‘El visitante’: entre el movimiento y el reposo
Adherido profundamente a la palabra visitante se encuentra el movimiento. La no permanencia y la necesidad condicionante del caducar una estadía. El que visita tiene solo un tiempo para estar, lo sabe el involucrado, y lo sabemos los que lo recibimos. Quitar el movimiento del término, lo modifica en su contrario completo de visitante, para pasar a ser un residente, es decir que la necesidad del reposo es central para negar la esencia del visitante.
Martin Boulocq, el año 2022, presenta su cuarto largometraje, El visitante, a partir de un ojo quirúrgico, una identidad bastante construida de la voz de la imagen y un guion que junto a la colaboración de Rodrigo Hasbún expresa un criterio y una belleza narrativa por demás garantizada. Esta película se convierte en una experiencia de la que es imposible no sentirse involucrado.
Como espectador, en la medida en la que se va desarrollando la película, va surgiendo una complicidad con el personaje en la que al final llegas a tomar tanta empatía con la historia que hace que la experiencia estética demande una reflexión ética sobre los tópicos de la película. Esto se logra por el arte del actor Enrique Araoz que al igual que la pasión de su personaje por la ópera, alcanza un crescendo que de forma natural estremece pensarlo. Eso sumado al acompañamiento de Cesar Troncoso, Mirella Pascual y Svet Mena que logran una química que supera uno de los hábitos más perjudiciales del cine en Bolivia, la sobre actuación de teatro en la pantalla.
Boulocq inicia la película desde una toma de la ciudad de Cochabamba en una calle empinada y llena de curvas que tiene como objetivo mostrarnos a Humberto el personaje principal recorriendo esa subida, mientras arrastra una maleta de ruedas. El sentido de recorrido desde los signos que construyen esa toma queda bastante solventado. Nos enfrentamos ante un camino complicado, cargando una piedra, todo con el soporte de una ciudad sobrepoblada, el color central de la toma es el cemento, la construcción. Esta especie de Sísifo urbano queda fundada desde un inicio en una toma que tiene mucho de la gramática visual del director, una contemplación del recorrido, que conlleva a un efecto conceptual entre la contradicción de la acción de movimiento en escenarios que recrean la sensación de reposo.
Camus, en el mito de Sísifo, encara la pregunta que, según él, es la más fundamental para la filosofía y, por lo tanto, para la humanidad: ¿Vale la pena o no vivir? El reflexionar la pregunta es un intento sólido por validar el movimiento en la vida, movimiento metafórico que trate de justificar el cómo es un buen vivir, o en el peor de los casos acciones que demarcan un movimiento hacia lo contrario que sería un mal vivir. En ambos ejercicios la urgencia por la relación y la validación con el otro es central. Vale la pena vivir para qué, que en el fondo es para quiénes. Para el existencialista francés en esa cuestión está la clave fundamental de la existencia y el resto de problemas de la lógica o de la metafísica son problemas que se subordinan a la necesidad de responder aquello.
El visitante, desde el nombre, de repente nos implosiona a la cercanía de la pregunta si vale la pena vivir; cómo, así, de paso, o qué es, lo que me sitúa en una residencia, sí finalmente al parecer se va perdiendo todo. Humberto el personaje protagonista sale de la cárcel y con un tratamiento maravilloso de lo literario en el guion, en el que la mano de Hasbún sin duda se hace sentir, se juega con muchas intenciones, pero no declaraciones, del porqué llegó ahí. Pasa lo mismo con la relación entre los suegros, que en un principio no queda tan claro la relevancia de lazos sanguíneos con él y con el control y cuidado de la hija, que queda por un tiempo en orfandad, por la prisión del padre y el suicidio de la madre. En ese enmarañado de tensiones a desglosarse en la trama se confronta el evidente juego de poderes que compone la dinámica social por un lado y por otro lado el abismo de las necesidades de los afectos sociales. Todo se va presentando de a poco, desde esa sensación de la experiencia del trepar la colina, para que después el destino termine definiéndonos los misterios que organizan la célula de la historia.
¿Cuál es la respuesta al tedio de perder la pregunta del valor del estar? Solamente es desde la creación. Se sobrevive solo por la pasión. Humberto canta, canta a la muerte en velorios, carga su alma desde una pasión que de repente solo él entiende. La opera en su exótica y ajena forma de ser para el mundo de las calles de Cochabamba es el carácter vital que lo mantiene para arrastrar la maleta que es la dificultad de ver a su hija y convivir con ella, lidiar con un pasado tormentoso y con el hecho del suicidio de su compañera. También sobrevive desde lo que la instrumentalidad del colectivo le exige, construye artimañas y logra sortearlas, negocia desde los valores establecidos representados en el peso institucional de una iglesia y las relaciones con el que las dirige, que a la vez es el padre de la madre suicida, que a la vez representa en términos materiales la diagramación de poder de las relaciones de las clases sociales.
El movimiento, en cuanto a las formas de relaciones, de afectos y negociaciones entre nuestros íntimos y los otros, contiene esa especie de paradoja, el bosquejo visible del movimiento, en una contemplación del reposo. Parece que en algún momento los privilegios y los capitales de poder pueden mover en torno a los lazos emocionales, pero finalmente la reafirmación material de las cosas, se concretan en las paredes de los que ejercen el poder del control. La salida a esto solo es la violencia, el movimiento que quiebra, lo movilizador del sistema que conlleva cierto salvajismo. Desde está perspectiva la decisión de la hija por revelarse ante la ceremonia del bautizo civilizador frente a los ojos lejanos de su padre marginal, es un reto a la autoridad hegemónica que los abuelos controlan. La secuencia termina concretando un movimiento poético de la denuncia a través del arte.
El visitante reproduce una Cochabamba de cemento, de los puentes de concreto que tanto satisface el discurso del progreso. Nuevamente, el director a través de uno de los móviles de su estilo, el recorrido desde un vehículo, en este caso una moto, despliega una ciudad que también se metaforiza desde los lugares que son captados. La ciudad puente, que no es lo suficientemente grande, ni lo suficientemente pequeña para su contexto. En ese dilema, todos están en ella, es una forma de visitar, marcado en esa intersubjetividad de un pasado de haciendas y un presente excedido de cemento. Una ciudad que funciona no desde la mística por la noche y la embriaguez excesivamente poetizada, mucho menos por la desesperación regional del milagro industrial y su miope modelo productivo. Los recorridos en la moto reproducen la necesidad de un movimiento, que, a pesar del “desarrollo” urbano, queda marcado en el presente la furia por el tedio, la embriaguez para pasar el tiempo y no alcanzar la iluminación, la violencia por el placer de la ruptura en vez del discurso ideológico.
El visitante es, en tantas formas, una radiografía de cómo nos delimitamos en la existencia y, a la vez, aunque no haya sido la intención del director, también de cómo nos delimitamos en ese estar en una ciudad específica. Ante la pregunta de si vale la pena o no vivir, la película nos declara que el reposo no es la respuesta.

