Barro tal vez
Una reseña del documental boliviano ‘El disco de piedra’, de la cineasta Geraldine Ovando, que se exhibe en el Prime Cinemas (Cochabamba) y la Cinemateca Boliviana (La Paz)
Me cuesta ver El disco de piedra (2022), largo documental de Geraldine Ovando De La Quintana, sin pensar en Algo quema (2018), largo documental de Mauricio Ovando. No es secreto que ambos son hermanos y documentalistas. Tampoco lo es que son hijos de dos figuras esenciales del audiovisual boliviano de los 80 y 90, Alfredo Ovando y Liliana De La Quintana. Y es que, más allá del parentesco sanguíneo y de oficio, que podría ser meramente anecdótico, lo cierto es que sus filmes también parecen hermanos. Ambos proceden del mismo lugar: el universo familiar. Ambos hurgan en un avispero común: la memoria. Ambos recurren a un procedimiento muy caro a la no ficción intimista: el found footage (metraje encontrado).
Si Algo quema bucea en los archivos de la familia paterna para “ajustar cuentas” con su (im)popular abuelo, el expresidente militar Alfredo Ovando Candia; El disco de piedra funciona como el contrapunto femenino que rastrea en los videos filmados por sus padres para desentrañar el origen rural (¿indígena?) de su abuela materna. Lo que distingue a la segunda de la primera película es la presencia viva de la protagonista, que, a la postre, conduce a un viaje entre la realizadora y su abuela al pueblo natal de esta última, San Lucas, en Chuquisaca. Así, al desplazamiento temporal a través de la memoria familiar se suma un desplazamiento espacial que abre el otro registro en el que se mueve el documental: la indagación semi etnográfica sobre la tradición andino-cristiana de confeccionar discos de barro para la Semana Santa que, una vez empleados para recordar viejos rezos, son destruidos.
La hechura del disco, el barro con que es moldeado y su inminente destrucción le sirven a la directora como metáforas de esa memoria hecha de capas e inexorablemente frágil que habita en el testimonio de su familia, a la que acude para intentar entender por qué su abuela abandonó su pueblo para no volver más. Ovando apela a un texto de impulso poético que, dicho en voice-over, anuda la dimensión familiar con la social. En esa voz se dilucida que el documental no va solo de la reconstrucción de la memoria de su abuela, sino también del proceso de “blanqueamiento” que su familia materna –como tantas otras en este país– debió enfrentar a fin de sortear el racismo campante en la Bolivia del siglo XX.
El disco de piedra reivindica la cualidad del cine como filtro para transparentar las zonas oscuras que persisten en los relatos oficiales, sean estos personales o colectivos. La indagación cinematográfica cumple una función detectivesca comprometida con destapar las invenciones, medias verdades y silencios que vertebran la memoria. La imagen revela aquello que la palabra oculta. La imagen se convierte en antídoto contra el olvido, aun cuando eso que descubre traiga consigo dolor. Tan implacable es la imagen, que bien puede atentar contra el discurso de la obra de la que emana. Es lo que le ocurre a El disco de piedra, que, aun desplegando toda su vocación lírica, no consigue (¿no quiere?) escamotear las violencias que asoman en una de sus imágenes más persistentes: la de la empleada campesina e india de la familia, a la que la directora del filme tenía prohibido abrazar y besar cuando era niña. Así pues, el filme ofrece más de un hallazgo: el secreto familiar que se descubre deliberadamente a través de la imagen, pero también el que la imagen le descubre a la familia aun a su pesar. La autonomía de la imagen en toda su potencia.
Twitter: @EspinozaSanti

Quiso ser futbolista, estrella de rock, cineasta, pero solo le alcanzó para fracasar como cinéfilo en la soledad de su cuarto. Quiso ser escritor y en el periodismo sigue fracasando de forma impune hasta que alguien criminalice y prohíba el fracaso.
