Ana Tijoux: “Yo estaba feliz rapeando, pero la fama me enajenó”
Verdad, justicia y memoria retumban en sus letras. Pura reivindicación social a golpe de hip-hop de una cantante que fue señalada por David Byrne e Iggy Pop. Crónica de cuatro días tras los pasos de esta desbordante artista chileno-francesa.
Para que Ana Tijoux esté ahora a orillas de una avenida de Santiago de Chile con un vaso de café en la mano esperando, bajo la luz floja de un sol mortecino, atravesar la calle y caminar hasta la sala del barrio de Bellavista donde, junto a su banda, ensayará el show con el que va a despedirse de Chile antes de instalarse en Francia, muchas cosas tuvieron que suceder en un pasado cercano —nació en 1977— en el que hay exilio, torturas, abandonos, un parto sin anestesia, agentes de inteligencia interrogándola cuando tenía seis años, una casa en Lille y un edificio en París con pasillos repletos de jeringas de adictos a la heroína, clases de danza y de kung-fu, una plaza gélida en Chile, un pijama, un grupo de amigos que están presos o muertos. Los nexos entre todas esas cosas son, para ella (pómulos de Nefertiti, las finas argollas de los aros tocándole las mejillas como si fueran las patas que un pájaro moja en un estanque dorado), hechos fantasmales que se mueven detrás de una cortina de tiempo. Es cantante de rap, estuvo ocho veces nominada al Grammy, fue señalada por Thom Yorke, David Byrne, Iggy Pop. En sus letras habla de verdad, justicia, memoria, y señala al olvido como una tragedia. Sin embargo, acerca de su propio pasado, dice una y otra vez: “No sé. Tengo lagunas. No me acuerdo. Nunca se habla en mi familia de esas cosas”.
A las nueve de la noche del lunes 13 de mayo de 2019, el patio de un bar de vinos de Santiago está repleto de gente que bebe y fuma bajo un frío pesado. Dentro, un sonidista prepara los equipos para el breve set de canciones que empezará en media hora. A un lado del patio hay una habitación. Dentro, una mesa cubierta de botellas vacías. Allí, chaqueta de cuero, calzas animal print, zapatillas Nike, está Ana Tijoux con sus músicos y tres amigas en un parloteo de excitación adolescente. Se ríe echando la cabeza hacia atrás y mostrando los dientes como si, más que reírse, se arrancara la ropa. Media hora después sube a la tarima que hace las veces de escenario y canta Mi verdad: “Por mi piel morena borraron mi identidad, / me sentí pisoteada por toda la sociedad, / me tuve que hacer fuerte por necesidad, / fui el hombre de la casa a muy temprana edad”. Entre canción y canción, con una copa de espumante en la mano, desliza guiños acerca de causas que defiende (el movimiento feminista, la lucha de los estudiantes chilenos). Cuando el set termina sale al patio, busca un cigarrillo, se acerca a una pareja para pedir fuego. Son belgas y la chica le pregunta si es verdad que se irá a vivir a Francia.
—Sí, a fin de junio.
—¿Y por qué?
—Buena pregunta. Un poco por amor y un poco porque ya tengo que cambiar un rato.
—¿Y tú eres conocida en Francia?
—No, para nada —dice riéndose—. Pero eso es excelente.
Después, durante mucho rato, conversa con desconocidos a quienes invita a sentarse y tomar un trago. Con todos se saca selfis y se ríe, como si no quedara nada en ella de la chica que, a los 20, asqueada por la exposición pública, abandonó un grupo de rap de enorme suceso, Makiza, y se fue a Francia, donde pasó dos años trabajando como mesera o encargada de edificios con el propósito firme de no cantar nunca más.
Creo que está cansada —dice Jon Grandcamp desde París—. Está la mitad del año de gira y creo que ya no quiere popularidad sino armonía. Así que venir a vivir a París va a ser muy bueno para ella. Aquí puede seguir con su carrera y regresar a Chile cuando quiera.
