Cumbia, contemporaneidad y virus: luces, sombras y vidas que se apagan
Un homenaje a algunos músicos de cumbia boliviana, fallecidos a causa de la covid-19
“Es un público que tiene una cuna de cumbia de años, ya es algo muy tradicional. Y no es tan sectario a nivel social como quizás acá. Hemos tocado en lugares como Michelangelo de Buenos Aires, para gente de muy buen nivel que le gusta mucho bailar la cumbia, y también tocamos en lugares populares para toda la gente”.
En una de sus últimas entrevistas, Gilda, una de las más populares cantantes de cumbia de Argentina y el mundo, habla acerca del público boliviano, respondiendo a la pregunta del periodista sobre su última gira, en nuestro país y Perú durante dos semanas, hacia septiembre de 1996. Encontré la entrevista de casualidad en un perfil de videos de cumbia argentina en Instagram, que compartió una amiga cuyo proyecto musical solista, Delina Casa, incluye reinterpretaciones de la música tropical boliviana de la década de 1990 e inicios del siglo XXI, a través de versiones, pero también mediante la socialización de una forma de entender y cantar la cumbia desde una subjetividad millenial contemporánea. Es en la encarnación de lo millenial que lo contemporáneo, según lo entienden algunos filósofos, tendría una correspondencia: ser contemporáneo de un tiempo –el que vivimos hoy, de pérdida– es, a la vez, estar dentro y fuera de él, para ser capaz de mirar tanto sus luces como sus sombras. Sus luces-sombras de luciérnaga, que se prenden y se apagan.
Vi la entrevista citada con Gilda cuando, por segunda vez durante la cuarentena por la covid-19 en Bolivia, estaba organizando con otra amiga cómplice de la cumbia, Wara Godoy, un campeonato de canciones emblemáticas de la cumbia boliviana, a través de la modalidad de encuestas en Twitter. La entrevista con la cantante argentina nos pareció una forma ideal para cerrar el hilo de la votación de octavos de final de la segunda edición de nuestro campeonato, bautizado #Cañonazos, en la que la memoria y la nostalgia por la cumbia boliviana de los noventas ocupaba buena parte del ánimo de organizadoras y votantes. Además, las palabras de la santa patrona de la cumbia argentina le cerraban la boca –eso pensé yo ese momento– a algunos usuarios que respondieron a nuestras publicaciones diciendo que en Twitter Bolivia no había gente que escuchaba cumbia, música, dios nos libre, de indios, cholos y salvajes. Esta última parte la añade mi memoria y es cosecha, por supuesto, de lo que nos toca vivir como país desde las elecciones generales de octubre de 2019. Según Gilda, la cumbia nos mece a todos en Bolivia, en la cuna y en la fiesta; nos iguala –o ¿nos igualaba? Aunque sigo encontrando razones para coincidir con la opinión de la cantante, ahora –solo un par de meses después de encontrar el video de la entrevista citada– también encuentro otros argumentos para matizar esta percepción, desde el contexto más próximo, de crisis, nostalgia millenial y pérdida.
En menos de dos semanas, tres músicos bolivianos de cumbia murieron, dos de ellos por la covid-19. El viernes 10 de julio falleció en Cochabamba Lucio Gonzales, vocalista y fundador del grupo orureño Iberia, uno de los conjuntos más representativos de la cumbia boliviana de los noventa. Murió a causa de males renales, pero fue víctima del colapso de los hospitales por la crisis sanitaria: la familia buscó internarlo durante dos días; ningún centro médico podía atender la urgencia. Diez días más tarde, el domingo 19 de julio, en redes sociales circuló la noticia de la muerte de Willy García, vocalista de Los Puntos, la inolvidable voz de la “Luciérnaga” que se prende y apaga. Pocos días antes, la familia y los amigos de García buscaban plasma hiperinmune para el músico. Un par de días después, el martes 21 de julio, se difundió la noticia de la muerte, también por coronavirus, de Hernán Troche, bajista de la agrupación La Nueva Ley y ex integrante de Veneno, también secretario de prensa de la Asociación Boliviana de Artistas, Intérpretes y Ejecutantes de Música (ABAIEM). Troche había perdido a su padre también a causa del COVID-19.
