Cocaine Prison o para quién trabajan las 'narcohormigas'
Este sábado 24, a las 11.00 se proyectará el documental 'Cocaine Prison', de la cineasta boliviana Violeta Ayala, en el Centro Cultural de España en La Paz, como parte del ciclo Mujeres/Cine: Bolivia 1960-2020, que organizan esta entidad e Imagen Docs. El ingreso al visionado es libre.
Hay en Cocaine Prison (2017), largometraje documental de Violeta Ayala, una secuencia que bien podría resumir su sentido cinematográfico y político: unas hormigas obreras trasladan lentamente pedazos de hoja de coca para alimentar el imperio de la hormiga reina que nunca vemos, solo intuimos. Los protagonistas del filme son tres de esas hormigas obreras que trabajan para un imperio cuyos monarcas y dimensiones desconocen y desconocemos. Cargan la coca casi de forma inconsciente, por un sentido de supervivencia más que de ambición. Los tres personajes principales son Los burritos a los que alude el título en español del documental: Hernán, Daisy y Mario, microtraficantes o microobreros del narcotráfico en Bolivia.
Hernán y Daisy son dos jóvenes hermanos que salieron del Trópico cochabambino para buscar una mejor vida en la ciudad de Cochabamba. Él quería dinero para comprarse instrumentos y formar una banda electrónica, así que aceptó llevar un paquete de cocaína hasta Argentina, pero, con tan mala suerte, que lo agarraron en la frontera y lo enviaron a la cárcel de San Sebastián Hombres, en la capital. A ella se le vino el mundo abajo cuando encarcelaron a su hermano, así que, mientras estudia en la ciudad, hace de todo para intentar liberarlo. Se contacta con el narco que reclutó a Hernán y acepta llevar otro paquete de droga hasta Argentina, con tal de que ayude al chico a salir de prisión. A ella le va bien con la encomienda, pero no así a su hermano, al que ni el “jefe” narco ni los abogados a los que acude ayudan a recuperar la libertad. Mario es un hombre ya adulto, a quien Hernán conoce en la chirola. También purga una detención –que no condena, pues ya sabemos cómo funciona el sistema judicial y penitenciario boliviano– por narcotráfico: lo atraparon el primer día en que trabajaba pisando coca para una “narcojefa”.
Ayala conoce bien los entresijos del narcotráfico y las cárceles bolivianas. En su anterior largo, el documental El caso boliviano (2015), siguió la historia de unas turistas noruegas que acabaron encarceladas también en Cochabamba por intentar llevar droga al exterior. Si en ese trabajo había filmado desde dentro del penal San Sebastián Mujeres, en Cocaine Prison lo hace desde que está al frente de la misma plazuela cochabambina, lleva el mismo nombre y es para varones. La realizadora boliviana afincada en Australia bucea entre dos mares que el documentalismo boliviano viene explorando con frecuencia en los últimos años: la dualidad coca-cocaína y el drama carcelario. Sin ir más lejos, en Inal Mama, sagrada y profana (2010), Eduardo “Chichizo” López se lanza a un viaje sobre los múltiples usos y significados de la hoja de coca en Bolivia; mientras que en San Antonio (2011) y Ciudadela (2012), Álvaro Olmos y Diego Mondaca, respectivamente, radiografían la vida o algunas vidas al interior de los penales San Antonio (Cochabamba) y San Pedro (La Paz), poniendo su mirada casi al servicio de los privados de libertad y sorteando mayores juicios sobre las circunstancias que los llevaron al cautiverio. El entronque entre narcotráfico y cárcel es explorado por López en una de las historia de Inal Mama, así como por la propia Ayala, en El caso boliviano.
Esta relación de filmes podría llevarnos a creer que el vínculo narco-prisión ha sido de sobra abordado en el cine boliviano, pero no es el caso. El asunto sigue siendo atractivo, desconocido y sumamente explotable, y Cocaine Prison da cuenta de ello. No en vano formada en periodismo, Violeta Ayala (Cochabamba, 1978) tiene eso que llaman “olfato periodístico” para encontrar historias potentes en las noticias que pueblan periódicos y noticieros; pero su trabajo le ha permitido forjar, también, una mirada más cinematográfica de esas historias que, como gran parte del periodismo, podrían estar condenadas al olvido un segundo después de su publicación. En el documental que nos ocupa, la realizadora combina el olfato periodístico y la mirada cinematográfica para ganarse la confianza de los tres personajes, seguirlos dentro y fuera de la cárcel (incluso en actividades “ilegales”) y, en un gesto decisivo, cederles la cámara para que sea también su punto de vista el que registre sus vivencias.