Jon Grandcamp es un baterista francés de 38 años. Desde febrero pasado es también el marido de Ana Tijoux, el hombre con quien ella y sus dos hijos —Luciano de 14 y Emilia de 6— vivirán en París.
—¡Sube! Último piso.
A las ocho de la mañana del martes 14 de mayo la voz de Ana Tijoux sale por el portero eléctrico de un edificio del barrio de Providencia. Arriba, la puerta de su departamento está adornada con banderas tibetanas, entreabierta.
—Pasa, pasa —dice, saliendo del baño con una bata y el pelo mojado—. Ya preparo desayuno.
El lugar tiene tres habitaciones, cocina y living unificados. Hay una biblioteca con títulos de Leonardo Padura, Bolaño, John Berger, una superpoblación de dibujos infantiles con la leyenda “Mamá, te amo”. El frigorífico está cubierto por imanes: “Lo que el pueblo necesita es educación gratuita / porque el pueblo está cansado de las leyes del Estado”.
—No te rías de lo que voy a hacer —dice, saliendo del cuarto vestida con calzas de color naranja y un buzo negro.
Abre la nevera, toma una lámina transparente y viscosa y se la coloca en la cara.
—Máscara descongestiva. Volví tarde del bar y tuve insomnio, no dormí nada.
Algunos detalles —cuadros descolgados, una tela a lunares colgada a modo de cortina— hacen pensar en un sitio en transición hacia alguna parte.
—Como voy a dejar la casa, está todo patas arriba. Dejo todo. Libros, muebles. En mi familia no somos muy apegados.
Habla con dicción clara, en un tono que parece un legrado de cansancio, pero nada en ella remite al agotamiento ni a la prisa aun cuando la esperan un ensayo, reuniones con un equipo de Netflix —actúa y hace la música de la serie La jauría, dirigida por la argentina Lucía Puenzo, que se estrenará pronto— y debe resolver detalles para el concierto del día 8 de junio en el Caupolicán, un sitio emblemático de Santiago, con el que se despedirá de su país antes de marcharse a Francia.
—La semana pasada colapsé y me fui sola a la playa. A hacer nada. Me dio muchísima culpa. Oye, ¿vamos caminando hasta la sala de ensayo?
Toma la chaqueta negra, el teléfono. Ya en la calle, pregunta:
—¿Te importa si compro un café?
Los sitios que escoge para comprar café no tienen ninguna singularidad. No la reconocen ni la tratan como habitual. Siempre saluda y dice adiós con una cortesía de manual.
—Hola, buenos días —dice ahora, entrando a un pequeño bar, pero el chico que atiende no responde y pregunta:
—¿Qué te sirvo?
Ella hace un silencio cargado de reprobación y repite el saludo subiendo el tono, a la manera de un maestro cabreado:
—¡Hola! ¡Buen día! Café con leche deslactosada, por favor.
El chico no se inmuta. Ella paga, deja propina. Al salir a la calle dice:
—Me molesta que no saluden. ¿No crees que es sumamente descortés?
Pronuncia las palabras agudas terminadas en “s” — descortés— con un énfasis carnoso, como si les asestara una puñalada.
Durante las noches, el barrio de Bellavista está repleto de gente, música, bares. Pero en la mañana está vacío; los locales, cerrados. Detrás de la fachada de un bar, una escalera conduce hasta el ático donde funciona la sala de ensayos. Durante tres horas cantará sentada, con una voz de destellos secos, siguiendo las órdenes del director y haciendo consultas en tono modesto: “¿Te parece mejor si agregamos una vuelta más del estribillo?”.
Nació en Lille, Francia, en junio de 1977. La llamaron Anamaria, todo junto y sin acento. Después, pasaron todas estas cosas.
—¿Me traes una copa de espumante, por favor? —le pide a un mesero en el restaurante El Toro, un sitio tradicional de Bellavista, después del ensayo.
De Ana Tijoux se dicen muchas cosas —más y menos comprobables: que es refractaria a las entrevistas, exigente, intempestiva—, pero se sabe poco. Nació en Lille, Francia, es hija de María Emilia Tijoux, socióloga, y de un profesor de ciencias políticas, Roberto Merino, que no es su padre biológico. Ambos chilenos, se exiliaron en Europa durante la dictadura militar de Augusto Pinochet, que comenzó en 1973.
