Kewiñales. El latido verde de la montaña
Una nueva entrega de "Crónicas de Cultura y Biodiversidad" y primera parte de un texto dedicado a los kewiñales, los bosques de ese árbol nativo tan propio del paisaje andino boliviano.
Kewiña k’asa
Kewiña pampa
Keñuwa uta
Kewiñani
kewiñal
Nombres de sonidos tan musicales que aluden a una abra en la quebrada, una parte llana de la montaña, un techo de casa construido en la ladera, o simplemente un bosque; todos forjados de kewiñas, este árbol tan vital en la naturaleza de los ecosistemas, como en la vida de las comunidades andinas de Bolivia.
Vivir al extremo, desafiando gravedades y alturas
La kewiña o qeñuwa (1) (su nombre kechwa y aymara respectivamente), es quizá el árbol más emblemático de la puna andina, -pero sin lugar a dudas-, es el único que vive hasta los 5400 metros sobre el nivel del mar (2). Por eso, es el árbol de mayor altura del planeta tierra.
Los kewiñales (3) se descuelgan por laderas casi imposibles como balcones de montaña; balanceándose firmes, emergen entre barrancos y quebradas. Sus troncos casi helicoidales, crecen perpendiculares a la tierra y paralelas al abismo en quiebres de 90 grados, dirigiendo su copa el cielo, para estupor de los abismos y sus cimas verticales, desafiando cada segundo las fuerzas de la gravedad o el ímpetu de los vientos y algunas teorías terrenales, como el de la biología de las alturas.
Este árbol, curtido en la era de los tiempos y criado en tantos caminos visibles y sitios inaccesibles, conoce bien de los extremos de su espacio, de alturas impensables y nieves de resplandor quemante, junto al calor irradiante de la puna altoandina, de ríspidos vientos de arena en la puna árida, o la acariciante humedad de las corrientes de aire en las cabeceras de valles y la ceja de monte yungueña; soportando cada día cerca del amanecer los 20 grados bajo cero del invierno altoandino en las faldas del Sajama en Curahuara de Carangas, o el sofocante calor del medio día cochabambino en las laderas del Parque Nacional Tunari.
De acuerdo con los botánicos, pertenece a la familia de las rosas (rosáceas), una de las más grandes y numerosas. Pero según criterios de clasificación de las comunidades andinas, se encuentra entre los árboles de puna que resaltan por sus cualidades para madera, leña, y sombra. Así lo confirma el más antiguo y elaborado vocabulario de la lengua aymara de Bertonio (1612) (4).
De las 15 especies identificadas en la región andina de Sudamérica, 14 se encuentran en Bolivia (Kessler, 2001). En Cochabamba se identificaron 8 (CByG UMSS)
Reconociendo sus huellas: raíces trepidantes, tallos sinuosos, generosas cortezas
Cada kewiñal es un brochazo intenso en la pintura natural y diversa del mosaico de los andes, una perseverante biocenosis que se aferra firme a ciertos espacios de las montañas, cubriendo con su estela verde, rocas y corrientes de agua o arenales y tierras volcánicas; pero casi siempre, cobijando una rica biodiversidad bajo este manto.
Cada árbol de kewiña, es en sí mismo un paisaje vivo, de copa densa, irregular y compacta, siempre cubierta por sus menudas hojas y enrevesadas ramas, tejido por células abigarradas de innumerables tonalidades, colores y texturas.
Cada tronco: una escultura viva, sinuosa, asimétrica y helicoidal; tallada por miles de xilemas y floemas, esas “venas” vasculares por donde circulan las savias del mundo vegetal. Estos tallos de caprichosas curvas, sensuales y casi perfectas en su asimetría, parecen mostrarnos (como en las esculturas), la estética de los movimientos de este árbol y las huellas de su historia, modelados por el tiempo y su parafernalia climática de viento, frio, calor y humedad, tan expresivos en su figura externa y contextura (bio) física.
