22 años de la partida de Ricky: un homenaje a las calles que pintó con sus gritos
Manuel Ricardo Espinosa muere el 30 de mayo del 2002, saltando del quinto piso de un edificio. Para el rock argentino se puede sumar a las invaluables anécdotas que tienen dentro de una industria tan abundante y que podría acercarse principalmente al épico salto de Charly García de ese noveno piso del hotel Aconcagua, en la ciudad de Mendoza. Ricky Espinosa salta del quinto piso como siempre incluso hasta en el final, se posesiona desde un lugar periférico al criterio de una historia. El destino siempre decide finalmente el curso del juego, el que haya sido unos pisos más abajo de García sin duda también es parte de esa personalidad. El vocalista de Flema aparentemente también es impulsado a lo Charly por algo que suena inverosímil, pero que para este tipo de personajes construyen la fascinación de su existencia, siempre entre la línea de lo posible y con la sombra de los pies y el cigarro pasando lo imposible. La diferencia radical, el agua y el cemento. El primero sabe y ha sabido surfear en la pirotecnia de la fama y el gusto mediático que logra su personaje. El segundo, que no consiguió esa dimensión de la contención, termina estampillado contra el cemento de una calle a la que el ojo paparazi no le interesa mirar.
Podría animarme a decirlo sin miedo a equivocarme: el último punk del rock argentino era Espinosa y muy de cerca queda el otro caballo salvaje, Pity Álvarez, que aún juega con los mortales. Flema es una banda de punk que tiene como impulso de existencia el sonido de un motor vagabundo que alcanza la nota de una adolescencia que no encuentra un espacio en donde de repente la mayoría logra acomodarse. Una banda que desde el nombre “Flema” convoca a la incomodidad y a lo sucio de una cotidianidad monótona, pero que desde el ser un adolescente en proceso de madurez toca enfrentarlo.
Pensar en ese trazo de la memoria, que tiene como delineamiento principal la inseguridad del espacio “convencional” y la fuga a un espacio ingenuo que desde lo simbólico delicadamente vamos construyendo, es lo que determina el haber sido jóvenes. Los signos de carencia y de lo imposible que se presentaban a partir de un mundo que decidía a parecer desde la pantalla de un televisor, mostrándonos lo alejado e imposible que era que surja en nuestras calles de un país casi inexistente.
Cochabamba era ruinas porque se estaban construyendo los puentes distribuidores hoy ya establecidos, pero que tuvieron años de construcción. Una vez terminados, lo que antes había sido algo cercano a una especie de campo de exploración, se veía como una ciudad moderna, con puentes de dos pisos y la muy presente frialdad del color gris de las estructuras titánicas que nos daban la bienvenida al nuevo inicio.
La voz de Ricky Espinosa en los audífonos conectados a un discman que reproducía un CD TDK, que tenía escrito con marcador color azul el título “Caretofobia I”, de repente comenzaba a darle color a una ciudad atravesada por un río seco y por una generación estancada en la belleza de un pasado de hacienda y jardín que daba a los jóvenes una experiencia de alcohol, pero también de códigos campestres. De repente la ciudad mutó y con ella también la sensación de muchos que no habíamos terminado de engancharnos a esos tiempos de una bohemia bien sana, al contrario, se figuraba una necesidad por tratar de entender esas calles que nos rodeaban y frente a la disminuida mirada de las otras ciudades del eje.
Flema, a través de la voz nada trabajada pero profundamente honesta de Ricky, me iba mostrando un camino, que dejó en proceso bandas de rock diferente a lo que se estaba haciendo en La Paz, Santa Cruz y otras ciudades; una literatura sin el misticismo nocturno y sin la cansina mirada metafísica, más bien convocadora a la crudeza de una ciudad que está comenzando a ser ciudad; un cine que tiene la necesidad de explotar tanto esa intimidad enajenada al colectivo estético de “lo nacional”, como también, desde la violencia de una ciudad que está aprendiendo a digerirse, contar la historia de sujetos que ya no son parte de una historia, porque no solo han cambiado sus calles, sino también las formas de entenderlas; y finalmente incluso un esfuerzo de cierto periodismo cultural que intenta escribir sin mirar esa incomodidad del trasnochado repetir de los días felices en los cafés ya caducos de una ciudad previa.
Hace 22 años que falleció Ricky Espinosa y cuando lo escuchaba me dejó la precisa idea de que es posible intentar el oficio que uno ama, alejado del discurso diarreico del coach de nuestros tiempos. Espinosa tenía la honestidad de decir que no le importaba el aplauso fofo o el acto del presumido, le interesaba vivir desde su pasión, a pesar de lo aburrido y difícil que puede ser a veces. La música de Flema mostraba ese otro lado, el que no es parte de la idealidad escolar, ni de las campañas de marketing de las universidades. Dejaba en claro que lo único que podría quedar es una buena conversación con algún amigo para burlar la noche y así esperar al siguiente día que a veces corta el aliento y las ganas de respirar.
Flema, de alguna forma, tiene en su vibración vital algo que toca a la ciudad en la que viví esa juventud estática y tan necesitada de prestancia de escucha. En ese sentido, me permite descubrir el aliento de los que han logrado dejar una obra explícita, como también de los que han dejado una vida conectada a una obra en el recuerdo que absorbo de ellos y ellas, desde cada “play” en el discman los vuelvo a mirar, a pasarles una cerveza y con gratitud es una forma de homenajearlos, disparar el mejor coro al lugar en el que sin duda hoy comparten con Ricky.