—Mi madre se embarazó allá. Creo. Se fueron de Chile en el año 1976.
—¿Tu padre se fue de aquí con ella?
—Ya. Aquí hay una cuestión. Es tan tabú en mi familia. Pero es parte de mí, o sea que voy a hablar. Yo tengo un padre biológico y un padre que me crio. Mi madre se fue a Francia con mi padre biológico y quedó embarazada. Y mi papá se fue. Y Roberto llegó después. Pero Roberto es mi padre, no tengo dudas.
—¿Conociste a tu padre biológico?
—Aparecía, desaparecía. Después le perdí el rastro. Se mató cuando yo tenía 12 años. Se suicidó. En mi familia es tabú hablar de eso. Pero si uno tanto pide verdad y justicia, es supersano reconocer lo que pasó. Mi padre biológico se llama Douglas Olivares. Es del norte de Chile. De Iquique.
Olivares era militar pero entró en el MIR, el Movimiento de Izquierda Revolucionario, donde militaba María Emilia Tijoux, la madre de Ana.
—Creo que se conocieron en el norte de Chile, pero tengo lapsus históricos.
—¿Cuál es el primer recuerdo que tenés de tu padre biológico?
—Creo que cuando yo tenía tres años me llevó al circo. Le decían El Negro. Cuando venía, yo tenía pataletas. Tuvo una historia superloca después. No sé si quedó frikeado por la cárcel.
—Estuvo preso en Chile, entonces.
—Sí, los tres. Los tres pasaron por los centros de tortura de acá.
—Y vos tenías 12 años cuando él…
—Se mata. Pero no me quisieron decir. Me enteré dos años después. Encontré una carta donde alguien decía que se había matado. Y yo no dije nada porque no quería dañar a Roberto.
Ana Tijoux no sabe cuántos años tenía su madre cuando se fue de Chile —“calculo que 26”— ni habla con ella sobre lo que le sucedió en los centros de tortura (“jamás he sabido un hecho. Pero yo creo que cualquier persona que vivió la tortura vivió la muerte”), ni le pregunta cuándo empezó a estar en pareja con Roberto Merino. Le bastan los recuerdos que cultiva: una casa en Lille llena de música, unos padres disciplinados que la llevaban a reuniones políticas y se negaban a comprarle la Barbie y el Monopoly.
—Eran símbolo del capitalismo. A los tres años, en el kínder, me pidieron que cantara una canción y canté La internacional. Imagínate.
—Cuando tenías seis años se fueron a vivir a París. ¿Por qué?
—No sé. Capaz le ofrecieron un trabajo a mi papá, porque estaba en la Liga Comunista Revolucionaria y trabajaba en la imprenta de la Liga. Yo pasaba el día en la imprenta con él.
Se asentaron en Belleville, entonces un barrio difícil, y su madre empezó a estudiar Sociología en París XVII. El departamento donde vivían estaba en un edificio habitado por adictos a la heroína —“las jeringas estaban en los pasillos, era heavy”—, y aunque pasaban dificultades económicas, la vida era estimulante: su madre la llevaba a ver ballet, su padre había montado un laboratorio fotográfico en el baño, donde pasaban horas haciendo experimentos. Poco después de la mudanza, quiso viajar a Chile para visitar a sus abuelos. Sus padres, que no podían volver, decidieron enviarla sola. En Santiago encontró primos, abuelos, fueron días de felicidad, de cierta gloria.
—Pero cuando tomé el avión de vuelta me detuvo la DINA. Me bajaron del avión y fueron seis horas de interrogatorio. Ellos me hablaban en español y yo les contestaba en francés: “Paco de mierda”. Mis padres me habían enseñado eso.