Sus raíces, -prolongación de su tronco bajo la tierra-, se esparcen, bifurcan y multiplican trepidantes dentro la corteza terrestre, resquebrajando rocas, buscando resquicios de suelo o las corrientes húmedas del subsuelo, para su abrazo íntimo con la tierra.
Por su corteza color canela (5), lisa, generosa, frágil y sonora, de múltiples capas sobrepuestas, tan resistentes a los riesgos externos del calor y el frío, es posible comprender tan bien, el sentido y la función de protección que desempeñan; la razón de su persistencia o sobrevivencia a tantos extremos naturales y antropogénicos, a los cuales las kewiñas se enfrentan desde hace milenios; cada lámina de su corteza, es una página de salud para ciertos malestares humanos, una piel que se desnuda por las estaciones del año para regenerarse y rejuvenecer tallos y ramas; cada hoja de corteza un desprendimiento de amparo que sirve de abrigo en tiempos de frío, -sobretodo-, en los momentos críticos y tan perturbadores de los incendios, cuando la corteza se enfrenta como un escudo natural contra el fuego, una barrera esencial cuyas numerosas capas impiden llegar el calor mortal hasta el tejido verde de sus troncos y las regeneradoras células de sus raíces. Es así como sigue vivo este árbol milenario: un inigualable sobreviviente del implacable acecho de las expansiones urbanas y agrícolas, o del utilitarismo humano de ciertos usos o los crecientes vaivenes del cambio climático (6)
Su copa densa y compacta, casi siempre verde o esmeralda, a veces celeste o plomiza, es perenne y abrigadora, adquiere su forma por el entramado abundante de ramas y hojas menudas: compuestas, lisas o vellosas, a veces resinosas, pero casi siempre firmes.
Algo de historia reciente
Los estudiosos y varios testimonios nos dicen que los kewiñales antes eran más densos y cubiertos por toda la geografía de los andes. Era probablemente el árbol mas extendido y abundante de la región andina montañosa a partir de los 3000 a 3200 msnm.
Todo indica que fueron (los son aún), los chaqueos para ampliar la agricultura, junto a las quemas para regenerar un “mentado y presumible” pasto verde en nombre de la ganadería, los que disminuyeron su diversidad y extensión; a lo cual se suman, los numerosos usos en la vida de las comunidades, desde leña de primera calidad, herramientas, cercos, corrales, medicina y techos de casas; sin embargo, es muy probable, que fueron las cualidades caloríficas y su fama de leña y carbón vegetal, como los factores que incidieron en incrementar su vulnerabilidad al descontrol de los hombres y sus negocios. El caso más dramático se dio en tiempos de la minería y el ferrocarril a vapor hacia fines del siglo XIX y principios del XX, cuando los kewiñales llegaron a su mayor momento de riesgo de desaparición en la puna altoandina.
Precisamente a esta situación se debe la creación del Parque Nacional Sajama el año 1938; primera área protegida de Bolivia, cuyo único párrafo textualmente indica ..Se crea…para la protección de los bosques de keñua de las faldas del Sajama… (Base Plan Manejo PN Sajama, SERNAP 2003).
Así, para sobrevivir, los kewiñales se refugiaron en las montañas, los barrancos y los roquedales, con quienes en alianza natural aprendieron a resistir hasta hacerse menos alcanzables por las expansiones humanas, ante la amenaza del fuego provocado, como de los carboneros y el filo de las azuelas (pequeñas hachas de doble punta).
Se los encuentra muy dispersos en todos los andes, desde las cabeceras de valle semihúmedos – húmedos (3000 msnm), hasta los 5400 msnm en las faldas volcánicas de la cordillera occidental, inclusive, en la ceja húmeda de montaña, en el ingreso a los yungas.