Hay una toma de posición abierta en este filme y en todo el cine de Ayala, quien se juega por mirar el mundo y sus asimetrías sociales desde el lado de eso que algunos llaman víctimas, pero que tampoco son inocentes del todo. Su compromiso con los de abajo trasciende lo periodístico y linda en el activismo, habiendo la vocación por empoderarlos. No de otra manera podríamos interpretar el hecho explicitado en el mismo filme de entregarles cámaras a sus protagonistas en la cárcel para que ellos puedan ver y registrar lo que ella no, muy a pesar del acceso privilegiado que tiene a la cárcel de hombres. De forma parecida a lo que ocurre en San Antonio, documental en el que Olmos le “presta” su cámara a un preso, Ayala comparte el poder de la mirada al armar a sus personajes de cámaras que desdibujan la frontera entre lo que es grabado por los cineastas y lo que corresponde a los sujetos de la historia. De alguna manera, la película se convierte en una obra de la que, además de la cineasta y su equipo, son también autores Hernán y Mario. El cine se horizontaliza en su producción y su autoría se democratiza.
No menos audaz es la vocación con que Ayala, siendo mujer, filma un universo preeminentemente masculino, una cárcel de hombres, nada menos, en la que no faltan rituales (como el bautizo de los reclusos nuevos, los baños compartidos o las borracheras) en los que los ojos o, incluso, la voz de la directora producen una incomodidad inevitable. La mirada femenina emerge, asimismo, en la decisión de otorgarle a Daysi un protagonismo excluyente a la hora de descubrir y sufrir las burocracias que conllevan el acompañamiento emocional y legal de su hermano preso. Es obvio que Ayala empatiza con la hermana menor, la chica que sobrevive en un mundo de hombres martirizados, la única que quiere seguir adelante, pero sin olvidarse de los suyos, luchando por ellos hasta el fin.
Decía al inicio que la secuencia de las hormigas cargando coca, la cual abre y cierra el documental, es muy decidora del espíritu cinematográfico y político de Cocaine Prison y, por qué no, del cine de Violeta Ayala. Cinematográficamente habla de su apuesta por registrar las microhistorias de los subalternos que sufren los excesos de los mecanismos de poder que ayudan a mover o, si se quiere, los eslabones más endebles de las perversas cadenas –comúnmente, delincuenciales– que se sirven de su fuerza de trabajo. Políticamente se compromete a reivindicar la dignidad de estos seres microscópicos que trabajan para imperios inaccesibles para la justicia ordinaria, los peones del tablero que se sacrifican por reyes y reinas que rara vez perecen.
Sin embargo, la toma de las hormigas trabajadoras me deja también una inquietud, que comparto a manera de interrogantes: ¿Hasta qué punto la documentalista puede convertirse también en una reina para la que trabajan sus personas/personajes? ¿Puede el/la cineasta que denuncia servirse, sin mayor culpa ni castigo, de las miserias que ponen en escena los hombres y mujeres a los que se aproxima para luego abandonar? ¿En qué medida es comparable darle a un microtraficante un paquete de droga o una cámara para que trabaje en beneficio de otro jefe o jefa? Quisiera creer que así como un alijo de cocaína puede llevar a una persona cualquiera al cautiverio, una cámara puede hacerla (más) libre. No estoy tan seguro de que siempre ocurra así, pero que Cocaine Prison ya nos exponga a ese dilema es un indicador alentador de su valor cinematográfico.
Periodista y crítico de cine -@EspinozaSanti

Quiso ser futbolista, estrella de rock, cineasta, pero solo le alcanzó para fracasar como cinéfilo en la soledad de su cuarto. Quiso ser escritor y en el periodismo sigue fracasando de forma impune hasta que alguien criminalice y prohíba el fracaso.
