Notas sobre la melancolía y Kierkegaard
Una mirada al fenómeno de la subjetividad melancólica, planteado por el filósofo danes.
Lo que pudo haber sido y no fue (y probablemente nunca sea) es quizá la causa de las desdichas más grandes que pueden atormentar a la conciencia humana. Y es que, en efecto, estas posibilidades que se ofrecen son tan variadas que resultan en general interminables, agotadoras. De ahí que no decidirse jamás por alguna suene tentador, pues abstenerse de cualquier determinación implica ser un simple espectador –y no un actor– de un futuro que no llega a ser, sino que permanece en la incertidumbre de la especulación. Con esos no-seres e inexistencias juega la melancolía, a un ritmo frenético e incesante, que enloquece nuestra imaginación. Trabajando con supuestos, los añora y recrea constantemente, en la esperanza de mantenerlos consigo a lo largo del tiempo.
La melancolía, así, podría describirse como aquello que extraña cosas, o más precisamente posibilidades. Éstas, al no haber sido circunscritas dentro de lo materializable, permanecen en el terreno imaginativo; y por eso se dice que la melancolía se resiste a cualquier tipo de delimitación, pues por excelencia se define como lo jamás objetivado o lo que carece de objeto, aquello que no tuvo dueño ni totalidad a la que pertenecer, eso absolutamente otro, imposible de concretizarse o adoptar forma alguna. La ironía del melancólico, la melancólica, se mide, en este sentido, de acuerdo al grado de intensidad con el que es capaz de extrañar eso que jamás ha sido cosificado o fijado, es decir, aquello que jamás se ha poseído, que él jamás ha adquirido como suyo. Es así que respirando posibilidades como pérdidas, el humano melancólico no desecha lo que no fue ni lo que puede ser, sino que lo apresa consigo en una especie de recordatorio extenuante y lastimero que jamás llega a materializarse.
Pero ante la pérdida, el melancólico descubre también lo irreparable. Perder es no volver a tener. Perder es casi tan aterrador como esfumarse o morir. En su memoria, viven aún aquellos difuntos que no puede sepultar. En sus recuerdos, vive la impotencia de la imposibilidad de expresar genuina y formalmente esas posibilidades que tanto extraña. Su añoranza, por consiguiente, colinda con cierto ensimismamiento: echar de menos posibilidades tiene que ver más consigo mismo que con esas posibilidades que extraña; y esto tiene que ver también, por supuesto, con la ausencia de objeto que caracteriza en general a la melancolía. El filósofo danés Søren Kierkegaard ha llamado a este fenómeno subjetividad melancólica. Ella es la responsable de promover este sentimiento (melancólico, de melancolía) en el hombre, donde se revela su carácter más existencial y primitivo.
En efecto, detrás de la melancolía, vinculada con el pecado capital de la acedia, subyace cierta posibilidad de encauce. La subjetividad del melancólico, pensemos, puede resultar mortal, pues en su ausencia de objeto amenaza con cosificar su propia identidad, es decir al individuo que carga consigo la melancolía, que la padece, que es melancólico, melancólica. De ahí que Kierkegaard proponga una suerte de redención para la melancolía, una emoción universalmente humana de acuerdo a sus reflexiones. La profundidad sentimental de la melancolía se define como parálisis, evasión, pecado, olvido, suspensión. Vencida ante la inmensa monstruosidad de lo posible y sus interminables facetas, la melancolía es descuido, triste pasividad, y sus representantes, las mujeres y los hombres melancólicos, dejados a la suerte, echados al azar.
Absteniéndose de toda posibilidad concreta, sin por ello dejar de soñarla o imaginarla, el melancólico intuye algo más. En la impotencia de ser incapaz de conciliar la posibilidad con la realidad concreta y fáctica, la melancolía se conecta con la infinitud o lo absolutamente otro, inobjetivable e imposible de materializar. En la aceptación de esta experiencia el melancólico encuentra su redención: su sabiduría es una resignación, no de lo perdido, sino de lo imposible, pues la alegría de la melancolía está precisamente en esa imposibilidad infinita de adquirir una forma.
Filósofa