El arte boliviano de la época del Centenario: un tema de investigación pendiente
Análisis de algunas de las características de historiografía sobre el arte producido en la primera mitad del siglo XX.
Los datos que se tienen del arte boliviano de la primera mitad del siglo XX son exiguos. La mayor parte de ellos provienen de una fuente de 1952 que únicamente consignó informaciones sobre los artistas activos en La Paz en las décadas de 1930 y 1940 – el libro “Arte boliviano contemporáneo”, de Rigoberto Villarroel –. Como resultado quedó establecido en el imaginario local que el panorama artístico boliviano de ese periodo fue austero en artistas y creaciones de importancia. La misma Teresa Gisbert, la más importante historiadora del arte boliviano, declaró en 2001 en una entrevista con las investigadoras Alba María Paz Soldán, Rosario Rodríguez y Blanca Wietüchter que “había muy pocos pintores en esa época”, consignando únicamente los nombres de José García Mesa, Ángel Dávalos, Cecilio Guzmán de Rojas y Arturo Borda.
Asimismo, el conocimiento que se tiene sobre el arte boliviano de las primeras décadas del siglo pasado se encuentra determinado por una visión que plantea que durante las primeras décadas del siglo XX Bolivia arrastró la pesada herencia del neoclasicismo del siglo XIX registrándose la emergencia de artistas y obras de relevancia, así como de un arte con “identidad nacional”, recién a partir del indigenismo de la década de 1930, aquel cultivado por notables figuras como Guzmán de Rojas, Juan Rimsa, Jorge de la Reza, Genaro Ibañez, David Crespo Gastelú y Marina Núñez del Prado.
Esta visión general se encuentra determinada por el surgimiento tardío de la historiografía del arte en los trabajos del ya citado Villarroel y en los estudios sobre el arte virreinal desarrollados por Gisbert junto a José de Mesa en la década de 1950. También se encuentra condicionada por la ideología nacionalista del periodo que identificó lo boliviano exclusivamente con lo indígena andino y con una posterior contemplación acaso idealizante del surgimiento de una “cultura nacional” dada durante el primer gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario. Lo primero puede evidenciarse, por ejemplo, en numerosos escritos del periodo en los que el “arte boliviano” surge recién con la representación del personaje indígena y del paisaje andino (véanse, por ejemplo, las referencias sobre el tema en los textos de Saturnino Rodrigo o de José Eduardo Guerra), mientras que lo segundo puede verse tanto en la producción de Mesa-Gisbert como en los populares textos de Guillermo Francovich sobre la cultura nacional.
Aunque en lo general estas interpretaciones han prevalecido dentro de la mayor parte de las visiones sobre la historia nacional, los trabajos de una segunda generación de historiadores del arte consagrados en la década de 1980 han otorgado un importante matiz a la idea de que el arte boliviano surgió recién en los 30s. Entre éstos las dos más importantes son, sin duda, los de los críticos Pedro Querejazu y Carlos Salazar quienes refirieron un panorama artístico mucho más complejo y rico en las primeras décadas del siglo XX, encontrándose entre sus principales aportes la consignación de la actividad de “Los pintores libres de la Sierra” (o “de la tierra”), un grupo de artistas activos en las ciudades de Sucre y Potosí desde finales la década de 1910 equiparables al grupo “Gesta Bárbara” en literatura. Según precisa Querejazu (2018) esta agrupación estuvo conformada por artistas que pretendieron romper el academicismo para adoptar “temas locales y nacionales con el paisaje y el habitante de las tierras como elemento central”, encontrándose entre sus integrantes figuras como Víctor Valdivia, Nicolas Zeballos, Teófilo Loayza, Renan Rubinc de Vela y Guzmán de Rojas, a quienes Salazar añade además a Avelino Nogales, Fortunato Díaz, José Oña, Alfredo Araujo y Ricardo Bohorquez, entre otros.
Aparte de esta importante información que retrotrae los orígenes del denominado “indigenismo” boliviano al menos una década y de varios otros datos importantes sobre el periodo consignados por Querejazu en la segunda edición de “Pintura en Bolivia en el siglo XX” (2018), a lo largo de las últimas décadas han aparecido varios aportes de diversa índole que ofrecen un panorama más complejo del arte boliviano de las primeras décadas del siglo XX en base a indagaciones documentales. Por citar algunos se pueden mencionar los trabajos de Michela Pentimalli sobre el pintor José García Mesa y el escultor Epifanio Urrias Rodríguez, el trabajo de María Isabel Álvarez Plata sobre la actividad del lituano Juan Rimsa en Bolivia, el trabajo de Silvia Arze sobre los espacios de exposición en La Paz entre 1930 y 1950, los trabajos periodísticos de Ricardo Bajo sobre figuras olvidadas como Walter Sanden y Roberto Guardia Berdecio y textos de quien firma con algunos datos inéditos sobre figuras como Elisa Rocha, Guzmán de Rojas, Renán Rubinic de Vela, Antonio Sotomayor, Emilio Amoretti, Manuel Ugarte, Tsuguharu Fouijita y Arturo Reque Meruvia, entre otros.
La aparición reciente de muchas de estas informaciones sobre el contexto artístico circundante a la época del centenario debería llevarnos a una reflexión crítica sobre la construcción de la historiografía del arte boliviano y sobre los motivos de ciertos vacíos de información y de ciertos discursos establecidos. Sería importante, por ejemplo, determinar cuáles fueron las fuentes de información utilizadas por los críticos e historiadores de mediados del siglo XX en relación al arte de los 50 años previos o hasta qué punto las informaciones de los historiadores de los 80s se limitaron a recopilar informaciones provistas por trabajos previos o recurrieron a indagaciones propias en archivos. También se debería reflexionar sobre cuales pudieron ser los motivos para que, trabajos como la monografía sobre arte boliviano de Roberto Bustillos incluida en el libro “Bolivia en el Primer Centenario de su Independencia” (1926) o los ensayos de temática artística publicados posteriormente en libros y revistas por figuras como Luis Felipe Vilela, Fernando Guarachi, Saturnino Rodrigo y Yolanda Bedregal sean tan parcos en la consignación de informaciones sobre la producción artística de su propio tiempo.
Estas observaciones también señalan la necesidad urgente de esclarecer el panorama artístico boliviano de la época más allá de lo acontecido en la ciudad de La Paz. Al respecto debería llamar la atención la centralidad que las figuras del indigenismo paceño de los 30 y 40 tienen en el conjunto de la historiografía artística local, dejando en un segundo plano no sólo el ya referido arte telurista de Potosí y Sucre, sino la sólida tradición de pintura paisajística y costumbrista practicada en Cochabamba desde finales del siglo XIX. Aunque muchos de los representantes de esta última sí son harto conocidos en el escenario nacional -como Raúl G. Prada y Mario Unzueta- las aproximaciones que se han hecho a las vidas y las obras de sus representantes han sido por lo general superficiales, como si por carecer de un discurso social explícito fuese menos relevante o menos representativo de lo boliviano.
Con todo, lo que resulta innegable es que nuestro conocimiento sobre el arte nacional de hace un siglo continúa siendo bastante incompleto, quedando pendiente consignar informaciones más a fondo y más precisas sobre varios de los artistas mencionados y sobre tantos otros que, quizás por algún motivo azaroso, quedaron condenados al olvido.
El autor Investigador en artes y artista

