El museo, la nave y el astronauta
A propósito del documental boliviano ‘Baulera 12’, codirigido por Mila Araoz y Amaru Villanueva, que se exhibe este lunes 17 y martes 18 en el Multicine de La Paz
Conocí a alguien como Amaru Villanueva, alguien con una masa maligna en la cabeza. Alguien que perdería el habla poco a poco, que estallaría en dolores de cabeza. Que, a ratos, se quedaba mirando fijamente algo frente a él, algo que no se veía, algo que se iba reacomodando dentro de él, como un pequeño animal en la selva del cerebro buscando la luz que se filtra a través de las cavidades de los ojos. Alguien que se estrellaba contra los objetos porque no podía controlar el dolor ni su propia máquina. Alguien que amaba la vida, alguien demasiado joven para morir, alguien que, sin saberlo, había encontrado otra forma de vivir: congelarse en el tiempo. El camino era claro, viajar hacia la luz ―como el astronauta de Georges Méliès― hacia arriba, hacia la redonda y blanca luna: el cine.”
Como los egipcios que preparaban sus tumbas, casi desde el día en que nacían, Amaru Villanueva (La Paz, 1985 – Londres, 2022), un intelectual, gestor político y cultural, artista anglo boliviano y su pareja Mila Araoz, productora, documentalista e investigadora inglesa, dedican los últimos días de Amaru a realizar un embalsamamiento simbólico en La Paz, ciudad donde Amaru vivió. Una búsqueda del lugar donde habitar después de la muerte, que no esté al fondo de la tierra, lejos de la luz, sino un espacio que, a modo de pirámide, mire arriba, al mundo de los vivos, al cielo. Este lugar será la baulera de un edificio de departamentos, la baulera número 12. Esto es Baulera 12, un cortometraje de 30 minutos que Villanueva y su productora Araoz realizaron en un viaje a Bolivia nueve meses antes de su muerte en Londres. No se trataba solo de construir el lugar, preparar la partida, era también importante registrar todo con la cámara, embalsamar el momento con alegría, colores, amistades y amor.
El embalsamiento es el acto de emplear diversos medios para preservar de la putrefacción los cuerpos de los muertos. Desde que existe el arte figurativo (pinturas, dibujos, retratos, fotografía, cine), este es el mejor método para preservar un cuerpo. Preservarlo del paso del tiempo, ganarle a la descomposición, o más aún, vencer a la muerte espiritual. O, como diría el estudioso del cine André Bazin: “Fijar artificialmente las apariencias carnales de un ser supone sacarlo de la corriente del tiempo y arrimarlo a la orilla de la vida”.

Amaru ha quedado en la orilla de la vida gracias a que su imagen, incluso un poco deteriorada por la enfermedad, está registrada en el cine. Así vivirá para siempre, no morirá del todo. La cinta captó una parte suya. Ahí está, con treinta y siete años, una cara de niño, un encanto singular, una mente que confunde el “he” con el “she”, una voz que explica las reglas de un juego, el último, por viajar a la luz. Uno mira con estupor. Un poco de su presencia se ha congelado. Es real, Amaru está ahí jugando a hacer su propio museo, su propio sarcófago y eso es lo que deja a la audiencia, las ganas de volver a ver a los suyos. De correr a buscar alguna foto o video donde sin querer se ha capturado su imagen. “El cine se inventó solo para eso. Cuando la vida eterna perdió su vigencia y el paraíso cumplió su ciclo ―Nathalie Léger lo dice convencida― las películas tomaron la posta y los fantasmas se instalaron ahí, para descansar eternamente”.
Mi fantasma, mi amigo, está también en varias películas como personaje principal haciendo lo suyo, pretendiendo ser un personaje, pero está ahí. En esas películas retorna su espíritu. Estuvo detrás de la cámara amorosa, familiar y amistosa de un director que no lo dejó ir. Al igual que Mila Araoz que no se soltó de su pareja y su amigo. Estuvo ahí haciendo real la permanencia de su compañero en el mundo de los vivos. Y por qué no, despidiéndose. No conozco a Amaru ni Mila, pero los imagino enamorados, sujetándose a cada detalle de sus días juntos, ella mirándolo a través de la lente, ahogando las lágrimas, escuchando la lluvia paceña caer sobre el impermeable inglés de su amado; una lluvia suave que marca el fade out de la realidad a la pantalla. Me da envidia. Es como estar en una verdadera mesa giratoria de espiritismo con la mesa girando, recibiendo respuesta. Registrando lo real, para hacer que esa realidad perdure, que las imágenes sean lo más nítidas posibles.
Es también una especie de juego, volver a ser niños donde la muerte no duele tanto, la separación no existe y un mundo mejor es posible. El trabajo de animación de Yashira Jordán, Matisse Gonzalez y María Rosa Tasca, la cámara de Araoz y la edición de Juan Pablo Richter acompañan el juego con la seriedad que el cine exige.

Amaru Villanueva es conocido por un trabajo titánico con la literatura y la producción intelectual en nuestro país. Fue también un gran lector. Estudió filosofía, política y economía en la Universidad de Oxford. En Bolivia, mientras trabajaba como director del Centro de Investigaciones Sociales y de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB), se embarcó en el proyecto de selección, edición, publicación y difusión de 200 obras representativas del pensamiento de nuestro país. Detrás de ese proyecto está una profunda fe en la escritura, la escritura como algo que es real, lo único real. Si está escrito existe, se dice a menudo. Esa fe no desaparece de la mente de Amaru a pesar de las grandes lagunas blancas que han emergido en la superficie de su brillante cerebro. En Baulera 12 brilla su fe en la palabra escrita, una fe que lo impulsa a “escribir” su propia historia, la de su desaparición y embalsamamiento. Y guarda esta historia en su propia biblioteca, su propio museo. Baulera 12 funciona para él como un museo que conserva sus amores, su familia y amigos, sus objetos favoritos, sus logros (vemos en el museo la colección de los libros gordos de tapas cremas con negro de la BBB) y todo aquello que pertenece a la vida de las cosas.
Escoge actuar, viajar mientras puede, mostrarnos, en imagen, otro viaje al centro de su propio cerebro, en una resonancia devastadora y contundente. Viaja así al centro de la luna, como un astronauta en el valle de la luna, donde están las ánimas. A la ciudad de su padre. Ahí comienza su recorrido final hacia el centro de la pantalla del cine. Deja escrita así, a través de este cortometraje-performance, su historia, su última voluntad, su testamento y su epitafio; todo a la vez, embalsamado en un pequeño cuarto propio.
Mi amigo también dejó una película, que se está haciendo y cociendo aún. Está también en una película donde no hay una sola imagen de él. Vemos, estremecidos, su fantasma. Una película que es un canto para él y las marcas que dejó; su letra, su tono, su rastro, pero eso es parte de otro texto.