De las 14 especies de kewiña conocidas en Bolivia, están actualmente desparramados a lo largo del país, desde el norte de La Paz en plena cabecera de yungas de Charazani y Pelechuco, hasta el sud de Tarija en la Reserva de Sama y hacia el ingreso montañoso de la Reserva de Tariquía en Padcaya, pasando por las serranías interadinas de Cochabamba, el Norte Potosí y Chuquisaca. Dispersos a veces, concentrados en otras por pequeños bosques y relictos o restos de bosques, y/o entre matorrales densos, hasta pequeñas colonias de individuos (casi solitarios) en pukaras (fortalezas incaicas en zonas rocosas), barrancos y antiguas casas, como todavía se los ve aún en las comunidades kallawayas del municipio de Curva en La Paz.
Los bosques más extensos y cuidados son los keñuwales del Parque Nacional Sajama, alrededor de sus laderas arenosas y en las proximidades a esta, en medio de rocas gigantes conformando verdaderas “ciudades de piedra”, protegidos por la montaña más alta de Bolivia y la fuerza de este poderoso apu (señor) o “doctor Sajama” -como suelen llamarlo con respeto y aprecio sus pobladores-; pero también, cuidados por la decisión de sus gentes en afianzar esta área protegida como parte de su territorio y gestión de vida, sobre la base de estos dos hitos históricos: la montaña y el árbol. Es acá, -hacia el occidente altoandino-, donde la kewiña o keñuwa, suele ser todavía conocido por su nombre más antiguo y ritual: kero, que hace referencia a su importancia como madera en la construcción de casas (Bertonio, 1612).
Para nosotros los cochabambinos, las kewiñas resaltan por su importancia y valor en las aproximadamente 4000 hectáreas existentes en el Parque Nacional Tunari (Plan de Manejo PN Tunari, SERNAP, 2016) en sus dos especies (P. subtusálbida y P. Lanata), la primera de ellas endémica en la región. Las 8 especies que se encuentran en el departamento de Cochabamba, se encuentran sobrevivientes, muy dispersos o fragmentadas en casi todas las provincias con paisaje montañoso.
Para finalizar la primera parte de esta crónica, quiero referirme brevemente a los kewiñales del Infiernillo, ubicado en la zona de Koari, un sitio de puna húmeda entre Tiraque y Pocona, por el trayecto de la antigua carretera a Santa Cruz, en la frontera sur del Parque Nacional Carrasco.
Situado en la hondonada de una ladera empinada cerca de la cumbre, en el entorno de la laguna del mismo nombre, cuyas cristalinas aguas bajan de la montaña y sirven para el riego de tres comunidades; el Infiernillo, es quizá uno de los pocos bosques primarios de kewiña que quedan y con buen estado de conservación. La densidad de sus árboles inmensos, la imponencia voluminosa y escultural de sus troncos, como los rasgos asociativos de biodiversidad en flora y fauna que mantienen, con todas las formas y configuraciones extraordinarias a las que hicimos referencia al principio como cualidades de las kewiñas, junto a la belleza escénica y paisajística del conjunto, hacen del Infiernillo, una especie de paraíso terrenal. O quizá, -para jugar un poco a una suerte de metáfora por oposición-, un paraíso infernal, donde conjugan la singular y placentera belleza natural del bosque y su laguna, con las historias y relatos de misterio tejidos a su alrededor por las gentes y su población, que le dan cierta endiablada connotación, en los términos de la recurrente dualidad o dialéctica del pensamiento andino.
Para cerrar este breve homenaje a los árboles a través de la kewiña, un verdadero super viviente de los andes, que ha atravesado las eras y se ha sumergido en la cultura de los hombres, retando siglos, soportando fuegos y rotando sus múltiples ciclos de vida. Pero, sobre todo, para no perder el placer que nace de la proximidad de cada árbol y cada kewiñal. Para que, desde su presencia renovadora y vital, no dejemos de sentir, aquello que nos mantiene y da vida por siempre: el latido verde de las montañas.
A los 31 días de este mes de octubre de 2020.
El autor es investigador sociocultural – w.spinoza@gmail.com