La fantasía como estrategia
Una mirada sobre el concepto de realidad, lo preestablecido y su cuestionamiento
En el 2005, tres años antes de su suicidio, el escritor David Foster Wallace (DFW) fue invitado a hacer el discurso de graduación de una universidad en Ohio. El escritor empezó el discurso con una broma: dos jóvenes peces estaban nadando en el océano y un pez viejo pasa por donde están y dice: “Buen día, chicos, ¿cómo está el agua?” y sigue su camino. Los dos jóvenes peces se miran el uno al otro y uno de ellos dice: “¿Qué carajos es ‘agua’?”
DFW continúa con una serie de aforismos reflexivos que toma de escenarios del día a día típico de una vida adulta americana –pero que se extiende a otros territorios si consideramos las similitudes culturales que se generan en el marco de un ecosistema capitalista globalizado-, y explica cómo todo lo que pensamos que es, solo es porque nosotros escogemos que lo sea, pero que frecuentemente vamos por el mundo sin darnos cuenta del hecho de que estamos eligiendo todo el tiempo.
Es una elección ir al supermercado después de diez horas de trabajo, una de tráfico y media de almuerzo, en el auto que compramos para ir y volver del trabajo. Es una elección ir al supermercado, cargar las bolsas con los alimentos que mantienen vivo el cuerpo con el que vamos, día a día, al trabajo. ¿Qué carajos es ‘agua’?
Conformarnos y no cuestionar la realidad es una elección; vivir bajo un conjunto de verdades que nos esforzamos en sostener en su lugar haciendo la vista gorda al hecho de que pueden ser reorganizadas o reformadas, es una elección que hacemos una y otra vez durante el día. El discurso de Foster Wallace es un comentario sobre el concepto de mentalidad, específicamente sobre la mentalidad más dominante -normalizada, aceptada, reproducida- que se ha formado por significados fijados que nos han ido convenciendo de que “esto es éxito”, “esto es bienestar”, “esto es lo normal”. Ese es el agua que no vemos porque ha estado ahí desde que nacimos.
Las obras literarias nos empujan a pensar más intencionalmente sobre qué tenemos en frente de nosotros (el mundo en el texto), y dado que se nos presenta una realidad hecha de elementos que podemos reconocer (signos, convenciones), nos detienen el suficiente tiempo para descifrar en qué y cómo pensamos. La literatura es alguien diciéndonos: “Quizá el agua es esto: [algo]”.
Podríamos ver a la literatura y el cine de fantasía como ese mismo ejercicio en modo avanzado; la forma más antigua de arrebatarle protagonismo al ser humano y dárselo a seres imaginados, diseñados con poderes y características particulares que nos obligan a olvidar las lógicas sociales convencionales y a descifrar alegorías y símbolos. En ese descifrar, hay posibilidades y no respuestas únicas ni correctas. La fantasía ya renegaba del antropocentrismo [el ser humano como centro] antes de que fuera cool en los espacios intelectuales.
En su libro Pensando como planta (Columbia UP, 2013), Michael Marder explica: “Los acercamientos ontológicos [qué es el ser] a la cuestión animal traen con ellos significativas implicaciones éticas en relación a nuestro tratamiento de estos ‘otros’ no humanos, así como de la perspectiva humana y nuestra visión de nosotros”.
Estamos acostumbrados a pensar todo lo que no es humano en términos de su utilidad para la actividad humana, inclusive las cosas vivas: pensamos en las plantas y animales como escenario, comida, instrumento, compañía, diseño, etcétera. Marder dice: “Los usos a los que sometemos a los seres vegetales no agotan qué (o quién) son, más bien al contrario, ofuscan enormes regiones de su ser”. ¿Qué es un girasol además de una flor amarilla? ¿Qué hace en el mundo? ¿Por qué existe? ¿Cómo se alimenta? ¿Siente dolor de una forma que no puede ser interpretada en nuestros signos (gritos, muecas)? Estas preguntas formulan muchas, miles más; descontracturan el cuerpo lógico que vive tensionado tratando de mantener su postura y su lugar porque le da pavor moverse a lugares que son inexplicables en sus términos.
En este sentido, pienso la realidad como la ficción a la que nos entregamos en una especie de suspensión de incredulidad (el contrato de lectura cuando ingresamos a una obra como lectores), pero en una operación inversa más problemática: nos entregamos a la realidad en un desesperado modo de aferrarnos a lo creíble porque lo que no es eso nos causa terror.
Me pregunto, como se preguntaba Foster Wallace hacia el final del discurso, si miráramos alrededor con menos seguridad de que tenemos las respuestas ¿podríamos deshacernos de esa desesperación por mantener todo como pensamos que es y animarnos a ver qué más puede ser?
Después de que nos hemos dado cuenta de que aquello en lo que creemos es un frágil dogma que se sostiene a sí mismo “solo” porque nos hace sentir superiores a otros seres (incluidos humanos que el sistema ha deshumanizado históricamente como, por ejemplo, los migrantes en busca de refugio, las mujeres objetificadas y los indígenas desplazados), ¿no sería posible reescribir el mundo? ¿Y qué tal si esta vez lo hacemos en código fantástico? ¿Y qué tal si esta vez los autores son otros/as?
Escritora