Dylan, dinamitero
Una evocación del bardo de Duluth en días en que se cumplen ocho años de cuando le concedieron el Nobel de Literatura, que pronto tendrá nuevo ganador
Youtube pasa una canción y yo levanto las orejas. Vicioso inveterado de la música, sé que eso que estoy escuchando es nuevo para mí y es -esto es más importe- algo muy bueno. Descubro que es Van Morrison en el Live in Montreux de 2004 cantando junto a un descomunal predicador en silla de ruedas, llamado Solomon Burke; van cediéndose el paso en el canto, sobreponiendo letras con milésimas de segundo de diferencia, disfrutando de la música que a estas alturas de sus vidas ya circula por sus venas y la expectoran con la misma naturalidad con la que nosotros respiramos. Sí, un asunto neumático del que podríamos hablar largo, luego. La canción se llama “Fast Train” y parece resumir el cancionero americano, anglosajón, mundial; una experiencia litúrgica. Hay que verlo.
A mi mente se le ocurre comparar a esos dos pesos pesados con Bob Dylan y maravillado pienso que no tienen ningún parecido; sí, los tres nacieron entre 1940 y 1945, sí, los tres cantan en el idioma de Shakespeare y sí, los tres están íntimamente conectados con esa vasta extensión de tierra llamada Norteamérica. Pero no se parecen. Sigo pensando y concluyo que Bob Dylan no se parece a nadie y la cosa se pone mejor; el Bob Dylan crooner de hoy no se parece al Bob Dylan polluelo del “Blowing in the Wind”, tampoco se parece al Bob surrealista del Blonde On Blonde y menos al Bob middle aged del Blood on the tracks. No quiero cansarlos, pero es que el Bob Dylan del concierto de esta noche ni siquiera se parece al Dylan que cantó hace tres noches en una ciudad cercana. Para colmo de colmos le otorgan el Premio Nobel de literatura el año 2016. ¿Pero qué clase de bicho es este?
Volvía de mi sesión de natación diaria que por aquellos años lo hacía obligado, como parte del proceso de recuperación/rehabilitación, resultado de siete años de la más deliciosa inconsciencia. En la radio, el locutor informaba, mientras se despedía, que la academia sueca había decidido, aquel 13 de octubre, otorgarle el Premio Nobel de Literatura a Robert Zimmerman, más conocido como Bob Dylan. En verdad, la academia sueca no se equivoca mucho; a los latinoamericanos nos parece lo contrario porque, bueno, Borges vale por cien. En todo caso, dijeron que eligieron a Dylan “por haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana”. Cualquiera que no conozca a Dylan y leyera esas líneas diría que no parece haber hecho mucho como para recibir diez millones de coronas (casi un millón de euros). Resulta que hizo eso y más. El recato de las maneras suecas no les permitió expresar lo que los mexicanos llaman la neta: que, gracias a Dylan, la literatura, en la música, importa.
Y comenzó el griterío. En el mundillo literato, los más básicos (que suelen admirar a Haruki Maurakami) dijeron que el malamente premiado era músico y que no publicaba libros libros, esos objetos paralelepípedos con signos inscritos dentro, y que por tanto no hacía literatura. Otros no tan básicos, pero aun semi atrincherados, concedían que Dylan era un buen músico y hasta un gran compositor de canciones pero que el espíritu del Nobel de Literatura consistía en premiar a escritores y no a cantantes; aquí podemos ubicar a Vargas Llosa y acólitos, que han hecho de la literatura un oficio oficinesco. Finalmente están los avispados que rápidamente dijeron que, si le daban el premio a Dylan, deberían dar también el galardón, o al menos nominar, a Silvio Rodríguez, Leonard Cohen, Joaquín Sabia, Serrat u otros tantos que, cuando toman un lápiz suelen enriquecen un poco más nuestro mundo.
Después de que The Beatles escucharan el verso: “The ghost of ‘lectricity howls in the bones of her face” (el fantasma de la electricidad aúlla en los huesos de su cara) sabían que no podían volver a hacer una canción con un estribillo del tipo “she loves you yeah, yeah, yeah”. Bruce Springsteen dijo que, sin Bob Dylan, The Beatles no hubieran creado el Sgt. Peppers (frase que bien podía haber remplazado ese par de líneas timoratas de anunciación de los suecos). Un preclaro Nicanor Parra, diez y seis años antes, sentenció que tres versos de Dylan, solos, merecían el Premio Nobel de Literatura. Joaquín Sabina carraspeó que la mejor canción del siglo XX es “Knockin’ on Heaven’s Door”, canción que Dylan compuso para la película Pat Garret and Billy de Kid en 1973 y que ha sido versionada, sin exagerar, por un millar de artistas. Y hablando de carrasposos, el piropo más lindo que le hicieron a Dylan fue el de Leonard Cohen a quien no vamos a parafrasear sino a citar con actitud genuflexa: “Es como darle una medalla al Everest por ser la montaña más alta”. Linda frase ¿no? Cosa de poetas.
Cuando Dylan publicó The Freewheelin’ Bob Dylan en 1963, la escena folk de los Estados Unidos se emocionó porque creía haber encontrado al elegido, aquel que denunciaría mediante su canto las injusticias del mundo. Era el príncipe que le faltaba a Joan Baez, la joven luchadora por los derechos civiles -ya muy conocida, por entonces- que tan bien cantaba y tocaba la guitarra; lo introdujo de la mano al mundo folk como quien presenta con orgullo un verdadero hallazgo. Todo se fue al tarro cuando Dylan, consciente o no, armó una banda, cambió la guitarra acústica por una eléctrica, se puso gafas negras y dejó de escribir sobre los temas de la pusilánime agenda izquierdista folk.
En ese momento Dylan decidió simple y llanamente algo grandioso; haría una sola cosa en lo que le quede de vida: escribir canciones sobre las pasiones humanas. Sería el testigo, el cronista que recorre el globo registrándolo todo en sus canciones para luego, juglaresco, contarnos y cantarnos en nuestras caras lo que somos: a veces lodo, a veces nube. ¿Lo logró? Pues bien, solo que hay que aventurarse -con la actitud de un joven de quince años que no nunca vio el mar- a la inabarcable obra del bardo para averiguarlo. Respetando el sagrado derecho que todos tenemos de extraviarnos y en mi calidad de eterno grumete, me permito, solo por esta vez, sugerirles un puerto posible para soltar amarras: el disco Bob Dylan Live 1966, The “Royal Albert Hall” Concert. No diré más.
El pasado 24 de mayo, Bob Dylan cumplió 83 años. Por estos días se cumplen ocho desde que recibió la noticia que le habían otorgado el Premio Nobel de Literatura y un mesurado éxtasis me invade al saber que una bestia mitológica todavía anda entre nosotros, por los enrarecidos parajes de la modernidad. Esperemos que cuando la muerte lo cite, acuda tarde como cuando llegó cuatro meses después a Estocolmo para recoger su premio, en botas texanas, pantalones de charro, chaqueta de cuero, capucha levantada, guantes de matar y dejando a la zaga a todos, incluida la simpática encargada del protocolo, responsable de guiarlo.
Roger F. Trigo