Paco es la forma popular con que se llama a las fuerzas de seguridad en Chile, pero la DINA no era cualquier fuerza de seguridad, sino la policía secreta de Pinochet, responsable de secuestros, asesinatos, violaciones. Ante la misma gente que había torturado a sus padres, Ana Tijoux, de seis años, puteaba en francés.
—Mis viejos siempre me decían: “Nunca llores delante de un paco”. Y no lloré. Los pasajeros no dejaron salir el avión hasta que yo no subí. Al fin me dejaron ir. Y dos años después volví, pero entonces no pasó nada.
En París, su madre empezó a trabajar como educadora de calle con jóvenes de barrios marginales. Como no tenía con quién dejar a su hija, la llevaba consigo. En uno de esos sitios Ana Tijoux vio, por primera vez, a un grupo haciendo freestyle, un estilo de improvisación del rap.
—Me encantó, pero me dio más por el baile. Me puse a aprender danza contemporánea, jazz. Hacía esgrima, también.
La música no aparecía en el horizonte como una posibilidad cuando María Emilia y Roberto le dijeron: “Volvemos a Chile”. Ella tenía 14 años.
—Fue horrible. Dejé aquel país, donde mi madre embarazada había ido a las marchas por el aborto, y llegué acá, donde el aborto hasta el día de hoy es un tema tabú. Todo el mundo era muy creyente y yo soy atea, y acá eso era sacrilegio.
Se instalaron en la periferia de Santiago, en un sitio humilde. Ella iba becada a un colegio francés en Vitacura, una de las comunas más ricas de la ciudad.
—Había peleas. Puños, arañazos. Fue duro para mí. Yo había anulado a este huevón que era mi papá biológico. Se mató en Francia, pero está enterrado en el norte. Fui a su tumba. Dos o tres veces.
Apoya el movimiento estudiantil chileno, el movimiento feminista, el movimiento mapuche, la causa palestina. Su nombre no solo aparece en el line up de festivales de América Latina, Europa y Estados Unidos (Lollapalooza Chile; Vive Latino, México; Latin Alternative Music Conference, Nueva York; Demon Dayz, California), sino en el programa académico de universidades prestigiosas. En 2016 fue a Harvard, invitada por el Hiphop Archive and Research Institute, y estuvo en la UCLA, en Duke. En 2017, la Universidad de Chile organizó un conversatorio —Procesos creativos en el arte y la ciencia— en el que participó junto al premio Nobel de Física Gerard ‘t Hooft y Humberto Maturana, biólogo y premio Nacional de Ciencias. Aun cuando el contenido de sus respuestas fue en ocasiones previsible y políticamente correcto (“creo que habría que derrumbar las murallas de la institucionalidad”, “el sistema está construido para el cemento, incluso (…) en la dificultad de encontrarnos como seres humanos”), su actitud era la de quien tiene la convicción de estar diciendo cosas insolentes y reveladoras.
Los síntomas iban desde el ahogo, la sudoración, el mareo y la taquicardia hasta la certeza de la muerte.
—Empecé a los 14 y estuve así tres años. Me ahogaba, sentía que me moría.
Se tiñó el pelo de azul y empezó a vestir un pijama todo el día. Así llegó junto a un novio grafitero a la plaza Macul, donde un grupo de varones hacía freestyle.
—Empecé a ir y se acabaron las crisis de pánico. Era estar en la plaza, tomar cerveza, fumar porro. Después dejé de fumar, porque me desmayo. Pero en esa época el desmayo me parecía una huevada creativa. Un día me dijeron: “Improvisa tú”. Y lo hice. Cuando terminé, silencio infernal. Puros hombres del barrio y yo en mi pijama. Y me dijeron: “Bueeena”. Y ahí empezó. Estuve tiempo rimando en esa plaza. Todos ellos están presos o muertos, pero les tengo un cariño histórico. A eso se sumó que en el colegio teníamos una clase en la que había que definir una palabra. “Dialéctica: dícese de no sé qué”. Yo no podía memorizar eso y me inventé una manera. Pensaba: “Dialéctica. ¿A qué me suena? A bistec. Bistec, cocina, tal cosa”. Y empecé a dividir las palabras por sílabas y sonidos. Me empezó a ir bien. Y ahí dije: “Chuta: yo tengo una huevada con las palabras”.
