Su reino sí es de este mundo
Sobre la película Los dos papas filme que tuvo su estreno limitado en algunas salas locales y que estará disponible en Netflix a partir del 20 de diciembre.
Carlos Boyero/El País
Existen instituciones tan antiguas como la noche de los tiempos que siguen gozando de multitud de fieles, gente dispuesta a creer en la condición divina de sus próceres y sus sucesores. Cosas de la fe. Pero también existimos muchos otros descreídos que sentimos antipatía ancestral o razonada indiferencia hacia las monarquías y los papados. Pero ambas partes, si resulta que apreciamos la transparente calidad en las series y en el cine, tendremos que reconocer la brillantez, la inteligencia y la complejidad con la que está retratada la monarquía inglesa en la magnífica serie The Crown, o la muy humanizada mirada o pura invención de la estrecha relación que existió entre el papa Benedicto XVI y el papa Francisco en la original y atractiva película Los dos papas.
No llega a la osadía expresiva con la que Paolo Sorrentino en The Young Pope imaginó a un ultraconservador, sexi y dinamitero pontífice, pero el director Fernando Meirelles logra que los espectadores (incluidos los agnósticos y los ateos) salgan del cine con una amable sonrisa ante la humanidad, la incertidumbre y la vulnerabilidad que revelan el nada cinematográfico Ratzinger y el muy cinematográfico Bergoglio.
Ignoro si el guionista Anthony McCarten y el director Fernando Meirelles poseían datos reales sobre el conocimiento mutuo, las discusiones, la nada fácil empatía, la tardía y entrañable comunicación, las confidencias íntimas, sus enfrentadas opiniones sobre el presente y el futuro de la Iglesia católica, que aparecieron en los trascendentes encuentros entre un papa que decide en su vejez ser emérito y otro que inicialmente se niega a relevarle. No sé lo que se inventan y lo que pudo ser auténtico, pero la envoltura es creíble y magnética.
Ratzinger, el hombre que todo lo aprendió en los libros, que acumulaba tanto conocimiento de la filosofía, la historia, la teología, y Bergoglio, cercano a la gente de la calle y a sus vicisitudes, conocedor de los atractivos de la carne y a punto de casarse cuando descubre la llamada definitiva del Señor, acusado por algunos de tibieza ante la siniestra junta militar argentina (con la que según su versión solo trató o intercedió intentando salvar las vidas de jesuitas que iban a integrar la lista de los desaparecidos), son dos personalidades radicalmente distintas.
Ambos descubrirán en sus sabrosas conversaciones en Castel Gandolfo, en las estancias de Rafael y en la Capilla Sixtina (qué envidia dan estos tíos contándose la vida en medio de semejante belleza, a solas, sin turistas) que son más las cosas que les unen que las que les separan, disfrutando de cosas tan poco emparentadas con la teología como el fútbol, la música o aprender a bailar. Y no parece disparatado, sensiblero o cursi. Por lo bien contado que está, porque además de estar en permanente contacto con Dios, también son seres humanos, dubitativos, curiosos, con capacidad para las pequeñas alegrías.
Si el guion y la dirección son buenos, existe algo admirable en esta película. Es la magistral interpretación de Anthony Hopkins (es lo mejor que ha hecho desde que nos aterrorizó y nos fascinó en El silencio de los inocentes o nos provocó tanta piedad interpretando a ese mayordomo modélico e incapaz de mostrar sus sentimientos en Lo que queda del día). Y la de Jonathan Pryce, que logra un parecido físico y expresivo con el papa Francisco que te deja alucinado. Utilizan la sutileza, la sobria gestualidad, los matices que se pueden lograr con la voz. Ambos se merecen todos los premios.