Richard Jewell, Eastwood contra la turba y sus detractores
Presentamos dos reseñas sobre la más reciente película del director estadounidense, disponible en la cartelera nacional.
El Capítulo más humano del coleccionable de héroes reales de Clint Eastwood
Jorge Loser/Espinof
Afrontar que a Clint Eastwood no le quedan muchas películas bajo la manga hace que cada nueva obra que dirige sea un estímulo para la esperanza de una nueva y última obra maestra que nunca llega. Fue la decepción de La mula (The Mule, 2018) la que vaticinaba a un cineasta más comprometido con su ideología que con tratar de reinventarse en sus últimos compases creativos. Con Richard Jewell no hay sorpresa, pero sí una película notable.
Pese a que sus últimos estrenos pueden resumirse con la misma frase y que no hay visos de que esta última etapa temática vaya a cambiar, en cierta forma hay que reconocer cierto encanto en el hecho de que un hombre dedique sus últimos esfuerzos creativos a glorificar y honrar a héroes improbables y cotidianos, gente de a pie que hizo grandes hazañas a menudo poco agradecidas o directamente despreciadas por el sistema.
Héroes caídos en un mundo pre-postverdad
Algunas de esas gestas están más politizadas que otras más relativizadas a la cultura militar, otras más dirigidas al americano de clase media o baja al que el gobierno trata como un delincuente. De American Sniper a 15:17 Tren a París pasando por Sully (2016), todas comparten un punto en común, el trabajador luchando desinteresadamente asediado por chupatintas, funcionarios y desalmados trabajadores de la administración.
Viéndose en conjunto, no es difícil encontrar patrones de la imagen libertaria del individuo en Estados Unidos y con solo un análisis sencillo de las obras en general, encontramos que las némesis de estos son siempre los molestos tipos con traje que también hacen su trabajo, sí, pero siempre para contrariar al héroe desinteresado, al currante al que no le importa servir y proteger sin esperar nada a cambio.
Muy criticado por un supuesto patriotismo ciego, en realidad, atendiendo a estas últimas biografías pareciera que no hay nadie más antiamericano que Eastwood. El director se muestra siempre crítico con la administración, sea del color que sea, pero en esta nueva entrega, el FBI se lleva tanta ira como los medios de comunicación, casi como si los hechos de 1996 fueran un protoanálisis de la era de la posverdad y la mentira en los medios.
Justicia en diferido
De forma muy inteligente, la vociferación de la idea de héroe convertido a villano de Jewell y la imposibilidad de cambiar el relato, Richard Jewell refleja muy bien las epidemia insidiosa de las fake news actuales y el amarillismo destructivo como forma de vender dos ejemplares más, dedicando mucho tiempo a describir las serias consecuencias que puede tener para alguien ser acusado falsamente por la prensa sin tener una sola prueba en su contra.
Por ello, el torpe retrato de la periodista interpretada por Olivia Wilde no resulta tan extraño, tal y como Eastwood presenta a “los malos” de la película, lo raro es que la culpable de sacar la historia a la luz no salga con cuernos, verrugas y cola de diablo. Pese a que es fácil simpatizar con el genial personaje que compone Paul Walter Hauser, el mayor problema de este tipo de filmes recientes del director no es lo criticable de sus ideas —que muchos malinterpretan a menudo—, sino la infantilización de los antagonistas de su filosofía.
Con todo, la entrañable relación con su abogado y con su madre —otros enormes Sam Rockwell y Kathy Bathes—, el sentido del humor costumbrista que hace sarcasmo de todos los estereotipos en los que cae el policía protagonista, y una conclusión que acierta en los timbres emocionales adecuados, convierten a Richard Jewell en la mejor de las revisiones de los americanos valientes a los que Eastwood está homenajeando, aunque en este caso esconda un dardo envenenado a la prensa que la convierte en el reverso oscuro de filmes como The Post (2017).
El estilo del narrador
Javier Ocaña/El País
Que se esté convirtiendo en una rareza el hecho de contar un relato a la perfección, fijando la mirada exclusivamente en el personaje, parece un fastidioso signo de los tiempos. En una época en la que otorgar un estilo identificable a cada obra parece un peaje obligatorio, cineastas como Clint Eastwood, apenas un puñado, contadores de historias a la manera clásica, ejercen de protectores de unas esencias en vías de extinción. En Richard Jewell, su último trabajo como director, basado en hechos reales, es consciente del lugar que debe ocupar, el del narrador de unos hechos más grandes que la propia vida: la de un hombre sencillo atropellado por las circunstancias; la de un ser humano de enorme complejidad, que pasa de héroe a villano en un santiamén a causa de las contradicciones de la sociedad.
Juegos Olímpicos de Atlanta de 1996. Un guarda de seguridad privado de peculiar personalidad, físico y actitud evita una masacre terrorista gracias a su diligencia. El heroísmo del Juan Nadie. Poco después, tras un cúmulo de circunstancias, unas quizá razonables (que se le investigara), otras seguramente injustas (que esas indagaciones se hicieran públicas), se convierte en sospechoso (y en acusado) por haber colocado la bomba que mató a una mujer y pudo acabar con cientos de personas. La villanía del acomplejado.
Con guion de Billy Ray, experto en los entresijos de las certezas mentirosas desde El precio de la verdad (2003), Richard Jewell es una obra sobre un personaje y unas eventualidades apasionantes, que se despliega como una fascinante reflexión sobre lo que parece y lo que es, y que acaba afectándonos porque te transmite una idea acerca de nosotros mismos. Y está la belleza del trabajo de cámara y de luz de Eastwood, que apenas se nota porque es invisible, pero que se siente.
La película parte de un prólogo formidable que define en apenas unos minutos a sus dos personajes principales, al héroe singular y al que después va a ser su abogado, interpretados por los magníficos Paul Walter Hauser y Sam Rockwell. Y a partir de ahí mezcla varios tiempos con la difícil facilidad del contador maýusculo, en un tono que fusiona el drama, la comedia y la intriga judicial. Un relato con ecos de la fundamental El gran carnaval (Billy Wilder, 1951), con el que se han tomado ciertas licencias dramáticas convertidas en escandalosas, quizá olvidando que lo que ha hecho Eastwood no es ni un ensayo ni una investigación ni un documental, sino simplemente una (estupenda) película.