Todos Santos, noviembre y los difuntos
Una mirada a la muerte y su relación con figuras como Platón, Sócrates y Gustave Flaubert.
“Nací con el deseo de morir”, Gustave Flaubert, Noviembre.
Los últimos minutos de Sócrates son retratados en el diálogo de Platón el Fedón. Lejos de ser emotivo, el texto resulta más bien instructivo respecto al fenómeno de la muerte, precisamente en esos momentos tan cercana al filósofo. Morir, nos dice Sócrates, no es más que la consumación de un deseo racional que pervive en general en toda vida que amerite ser llamada filosófica. En el cese del existir mismo, las cosas más hermosas se manifiestan y revelan a quien tanto las anheló en vida. De ahí que el filósofo, la filósofa, espere siempre la muerte, ejercitándose con paciencia en morir mientras aún viva. Actuando como si estuviese ya muerto, el practicante del vivir filosófico establece un vínculo poderoso con la muerte, pues la inserta en su cotidianidad como una ficción, fingiendo su presencia en la invención o recreación de su proximidad, en la idea de un morir prematuro que constantemente lo acecha.
El filósofo, consiguientemente, vive su vida en la continua expectativa de una presencia que no llega nunca a rectificar o a constatar del todo, sino tan sólo a sospechar. Sin despreciar su existencia fáctica, él espera, sin embargo, la muerte, pues ella representa el momento máximo y total de comunión que puede lograr con la sabiduría. Morir es, así, una promesa, que crea en consecuencia la expectativa de un cumplimiento futuro, o sea, una esperanza. De ahí que desear morir no resulte, después de todo, una locura, pues en su culminación se alcanzará el objeto deseado: la sabiduría, o, lo que es igual, las cosas más bellas y buenas.
Ahora bien, si exploramos este deseo de morir, descubrimos que, contrariamente a lo que podría en general pensarse, no supone, por sobre todo, un antagonismo hacia la vida: el filósofo anhela morir más bien en una extenuación de la vida, o sea, en un agotar sus deseos más vitales. Tal como sugiere Sócrates en el Fedón, la muerte es un regalo, pero un regalo que representa la exploración máxima de la vida. Por eso, cuando el filósofo es juzgado ante el tribunal ateniense y se dictamina su sentencia de muerte, asoma en él cierta dicha: la de haber sido capaz de entregarse por completo a sus más propios (y metafísicos) deseos, de belleza, de bondad, de sabiduría. Que uno desee morir mientras aún vive es, por tanto, la expresión del vivir en su sentido más intenso y gratificante, en cuya consumación el individuo se reúne, por fin, con su identidad como el ser viviente y racional que es.
La consumación del morir patentiza, en este sentido, un poderoso nexo con la fuerza de la vida. Como apunta acertadamente el escritor francés Gustave Flaubert en Noviembre, novela presuntamente autobiográfica, el frenesí del vivir se revela en el sujeto como una inminencia mortal, que amenaza con constreñirlo en su propia euforia: “La vida que reprimía en mí mismo”, escribe el autor de Madame Bovary, “se contraía en mi corazón y lo oprimía hasta ahogarlo”. El filósofo se mueve entre la intensidad de la vida y el peligro de la muerte que la acecha en consecuencia. El Sócrates del Fedón anhela morir en el lecho del ímpetu de la vida, en la atención de intereses que, profundamente vitales, se revelan, además, como metafísicos, y en cuya conjunción y consumación se revela la completitud antropológica de cualquier individuo.
Filósofa