Una distopía nacional
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Valeria Rodríguez
Recuerdo que, cuando aún no había llegado el nuevo coronavirus a Bolivia, bromeábamos con algo de osada morbosidad que otorga la aparente lejanía del problema, pero sobre todo con la confianza de quien ha vivido, y de algún modo superado, en su país las situaciones más insólitas. Aquí ya era normal que los hospitales sean desbordados cada cierto tiempo por enfermedades como el dengue que, en los pocos meses que pasaron desde que empezó este año, llegó a 68.570 casos confirmados. Aquí es común que los viejitos mueran de un pequeño resfrío agravado por una calidad de vida nefasta. Morir de hambre, aquí, no es una metáfora. Lideramos el ranking del hambre en Latinoamérica, con casi 20% de población subalimentada, según un informe de la FAO en 2018. Aquí cada uno conoce mínimo una persona que tiene asma, diabetes o enfermedades cardiacas. Aquí hace poco se aniquiló la vida de casi cuarenta personas en un acto opresivo. Aquí, y quizás en el resto del mundo, o por lo menos en el tercer mundo, pasa todo esto de manera cotidiana. Como dice Malcolm Bull, “a los Estados no les importa realmente que sus ciudadanos mueran (con tal que no lo hagan todos a la vez): a ellos simplemente no les gusta que sea otro quien los mate”.
Bromeábamos para desmitificar la covid-19 que había sido excusa para otros problemas, incluso donde aún no había llegado: racismo, xenofobia, paranoia, desinformación, entre otros, como ya señalaban preocupados tanto Zizek como Agamben. Decíamos que, si habíamos sobrevivido al chicharrón de la esquina, a la salteña de Bs. 3.50, a esa madrugada en la que no sabíamos cómo habíamos vuelto, semejante “resfrío” iba a ser pan comido para nuestras defensas. Demás está decir que no hablábamos en serio, pero tampoco nos preocupábamos en serio todavía. No nos importaba morir riendo de nuestros propios chistes como el sabio Crisipo de Solos. Pero pronto, la vertiginosidad del virus destruyó toda posibilidad de hacernos a los machitos. La perspectiva de la muerte se hacía cada vez más cercana. La OMS declaró la pandemia, se suspendieron las clases presenciales, se suspendió el transporte público, luego el privado y, finalmente, se congeló casi todo tipo de actividad económica o social. El ser humano, enjaulador profesional, había quedado enjaulado. Las aguas del Río Rocha comenzaron a volverse cristalinas; el aire de Cochabamba (que era más polución que aire) se fue limpiando; los animales pequeños, despistados, se paseaban por las calles de la ciudad.
Sin embargo, la pobreza económica de nuestro país, que por unos años de bonanza ya casi habíamos olvidado, nos golpeó recordándonos que no habría el acostumbrado “día siguiente”, ni el siguiente a este, ni el siguiente, ni el otro. Ante esta angustiante e inacabable espera, surgieron dos “problemas”, uno económico y otro sociocultural, que a mi parecer son sólo dos aspectos de un mismo fenómeno. El económico se resumió de este modo: el 60% de la población tiene trabajos informales, vive al día, las consecuencias de esto son obvias y creo que ya las sabemos de memoria. En semejante contexto, el slogan “quédate en casa” rechina con un murmullo estremecedor. Por otra parte, empezó a estar de moda decir que los bolivianos somos culturalmente indisciplinados, y ahí se señaló el “problema” sociocultural. Empezó a estar de moda compararnos con países más “disciplinados”, como China, Japón, Corea del Sur o incluso Corea del Norte, donde supuestamente no hay casos de coronavirus. Considero que el adjetivo “indisciplinado” no es tan preciso, ¿no sería mejor decir que tenemos una libertad en potencia? Y, no se trata de un eufemismo; nuestra libertad es en la mayoría de los casos una loable virtud. Pero ahora, al parecer, la libertad ha pasado de ser un valor a ser una amenaza. Cualquier parecido con la vida bajo un régimen dictatorial no es mera coincidencia. Es quizás este fenómeno el que llevó a Byung-Chul Han a pensar que lo que viene después es la normalización del estado de excepción, un régimen policial generalizado. Ambos supuestos problemas señalados son aspectos de un mismo fenómeno porque no nos queda otra que vivir de nuestra libertad, de nuestra informalidad, de nuestra economía indisciplinada.
Parafraseando a Foucault, la libertad no se tiene, se ejerce. Así que para que esta libertad pase de la potencia al acto, es necesario apropiárnosla. Sin embargo, a pesar de lo estremecedor que puede llegar a sonar “quédate en casa”, tampoco propongo algo tan ingenuo y disparatado como salir ahora mismo a las calles masivamente a ejercer una supuesta libertad. Está bien quedarse en casa y protegerse del virus. Entonces, ¿qué propongo? ¿Cómo ejercer esa libertad? San Agustín define la libertad como una inclinación natural hacia el Bien o la justicia. Por tanto, hemos de ejercer una libertad del cuidado, del prójimo, del Rostro del Otro en términos levinasianos. Como dice el anarquista Mijaíl Bakunin, mi libertad no termina donde empieza la tuya, tu libertad infinita hace infinita mi libertad. Las masas atomizadas, divididas, individualizadas, son un caldo de cultivo para regímenes totalitarios; en cambio, las personas unidas por amor al prójimo son tierra fértil para la revolución.
Lo repito en términos pedestres, porque quiero que todos me entiendan perfectamente: ejercemos nuestra libertad ayudando al otro a vivir y recibiendo del otro esa misma ayuda. Ejercemos nuestra libertad partiendo nuestro pan con el hermano, diferente, otro, alien. El día que uno pueda salir, salga a ayudar. ¿Quieren que nuestro país supere esta crisis? Pues nosotros mismos, tú, yo, empecemos a averiguar quién necesita ayuda y cooperemos sin avaricia, con total entrega y con desinterés.
* Texto expuesto en la jornada Paradojas de una Pandemia (II), Zoé y bíos. Consejos para tomar por los cuernos a un dilema cazabobos. Organizado por la carrera de Filosofía y Letras de la Universidad Católica Boliviana “San Pablo” el viernes 12 de junio