa a ser el sustento, pero no el protagonista. Al final, el amor, la muerte, la memoria, la religiosidad siguen siendo temas de infinitas posibilidades a los que debemos volver de vez en cuando. Estos fragmentos que nos hacen quienes somos en la oficina, son solo la punta del iceberg de un complejo entramado de imaginarios.
Ahora me imagino qué pasaría si ese yo joven o adolescente del que hablaba al principio fuera sacrificado en pos de mi bienestar, y me reemplazara en la oficina, o parte de él surgiera en una hipotética separación, qué secretos y mapas iría dibujando y escondiendo en las ranuras de los muebles o bordes de los marcos. Qué pensaría de mí hoy, si hiciera el ejercicio de entenderme, así como lo hice yo con mis recuerdos. Dicen que la última batalla importante es con una mismo y lejos de los dogmas que esta búsqueda puede generar, es fascinante que sea la oficina el espacio donde se diseccionen estas búsquedas, un extraño tiempo que es a la vez muerto y también creativo, que nos aleja y nos acerca a nuestra humanidad.