La noticia de la muerte del vocalista de Iberia tuvo una repercusión importante en internet. En YouTube, una de las playlist –la primera, porque ahora hay varias– de homenaje a Gonzales y al grupo que fundó en 1985 en Oruro tiene a la fecha más de 11 mil vistas. Dura casi tres horas y se recogen éxitos y rarezas del grupo. Otra playlist que circuló esos días fue un compilado de cumbias tecno de Iberia de principios de los noventa. La compartió Giovanni Bello, escritor y editor que publicó mucho sobre la cultura rock y su relación con otros ámbitos en Bolivia, y que en 2013 reeditó el ensayo Kosmische cumbia, de Javier Rodríguez, fundamental para comprender la escena de la cumbia boliviana entre fines del siglo XX y la primera década del XXI. Remarcaba, al repasar esta playlist y los escritos de Rodríguez y Bello, que fue a través de sus textos y de los gustos y curiosidades de un amigo músico –rockero y compositor de música contemporánea– que conocí a Iberia, hace menos de 10 diez años. No sé si la cumbia post-punk boliviana, como la denomina Rodríguez, está en mi cuna de infancia, pero estoy segura que sí aparece como banda sonora de un proceso más reciente, en la etapa de mi vida en la que más música nueva escuché, un poco de rebote o por moda e influencia, pero en verdad por curiosa en unos temas que, por ponerles un nombre, podría llamar de la viscosidad de las identidades en la música y en sus formas de representación.
La emoción que tengo por la cumbia boliviana va por ese camino, donde la exploración de articulaciones borra toda ruta de línea recta. No se trata solamente, pienso, de una emoción construida por la narrativa que crean los sentimientos y las situaciones representadas a través de las letras de las canciones –desamor, despecho, nostalgia, melancolía, euforia desmedida. Es una emoción que tiene que ver con algunas formas de esta música y su puesta en escena: cómo cantan, cómo bailan, cómo se visten, cómo filman sus videos, es decir, cómo piensan las formas. Pienso en un ejemplo. A través del estilo vocal de Lucio Gonzales y de la indumentaria de todos los integrantes de Iberia en el video de “Primera experiencia”, uno de los grandes éxitos del grupo, se propaga una originalidad para producir conexiones y montar estilos e influencias pocas veces vista en las músicas y las culturas bolivianas. El cantar, no solo lloroso sino fuertemente enfático, y la vestimenta rockera de los músicos de Iberia, entre otros aspectos, dan cuenta de sus procesos creativos, densamente abordados por Rodríguez en el ensayo antes mencionado, y de sus procesos de producción y difusión, comentados por Bello en una publicación en Facebook a raíz de la muerte de Gonzales. El imposible encasillamiento de Iberia en una forma musical o estética me parece comparable al caso de David Bowie, identidad camaleónica que llevó hasta el momento y la forma de su muerte la necesidad de la puesta en escena de una exploración de identidad que dejó al mundo siempre con más preguntas que respuestas. Puede que estas no sean sino divagaciones de una fanática, de Iberia y de Bowie, que poco tengan que ver con la realidad, al menos de la agrupación de cumbia boliviana (para ello, remito, nuevamente, a los sesudos escritos de Rodríguez y Bello), pero pienso que tienen que ver con la forma en la que yo y varios millenials parecidos a mí nos movemos al ritmo de una historia tan diáfana en su tristeza, como la del primer amor de una chiquilla que aprende a amar y a hacer promesas. Como ella, nosotros: solos, recordando el ayer.
El universo Iberia que fundó y levantó Lucio Gonzales es grande y tiene una serie de aristas, como lo explica bien Rodríguez en el ensayo ya citado. La vigencia del grupo no está anclada solamente a un pasado de éxito, sino a un presente aún urdido por la música, desde el núcleo familiar a través del que se consolidó Iberia y otros conjuntos de cumbia post-punk boliviana, sobre todo en Cochabamba. La escena de la cumbia paceña durante los 90 es distinta, pero igual de rica en exploraciones de identidades viscosas y muchas veces desconcertantes en sus representaciones. El caso de la indumentaria, por ejemplo, es elocuente: no se trata solamente de encontrar las referencias hacia un posible –muchas veces real– pasado –muchas veces, presente– rockero de los ejecutantes, sino de ver cómo funcionan las originales asociaciones que se les otorga a estas y a otras referencias. Sin embargo, pienso que la efusiva propagación de montajes estéticos en la cumbia paceña de los noventa no ha visto procesos de reelaboración más ambiciosos en la actualidad. “Luciérnaga”, el éxito que cantaba Willy García en Los Puntos, es parte de un catálogo de canciones que remiten a un pasado cercano del que han quedado algunas canciones, algunos grupos, algunas luces y sombras. Los procesos creativos que dieron vida a esta escena no están olvidados: su cercanía temporal lo impide; pero no han salido del ámbito de la anécdota, del recuerdo de los protagonistas y los fanáticos, de la conversación y la negociación comercial y discreta. La música boliviana ha encontrado en la cumbia a una de sus formas más vivas y hoy sus creadores y ejecutantes están muriendo. La vulnerabilidad de la cultura tiene que ver, en primer lugar, con estas pérdidas, con la propagación amarga y irrefrenable de un virus que, a pesar de que queramos permanecer al interior del bar donde se filmó el video de “Luciérnaga”, nos mantiene en un presente de urgencia en el que las vidas se apagan y no vuelven a prenderse.
Crítica de cine y editora. Programadora y gestora cultural.
Coeditora de Imagen docs.