Y esa huevada con las palabras fue la que la trajo hasta acá.
María Emilia Tijoux, la madre de Ana, llega al café cinco minutos antes de la cita concertada. Viene de dar clases y después irá a la CNN Chile para hablar sobre racismo y migración.
—Regresamos a Chile porque estaban mi padre y mi madre, y yo soy hija única. Fue una decisión tomada unilateralmente. Sin ella. Debió ser muy duro. Acá iba a un colegio francés donde por entonces había mucha segregación y racismo. Hubo episodios con profesores, un cierto desprecio por lo que ella podía ser más adelante.
—¿Hablan con Ana de los años de exilio?
—No siempre. Tenemos muchas cosas que hablar todavía. Mucha de nuestra gente está desaparecida. Y no me arrepiento para nada. Tampoco el testimonio del llanto, ¿no? Porque yo no soy víctima. Estábamos ahí porque había que luchar.
—A los seis años Ana vino sola a Chile.
—Sí. La quisieron intercambiar. Los militares la retuvieron porque querían que el padre y yo nos entregáramos. Fue una cosa terrible. Yo decía: “Si la llegan a retener, me voy para allá, da lo mismo lo que me pase”. Finalmente, la dejaron ir. Pero era por eso. ¿Por qué iban a detener a una niña, si no? Porque nosotros éramos unos padres a los que no habían podido matar.
Mira la taza de café y esboza una sonrisa que termina en un gesto contaminado de amargura.
—Me sentí muy culpable. La habíamos dejado venir sola. Y es algo que nunca me voy a perdonar porque pudo haberle pasado cualquier cosa. Volvió a los ocho años y no hubo ningún problema. Pero es inconcebible que yo haya hecho algo así. Y dos veces. Es imperdonable.
—Mami, mami.
—Oye, pequeña dictadura, ¿quieres una galleta o una manzana? ¿O las dos cosas?
Emilia, la hija menor de Ana Tijoux, dibuja recostada en el sofá de la sala. Son las ocho de la mañana del miércoles 15 de mayo y el día parece haber empezado en esta casa hace rato.
—Me paso la vida haciendo un tetris para cumplir con todo.
El padre de Luciano, Didi, es un diseñador de quien se separó cuando su hijo tenía un año. El padre de Emilia, Henry, es un cientista político abocado a los movimientos sociales y se separaron poco después del nacimiento de su hija.
—¿Tus hijos siempre estuvieron con vos, no hubo tenencia compartida?
—No. Ni siquiera me lo he cuestionado. Como que me acostumbré a que fuera así.
Al terminar el colegio secundario empezó a trabajar como mesera y a estudiar diseño solo porque en su casa “le daban mucha importancia a la educación universitaria”. Seguía rapeando, pero no pensaba en ser cantante cuando un amigo, que hacía música para Tiro de Gracia, un grupo de rap de éxito considerable, la invitó a sumarse a un proyecto.
—Y ese grupo fue Makiza. Un día uno dijo: “Grabemos un casete”. Yo anuncié: “No lo va a comprar nadie”. Pero las 500 copias volaron.
Era 1998 y el casete se llamó Vida salvaje. Los sellos estaban a la caza de grupos emergentes y Makiza terminó firmando con Sony. En 1999 sacaron el álbum Aerolíneas Makiza, y el single ‘La rosa de los vientos’, un rap repleto de referencias al exilio —“A veces quisiera desaparecer del mapa. / Volver donde yo nací, pero no es tan papa”—, fue un éxito. La llamaban sponsors, discográficas, programas de televisión.
—Yo estaba feliz rapeando, pero me pegó pésimo la fama. Me enajenó. Así que junté a la banda y les dije: “Me voy”.
Se fue a París. Trabajó como mesera, inspectora de colegio, conserje, encuestadora y encargada de fotocopias en la Unesco. Durante dos años huyó de la música como si se tratara de una enfermedad.
