La ética de la fragilidad: el arte de la voz en 'Morir de amor'
La obra escrita y dirigida por Claudia Eid se presentó en Cochabamba, como una de las ganadoras del Premio Nacional de Teatro Peter Travesí, cuyo festival se extiende hasta este domingo 6 de octubre
Este 18 de septiembre todos fuimos raptados en el sótano del Selina por dos drags: Agatha (Bianca Shallow/Álvaro Eid) y Samantha (Antonella Ajayu/Walter Casazola). Pues en Morir de amor, la última obra de Claudia Eid, Agatha es presionada por Samantha para contarnos el motivo por el que llegó tarde a su trabajo como bailarina de cabaret: un rapto. Y –aunque luego confesará que se debe a que raptó, sin querer, al hijo de su amante cuando su esposa fue a reclamarle la infidelidad–, la palabra “rapto” no es casual: un enamorado se siente raptado por su objeto de deseo. Y a eso se relaciona la palabra, al hecho de que todos los espectadores sentimos deseo esa noche: deseo de bailar, de cantar, de reír con esos chistes cuyo modus operandi es claro.
El chiste al final es siempre el mismo: el que señala que el enamorado es una mercancía, un intercambiable: si se arruina, lo reemplazo. Lo potente de la obra es que el rol del enamorado no lo ocupan solo las mujeres, lo puede ocupar cualquiera: Álvaro nos recuerda que existe, que su voz es gruesa no por ser hombre, sino por fumador y solo entonces recordamos que es hombre. Mas este hombre es un enamorado. Y el enamorado, ya lo decía Barthes, es siempre frágil: como se dice en la obra, es el que siempre se deja ganar, acepta el rol del que pierde, del que se rinde ante el otro. Se trata entonces de una ética del desempoderarse (diría María Galindo), que desplaza lo biológico y los discursos de género de las ONGs, para recordarnos ese arte de la entrega.
Eid, entonces, llega a una nueva fórmula teatral –siempre está esta mujer reinventándose–: aquí todo pasa por la exageración, por la hipérbole, incluso la fragilidad. Al inicio, cuando Agatha no quiere contar la historia del secuestro y es presionada por Samantha, ella toma voz a través de la música. Canción tras canción ella da cuerpo a esas voces con las que se identifica, las voces del amor: desde el “But I am a good girl” de Christina Aguilera, hasta la versión de “Pedro Navajas” de Toñita. La fórmula tiene un efecto in crescendo, ocasiona pequeñas risas la primera vez que Agatha, ante las preguntas de Samantha, señala a los DJs y hace Lip Sync por su vida. Pero la tercera, la cuarta… El público no aguanta, ríe, canta a todo volumen, se predispone a renegar cuando se corta la rolita.
Los cuerpos, tremendas presencias escénicas, de ambos actores toman voz con la música y a veces cantan también. Las voces se mezclan y son una masa heterogénea: la historia, la cultura pop y la sociedad recuerdan con sutileza la violencia en “Pedro Navajas”, los hábitos de las relaciones amorosas en “Dime la verdad” de Marta Sánchez, y se burlan de las lógicas del género binario en “Amor de hombre” de Gloria Trevi. La obra, entre tantos cantos de gorriones, nos lleva todo el tiempo entre la risa y el pensamiento.
Asimismo, este modus operandi –que aparece con claridad como gag de la música como respuesta– se va a repetir con todo lo que sucede en la obra: con los insultos entre ambos personajes (porque sí, son ellas las primeras en tratarse con violencia, aquí nos reímos y pensamos la sororidad) hasta las coreografías que, por ejemplo, en “Pedro Navajas” son llevadas al ridículo de la representación. También hay un juego entre las dos generaciones: cuando Samantha baila 10 segundos de perreo con “Delincuente” de Tokischa, Agatha la mira con disgusto y solo entonces decide confesar su historia del rapto.
Morir de amor, entonces, no es una obra sobre las estupideces que hacemos por amor. Esa historia es una excusa. Es una obra sobre la estúpida forma en la que vivimos el amor, pues ante la ética –que estas drags ponen sobre la mesa, ante el hermoso y potente chenk’o que nos provoca– el mundo de lo social, de la religión, entre capillas y catedrales, le recuerdan al enamorado su lugar. El mundo le recuerda que su espacio es utópico y que debe volver a la realidad; que la realidad, nuestra realidad, no lo soporta. Digamos, de paso pensando en la preciosa voz de hombre de Agatha, que en el mundo de Eid, la catedral, la esposa oficial, puede ser tan cruel con el enamorado como cualquier otra persona, no es una cuestión de género: la inculpa a ella ante la infidelidad de él. En Eid siempre se trata de una fiesta de posibilidades y una fiesta de voces, no porque el cuerpo sea relegado, sino porque el lenguaje lo transforma.
PS. La obra se presentó en el marco del festival Chenk’o, organizado por el elenco La Perra de la Cloaca (LPDLC) del 18 al 22 de septiembre en La Paz. Nuevamente el susodicho elenco demostró ser genial en la gestión cultural. No es esfuerzo nada menor traer obras de Cochabamba y de Santa Cruz para que se presenten en La Paz. Pocos se animan a ese reto y ellos lo encararon con pericia y acierto. Esperemos que este haya sido solo la primera versión de muchos más Chenk’os que perturben el cuerpo propio y el ajeno, el de esta ciudad (¿de este mundo?) que necesita más gente así de osada.
Camilo Gil Ostria

