Don Hugo, manual de supervivencia (al periodismo)
Un homenaje personal a Hugo Peredo Villazón, sonidista, gestor cultural y periodista de OPINIÓN por más de dos décadas, quien murió a los 66 años.
Los periodistas somos personas solas. Estamos solos. No creo estar descubriendo nada revelador al decirlo. Acaso sea un recordatorio para mí mismo. He visto tantas películas sobre periodistas rodeados de gente que a veces se me olvida. He escuchado a tantos invocar el espíritu gregario del gremio que de cuando en cuando me lo creo. Me topo cada día con impostores que se disfrazan de periodistas para convertirse en ‘influencers’, que hasta me tienta la idea de ser querido por “multitudes virtuales” (vaya oxímoron). Pero, la experiencia -mucha o poca, no sé- me demuestra lo contrario. Asistimos a concentraciones masivas y conferencias bulliciosas solo para volver solos y cansados a nuestros lugares de trabajo. Compartimos esos lugares de trabajo con otros seres tan solos como nosotros en largas jornadas que no distinguen el día de la noche, el lunes del domingo.
Toda esta parrafada inútil me desborda mientras recuerdo a don Hugo Peredo, un periodista y amigo que nos dejó hace una semana, víctima de las secuelas del virus malparido. Al recordarlo me salen estos apuntes y no una semblanza al uso, porque don Hugo (a quien no puedo aludir sin el don por delante, al igual que me pasa con don Vito Corleone o con don Francisco) no era un periodista al uso. No era un chanta de esos que, al estilo del mejor amigo de Sánchez Berzaín y de Murillo (hablo de ese del Rincón, obviamente), habla de “gastarse los zapatos” mientras se pone el frac más caro. Tampoco era un romántico bobalicón que repetía sin pensar ese lugar común que sentencia que el “periodismo es el mejor oficio del mundo”. Eso sí, no llegaba al extremo de portarse como esos “cínicos” que dizque no sirven para el oficio.
Don Hugo era un hombre solo, como somos los periodistas (puede que no todos, pero sí los que aprecio). Era un hombre solo, pero jamás egoísta. Al contrario, era un tipo generoso y solidario, que acompañaba a sus colegas y amigos cuando lo necesitaban y que, sin prisa ni pausa, despachaba consejos no siempre reconfortantes, pero siempre útiles. Había convertido el periodismo en su trinchera para aprender a estar solo, que es también una forma de sobrevivir.
Don Hugo era un hombre solo, no asocial. Conocía a todo el mundo y se hacía querer. Y más importante aún en este oficio, se hacía respetar. En su experiencia como sonidista, gestor y periodista cultural sumó muchos amigos y cómplices, que lo buscaban y visitaban con frecuencia en el periódico Opinión, donde trabajó por más de 20 años, y con los que se enfrascaba en largas charlas previas y posteriores a las entrevistas que hacían él u otros reporteros. Sus encuentros en el diario eran una excusa para ponerse al día con la gente de su alrededor. En ellos ponía en práctica dos de sus mayores dones (los dones de don Hugo, ja): la escucha paciente y la conversación apasionada. A don Hugo le gustaba hablar, sí, pero porque sabía escuchar, sabía del valor de prestarle atención y compromiso a las palabras del otro. Otros colegas que lo conocieron más y mejor que yo han recordado su costumbre de citar a los reporteros en la sala de reuniones del periódico para conversar por horas, a veces para llamar la atención, pero también para escuchar las razones de algunas fallas o excesos y, siempre, para deslizar un puñado de consejos que cobraban forma a medida que pasaba el tiempo. Eran consejos que podían nacer de la experiencia en el trabajo, pero cuyo uso no se circunscribía al infierno laboral, sino que encontraban eco más allá, mucho más allá. Eran consejos de supervivencia, pues. Porque don Hugo era un sobreviviente, sí, pero, cosa más importante para el resto, era un manual de supervivencia, alguien que guardaba soluciones prácticas para vivir con el periodismo, enfrentar la soledad que demanda, no desplomarse en el camino y vivir para contarla.
Quienes lo conocieron saben de su vocación para arreglar cosas. En sus gavetas solía guardar utensilios y herramientas con las que componía los desperfectos cotidianos que se multiplican a cada instante en una sala de Redacción. Podía invertir tanto tiempo en salvar una chapa desahuciada como en editar una página sobre las últimas correrías de Justin Bieber. Puede que quizá la memoria me traicione, pero recuerdo que, además de sus llaves, llevaba en el cinturón un cortaplumas para ajustarle los tornillos a lo que hiciera falta. Me gusta pensar que esa voluntad por reparar las cosas se extendía también a las personas: no otra cosa encarnaban las largas conversaciones a las que nos convocaba de tanto en tanto. Que haya reparado o no a las personas es algo que no podría asegurarlo. Al menos lo intentó. Ya se sabe que, así como hay chapas de puertas que solo se arreglan para volverse a averiar al poco tiempo, hay personas que padecen averías estructurales y que hasta funcionan “mejor” con ellas. Personas que en el periodismo son la norma antes que la excepción.