—El anonimato era ultracómodo. Y al cabo de dos años supe que en China abrían unos templos para aprender kung-fu. Llamé a mi mamá y le dije: “Me voy a China”. Y me contestó: “Estás loca. Vente a Chile y pasa unos días”. Vine y nunca me fui. Y ahí empecé la carrera solista. Sin epifanía.
—¿Pero la música es tu vocación?
—¿Vocación? No. Nunca me lo había cuestionado. Es mi terapia.
Su primer disco solista fue Kaos, de 2007. El segundo, de 2009, llamado 1977, llevaba el embrión que la transformaría en estrella —el tema ‘1977’, que escribió en homenaje a su padre, Roberto Merino: “Papá me regaló bajo mi insistencia / un juego que trataba de compartir la insolvencia”—, pero al principio no sucedió nada.
—El disco no funcionaba. En enero de 2010 dije: “Pucha, tengo un hijo, ¿cómo hago? Quizás me voy a vivir al sur, la vida es más barata”. Pero entonces me escribió Timothy Sibbig, un gringo que después fue mi mánager durante ocho años, y me dijo: “Hay un festival en Austin, South by Southwest, y te quieren invitar, pero no hay plata para pasaje”. Le contesté: “No importa, tengo millas”. Pero le dije que me armara una gira, que yo tocaba donde fuera. Y la armó.
La Rolling Stone americana la destacó como la mejor rapera en español luego de su actuación en el Festival SXSW: “Ana Tijoux es nada menos que una Lauryn Hill latinoamericana”. En mayo de ese año, Thom Yorke, el líder de Radiohead, publicó un ranking de canciones y puso en el primer lugar el tema ‘1977’. En 2011, ‘1977’ fue parte de la banda de sonido de la serie Breaking Bad, le valió su primera nominación a los Grammy (tuvo ocho), y David Byrne lo eligió para su programa de radio. En 2012 sacó el álbum La bala. La canción ‘Shock’ —“La calle no calla, la calle se raya. / La calle no calla, debate que estalla”—, inspirada en las protestas de los estudiantes chilenos y en el libro La doctrina del shock, de Naomi Klein, fue un hit. Dos años después, en 2014, grabó Vengo, con canciones como ‘Somos Sur’, ‘Mi verdad’ y ‘Antipatriarca’ —“No sumisa ni obediente. / Mujer fuerte insurgente. / Independiente y valiente”—, inspirada en un manifiesto del Movimiento por la Dignidad elaborado por mujeres de las villas miseria de Argentina. Ese año la edición norteamericana de Rolling Stone la puso en una lista de los 10 artistas nuevos a los que había que conocer y ganó en Chile el Premio Altazor al mejor álbum y la mejor canción. En 2015, Iggy Pop eligió su tema ‘Somos Sur’ para el programa de radio que realiza en la BBC, y ganó cuatro categorías (álbum del año, canción del año, artista del año y mejor artista de música urbana) en la primera edición de los Premios Pulsar, que celebran lo mejor de la música chilena. Cantó con Julieta Venegas, Jorge Drexler, Morcheeba, y en 2019 fue la primera mujer en recibir el Premio Icono del Rock Chileno, que la reconoció como una de las artistas más trascendentes de su generación. En esa carrera que solo podía seguir creciendo ella decidió parar. Al menos un poco.
—Yo no conocía a Ana, ni conocía su música —dice Jon Grandcamp—. Nos encontramos en Nueva Zelanda, en un festival. Cuando volví a Francia, cuatro días después, estaba completamente enamorado. Nos empezamos a escribir todos los días. Un día me dijo: “Voy a Abu Dabi a dar una conferencia sobre feminismo. ¿Quieres ir?”. Fui. Y funcionó.
Tres meses después de haberse conocido, almorzaban en París y ella le preguntó: “¿Nos casamos?”. Se casaron en febrero de 2019, en Chile.