El espíritu colaborativo de don Hugo no se activaba solo para desperfectos domésticos. Entraba en acción de forma muy efectiva cuando se trataba de trabajo. Me acuerdo de una vez en que debí trabajar para/con él en la sección de espectáculos de Opinión (Vida de Hoy), en la que, víctima de la típica soberbia juvenil de quien se cree más que el resto, me sentía desperdiciado y hasta humillado, aunque lo cierto era que la incomodidad se desprendía de saberme un perfecto inútil. Un periodista, al menos uno al que le pagan por cubrir y hacer notas diarias, puede ser mejor para algunas cosas que otras, pero debe ser siempre capaz de capear el temporal que lo sacuda el momento menos pensado de la manera más digna posible. Debe cumplir contra viento y marea. Enterado de mi inutilidad para lidiar con las bailarinas de un espectáculo de café-concert a las que debía entrevistar, don Hugo se ocupó esa vez de ayudarme a buscarlas, de convencerlas de ir al diario a tomarse fotos y de orientar al fotógrafo para que las tomas le sirvieran para la tapa del suplemento, que era finalmente lo más importante de esa cobertura. Salimos airosos de esa prueba, gracias al sentido práctico de mi editor, que era lo que don Hugo era y hacía: editar, resolver las cosas, no dejar que el atolondramiento de su redactor le impidiera llegar al final del día con su página completa y lista para imprimirse.
Ahora que lo pienso, el impulso con el que arreglaba las cosas, resolvía predicamentos laborales y procuraba recomponer a sus interlocutores era una forma en la que don Hugo lidiaba con los tiempos muertos del periodismo. Porque quienes han caído en una Redacción, sobre todo para cumplir labores de Edición, saben que el día a día está lejos de esas versiones idealizadas que dibujan el trabajo periodístico como una aventura detectivesca a tiempo completo, en la que uno se cansa de descubrir tramas delincuenciales, amenazar a alguna autoridad corrupta y salvarse de la muerte justo antes de ponerle el punto final a la nota que hará caer a los ídolos más intocables de una comunidad. Eso es ficción pura y dura, al menos en un contexto como el boliviano. Llegar a una historia potente suele costar más tiempo de espera que acción genuina. Y cuando la cosa no pasa por revelar “grandes verdades”, sino por exponer asuntos más modestos, la norma es el gasto de tiempo: tiempo para idear notas, para pedir entrevistas, para hacer hablar a alguien, para transcribir su verborrea, para escribir algo pasable, para que la edición lo haga legible, para que los armadores lo hagan publicable… Don Hugo se conocía de memoria todas estas rutinas y, más importante aún, las grietas de tiempo muerto entre cada una de ellas, esas grietas que podían convertir una jornada laboral en un loop pesadillesco, esas grietas que a muchos podían volvernos locos de desesperación, esas grietas que él sorteaba con su instinto y manual de supervivencia.
Era común que mientras otros correteaban de un lado a otro de la Redacción para intentar apurar la pesada cadena de producción, don Hugo se pusiera a arreglar algo de algún escritorio o que se metiera a la sala de reuniones a conversar con un periodista. En la charlas, a no pocos nos animaba a buscarnos la vida afuera del periódico, a darle un mejor uso al potencial que él veía en nosotros, a no atascarnos en un trabajo que estaba bien para los años previos a la jubilación y no así para los más inquietos. A no pocos nos terminó de convencer de lanzarnos a la aventura, de viajar, de probar otros mundos, de gozarlos y de sufrirlos, de aprender a sobrevivirlos.
Yo me fui algunas veces, pero también volví. Y cada vez que volvía, don Hugo me advertía del riesgo de acomodarme. Le respondía con alguna salida pretendidamente ingeniosa o le decía que solo estaba haciendo tiempo. Y cuando no tenía más excusas, lo evadía. Lo evadí muchas veces, porque sabía que podía tener razón. Sin embargo, al igual que él aprendí a negociar con las circunstancias de este trabajo, no malgasté energía en pelear con las consecuencias inevitables de mis (in)decisiones y hallé las mañas indispensables para sobrevivir al periodismo y sus servidumbres.
Con esto no quiero decir que este oficio sea mi destino o mi condena, que no haya escapatoria posible de él. Lo más seguro es que el periodismo me termine abandonando antes que yo a él, ahora que está transformándose de maneras que me superan y que no siempre me entusiasman. Ya ni redacciones hay, al menos en un sentido físico, así que, más temprano que tarde, sus últimos habitantes nos extinguiremos. Y qué más da. Como solía sentenciar don Hugo, el periodismo, como el mundo, puede pedirnos todo y mucho más, pero al final le daremos lo que esté en nuestras posibilidades, lo que tengamos “para su precio”. Ahí está, finalmente, el manual de supervivencia que nos dejó para aprender a vivir con y a pesar del periodismo. Un manual que no necesariamente hay que seguir a pies juntillas, sino que, como todo documento de consulta, espera que se lo transgreda, pues solo así será posible mantenerlo vivo. Yo lo he seguido y lo he transgredido. He abandonado el periódico y he vuelto a él. He aprendido a no pelearme con el periodismo, pero no dejo de darle una patada por la espalda cuando se descuida y se la merece. Y sobrevivo. Solo o ya no tanto. Gracias, don Hugo.
Periodista – @EspinozaSanti
Quiso ser futbolista, estrella de rock, cineasta, pero solo le alcanzó para fracasar como cinéfilo en la soledad de su cuarto. Quiso ser escritor y en el periodismo sigue fracasando de forma impune hasta que alguien criminalice y prohíba el fracaso.