—Él decía: “Tenemos que volver a vernos”. Y yo: “Rey, tú vives en París, yo en Santiago, tengo dos hijos de papás diferentes, olvídalo, no nos ilusionemos con huevadas”. Y nos volvimos a ver, y nos volvimos a ver. Y nos casamos. Él tiene esa contemplación que necesito. También sufre con esto del negocio de la música. Hay que producir. Pero producir qué, cómo, para quién. Si tuviera que vivir en el campo y trabajar en una panadería, creo que podría ser feliz igual.
—¿Y la música?
—La pondría en la panadería. El escenario no es el único lugar de la música. Ahora tengo muchos temas para un disco. Estoy hablando con un pequeño sello digital. Una multinacional implicaría mucho ruido. No sé si quiero ser más conocida. Uno no hace este trabajo para que te admiren. No me dan miedo ni la pobreza ni el trabajo. Me da miedo la desolación.
—¿Qué sería la desolación?
—Estar un día en un palacio con piscina, la postal, y sentirme vacía. Al vacío le tengo miedo. Muchísimo miedo.
Después toma el teléfono y sale hacia la primera reunión del día, que será largo.
A las nueve de la mañana del jueves entra al lobby de un hotel de Providencia. Explica que llega tarde porque una alumna del colegio al que va su hijo se cayó por un balcón y las clases están suspendidas.
—Así que tuve que organizar mi tetris, porque el Luciano no tiene colegio.
La mañana es gélida. Camina por la calle sin que la reconozcan, aun cuando es muy popular y, cada tanto, en torno a ella se organiza una polémica nacional. En marzo de 2014 tocó en el festival Lollapalooza Chile. Durante su actuación, algunas personas le gritaron “cara de nana”. Nana es la palabra que se utiliza para referirse a las empleadas domésticas y encargadas del cuidado de los niños.
—Yo puse un tuit que decía algo así: “Estoy orgullosa de tener cara de nana, de mujer trabajadora”. Y el asunto fue tema nacional durante tres meses. Hablaban de mí en los programas de farándula. Perseguían a mi familia.
Cuando llega a la sala de ensayos todavía no hay nadie y, mientras espera, revisa el whatsapp de los padres del colegio.
—¿Contestás los mensajes?
—No, ninguno.
—¿No piensan que sos descortés?
—Lo piensan aunque les conteste.
A las dos de la tarde, en el bar de vinos en el que tocó hace cuatro días, hay una luz seca, renacentista. Aunque suele repetir que es hija única, descendiente de una saga de hijas únicas —su madre, su abuela, su bisabuela—, cuando se le pregunta si tiene hermanos dice:
—De parte de Roberto, no. Del papá biológico, sí. Dos hermanas. A mi hermana chica, Norma, la conocí cuando ella tenía seis y yo unos diez. No sé bien, tengo lagunas. Pero a Tania, que tiene 48, la conocí cuando yo era muy chica porque vino a vivir con nosotros un año y medio, en Francia. El Negro estaba medio loco y Tania terminó en un hogar de menores.
—¿Por qué?
—No sé. Tengo muchos baches. Pero mis papás la sacaron de ahí. Y al poco tiempo que se mató El Negro, se mató la mamá de Norma. Ahora Tania está muy enferma y nos juntamos por primera vez las tres el año pasado. En el hospital.
—¿Alguna vez pensaste por qué tenés tantos baches cuando muchas de tus letras y de las causas que defendés están relacionadas con la memoria?
—¿La memoria? Es que… nunca lo había pensado. No lo había visto. No lo sé.
Mira desconcertada hacia el fondo del local, sumido en una penumbra fría.
—Oye, ¿de verdad hay gente compleja y gente simple? ¿Eso existe realmente?
—¿Te parece raro que haya?
—No he conocido a tanta gente sencilla. Yo querría ser más sencilla. Me encantaría. A mí… me da envidia.
El 8 de junio, en el Caupolicán, se despedirá de Chile ante 4.500 personas con un show en el que tocará 23 canciones. Entre ellas, y junto a su madre, ‘Calaveritas’, que dice: “Todos llevamos dentro / un muerto que acompaña, / que aparece cuando la noche llega y el sol se apaga”. Después, se marchará a Francia.